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Cultura 14 de septiembre de 2022

Lolita Torres: La niña de fuego y la ciudad del mar

Un homenaje de la nieta de Lolita Torres en el vigésimo aniversario de la partida de la gran artista argentina.

Lolita Torres, con su nieta Laura Jozami.

Por Laura Jozami * 

“No puedo cantar”, dijo una tarde en el living de mi casa. Esa noche teníamos una reunión familiar con visitas que venían de afuera y ella quiso llegar más temprano para poder acomodarse con calma y prepararse para la cena. Ya para ese entonces la enfermedad había avanzado bastante. Apenas podía caminar y, por momentos, parecía suspendida en un suspiro, soportando un dolor repetido y desconcertante. Yo había abierto la puerta del pasillo y me había detenido detrás de ella. No me escuchó llegar. Estaba sentada en una silla de mimbre, cerca del balcón. Con la mirada puesta en las ventanas de enfrente y en la Avenida Santa Fe, seguía la melodía que sonaba en el televisor. Por momentos, entonaba partes de las estrofas, pero desistía al cabo de algunas palabras y se acomodaba en la silla como podía, con el cuerpo cansado. Había otra melodía que le rondaba por la cabeza y parecía secarle la boca. Yo me quedé ahí parada, sin hacer ruido. La escuché carraspear y tararear otra parte de la canción. Después, hizo un breve silencio y se repitió a sí misma: “No puedo cantar”. Era un día sábado. Los rayos del sol se alejaban a destiempo de los ventanales de la sala. Volví para atrás, casi en puntas de pie, y caminé hacia ella haciendo toda clase de ruidos. Le di un beso y me senté a su lado, en el sillón. En esa época, yo era una adolescente triste y retraída.

Más que nada, triste. Le pregunté si necesitaba algo y acomodé algunos almohadones en su espalda. Nos fuimos dejando caer por la silueta de la tarde. Yo podía sentir la densidad de sus pensamientos, así como ella sentía la densidad de los míos.

Es cierto aquello de que “uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida”. Pero también es cierto que, a veces, una vuelve a los viejos sitios donde perviven los malos recuerdos para tratar de entender cómo es la vida. Ella volvía cada tanto, con la mente y el espíritu, a la tierra del pasado, deshaciendo la agonía y la quietud del último tiempo. Yo la vi. No me lo contó nadie. Vi cómo cerraba los ojos y se transformaba en un ventarrón caliente y veloz, y cruzaba montañas, nombres y atardeceres, hasta abrir las puertas de aquellas casas que, alguna vez, fueron su refugio y su hogar, querencia de encuentros, llantos y otras sonatas. La vi revivir a sus muertos y conversar con ellos en las horas secretas de la noche; y soñar despierta las plegarias que marcaron el rumbo de sus pasiones. Era una gallega dura, con estas palabras se definía a sí misma, y no le gustaba que le eligieran el cante jondo que iba a acompañar su propia vida. Por eso, cuando se trataba de elegir, ella sabía muy bien cuáles eran las melodías y los lugares a los que quería volver.

En Mar del Plata, tuvo que aprender, de manera repentina, a transitar la desesperación de la noche y su pesadilla insoportable. Perdió a su mamá poco antes de cumplir los quince años, después de que esta recibiera un fuerte golpe en el hígado cuando caminaban por una escollera cerca de la playa La Perla. Años después, en 1959, sufrió un accidente en la ruta, mientras se dirigía, junto a su primer marido, hacia el Festival de Cine que se celebraba en la ciudad. Ella tuvo algunas lesiones leves, pero él fue internado de urgencia. Murió a los pocos días en la Clínica 25 de mayo de Mar del Plata. En esa clínica, tiempo más tarde, naceríamos mi hermano y yo, sus primeros nietos. Y en esa escollera fatal, casi medio siglo después, su hija mayor, a quien le había puesto el nombre de su madre, pasaría mañanas y tardes practicando taichi, sin saber que en ese lugar había ocurrido aquel trágico suceso.

Mi abuela nunca imaginó que un día volvería a recorrer esos viejos sitios; así como nunca sospechó que, al hacerlo, renacería en ella una forma del amor que, poco a poco, encontraba su propio modo de nombrarse. Y, aunque más de una vez se había peleado con el azar y con el destino, ella comprendía que, así como del barro nace reluciente la flor de loto, así la vida (o un dios salvaje) va combinando raíces y jardines, caminos y enseñanzas. Y en donde antes hubo dolor, el tiempo siembra la esperanza.

