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Cultura 2 de mayo de 2016

“Lo aprendimos en la guerra fría: la mejor campaña es la del miedo”, dijo el escritor marplatense Esteban Prado

por Dante Rafael Galdona

En un momento de la historia en que los míticos hiperbóreos dominan el mundo, las niñas australes son los seres destinados a arrebatarles el poder y dar vuelta el rumbo de la historia. Matías, un ser humano común y corriente parece ser el instrumento, el arma, la táctica y la estrategia, el brazo ejecutor del plan de guerra de Ana, una niña austral.

Nada es casual y todo es desorden en el devenir y el porvenir de Matías. Tampoco es casual que la fuente de poder para combatir a los hiperbóreos tenga su origen en el sur. Boreales y australes, el norte y el sur en una lucha de poder que se presenta como natural y conocida. Cuando a veces se confunden fines y objetivos, y el bien parece ser el mal, y el mal se presenta como la salvación.

El marplatense Esteban Prado y su primera nouvelle, el mundo actual en clave fantástica.

– ¿Cómo llegaste al mundo de las letras?

– Tratando de alejarme. De chico pensaba que no tenía que sistematizar nada de lo que me gustaba y hacía con pasión, por lo que frente a la idea de estudiar Letras opté por irme a estudiar Diseño de Paisaje a la UBA. En Buenos Aires vivía con unos tíos. En los pocos meses que duré ahí, leí y escribí como nunca y enseguida me empezaron a mirar con cara de qué hacés acá. Con la experiencia lisérgica de los tíos y habiendo comprobado que no era lo mejor el Diseño de Paisajes, mucho menos el CBC, me volví a Mar del Plata y me metí en Letras. Y ahí hice una iniciación doble, por un lado la academia, por el otro, el taller. Con un grupo de amigos arrancamos un taller con Mauricio Espil y fuimos más artlianos que Piglia, le robamos todo lo que pudimos, lo traicionamos y seguimos viaje. Y hasta hubo algo de la fatalidad naturalista de los cuentos de Quiroga, Espil no podía decir nada porque sabía que para eso daba el taller. Esa doble iniciación implicó un camino doble también, por un lado, el laburo en la facultad, por el otro, toda una veta de inquietud creativa que alterna sobre todo cine y literatura.

– ¿Qué te gusta leer de otros autores?

– Me gusta ver y leer de todo, en especial aquellas obras que de algún modo se vuelven testimonio de una posición rara, de una perspectiva sobre el mundo más o menos inédita. Lo que pasa es que para encontrarlas no se puede parar de leer. Para poner sobre la mesa dos títulos que me gustaron mucho: una película sobre Bill Cunningham, un “fashion hunter” de Nueva York que vive enredado en negativos registrando la moda de la gran ciudad, y Teoría King Kong, un libro de Virginie Despentes que también tiene ese poder, el de mostrarte una perspectiva única. En este mismo momento estoy atrapado con un libro de Vilén Flusser, un pensador de la imagen, que en sus reflexiones da cuenta de una manera extrañísima e hiperlúcida de ver el mundo y la tecnología. Y estoy arrancando el libro de Capanna sobre Tarkovski que acaba de sacar Letra Sudaca.

– ¿Cómo es tu momento creativo, trabajás mucho?

– El momento creativo es como la cinta de sonido de una película de 35 mm, con lo cual no es un momento sino una dimensión, un trasfondo en el que mi cerebro está corriendo todo el tiempo, por supuesto que cuando duermo también corre. Una vez me había empachado con Lost y al mismo tiempo corregía un relato que tenía intenciones de publicar. Vivía con dos amigos, esa tarde me quedé dormido y me dicen que decía: en la página 96, poner a Kate, en el siguiente capítulo, que Jack se distancie de “los otros” y así. En algún sentido, creo mucho en el trabajo pero creo más en la intuición y en el laburo de esa banda que corre en paralelo. Para darte un ejemplo, hay veces en que un escritor se pone a estudiar algo para poder escribir una novela, construir un personaje, lo que sea, a mí eso no me va, porque a esos materiales no les es accesible entrar en esa vida paralela tan rápido y me parece que después se nota: cada línea tiene su marca de origen y si viene de una nota de Wikipedia que acabo de leer, te vas a dar cuenta.

Esta vida paralela no es para nada secreta, me encanta compartirla, por eso muchas veces me pongo a charlar con amigos y los embarullo con lo que estoy pensando y escribiendo, ese momento también es un momento creativo, porque creo estar contando