Para mi abuela, que nació en Avellaneda y vivió prácticamente toda su vida en la ciudad de Buenos Aires, Mar del Plata fue el lugar de pérdidas y descubrimientos, la tierra que lentamente la fue llevando hacia sí misma. Le costó trabajo aceptar aquel rumbo porque la herida había sido demasiado grande. Pero esa ciudad, marcada por la memoria de la desgracia, le devolvería, con el tiempo, la alegría de vivir entre las pequeñas simplezas de cada día.

Entonces, en el principio de su vejez, durante sus largas estadías en la ciudad, fue reconociendo toda su belleza: las calles arboladas, el viento revoltoso que le congelaba la cara y el sonido del mar que la llamaba con su boca llena de sal y sus besos de espuma blanca.

Y no pudo contenerse. Quiso seguir caminando esas calles y quiso seguir recordando para olvidar. Ahí estaba la niña de fuego encontrando su serenidad en la ciudad del mar.

Sí, era una gallega dura. Pero también era una mujer sentipensante, como solía definir a ciertas personas el querido Galeano. Y la marea cambiante de su vida, colmada de albores y de naufragios, determinó su encuentro con la poesía. Bajo un cielo marplatense que la veía convertirse por primera vez en abuela, escribió los versos más hermosos para su mamá. En esos versos, escritos en el reverso de un panfleto del Teatro Auditórium, revelaba dos certezas irrefutables; esas certezas que moran, desde siempre y para siempre, en el corazón: estaba segura de que su mamá no se había ido del todo y que volvería a encontrarse con ella cuando le llegara su hora.

Una vez, con mi hermano, encontramos plata en la calle y para mí eso fue un acontecimiento extraordinario. No había nadie en mi casa, así que lo primero que hice fue llamar a mi abuela por teléfono. Ella me atendió y yo, gritando de felicidad, le conté la noticia. Ella se empezó a reír. Hacía mucho que no la escuchaba reírse así. Estaba sorprendida y parecía aliviada, como si ese llamado la hubiese liberado de un mal trance. Sentí tal emoción, que un torrente de energía me llevó a formular las ideas más disparatadas y ya no pude parar. Le conté todo lo que nos íbamos a comprar con esa plata, exagerando descaradamente. Y ella se reía y festejaba conmigo ese arrebato de locura. Yo tenía unos diez años. Pasó mucho tiempo de esa llamada. Pero a veces siento que fue ayer y quiero volver a marcar su número en el teléfono para seguir conversando con ella sobre los pequeños hallazgos y los muchos delirios de mi vida.

En mi corazón queda para siempre su risa; sus ganas de cantar y su cantar; sus ganas de hacer y su hacer; su inflexible intensidad; su mirada de pitonisa siempre atenta; su amor por la poesía; sus secretos y sus duendes; su silencio perseverante; el vuelo de su imaginación construyendo horizontes; sus manos abiertas de primavera; su manera de entregarse al arte como un pájaro que canta hasta morir con la espina clavada en medio del pecho (esa espina que es la vida, tan dolorosa y tan mágica y tan impredecible); su fuerza, su fuerza, su fuerza, su fuerza, su fuerza; su fuerza para enfrentar cada batalla y para levantarse después de cada derrota.

“No puedo cantar”, decía esa tarde en el living de mi casa. “No puedo cantar”. Y, sin embargo, cantaba. En cada bocanada de aire, en cada exhalación, brotaba de su alma ese dulce dolor de su canto, esa voz embravecida que nacía en su pecho, pero que provenía de las oscuras raíces de la tierra, de la honda luminosidad de las estrellas, de la indómita libertad del mar. Esa misma voz que hoy, en el umbral de los sueños, me habla al oído para decirme que está bien, que ella está bien, y que no me preocupe tanto, porque todo va a estar bien.

* Laura Jozami (Mar del Plata, 1985)

Dramaturga, escritora, autora y compositora. Estudió Dramaturgia en el Centro Cultural General San Martín y Escritura Creativa con Meche Martínez, Claudia Piñeiro, Betina González y Eugenia Viña. En teatro, se formó con María Esther Fernández.

Su primer libro de poesías, De mi, fue editado en el 2004. También escribió Cuentos incondicionales (2012) y la saga de relatos fantásticos de Milagros Morán (literatura infantil-juvenil), que comenzó a editarse en el 2017 por Antina Libros. Asimismo, compuso numerosas canciones interpretadas por diferentes artistas, entre los que se encuentran: Florencia Otero, Germán Tripel, Angela Torres y Elías Viñoles.

Su ópera prima, Agridulce (dramaturga), se estrenó en el teatro El Cubo (Buenos Aires) en el 2014, bajo la dirección de Sebastián Pajoni, y con las actuaciones de: Nicole Grinberg, Agustín Maradei, Silvia De Luca, Natasha Cáceres y Gabriel Romio.



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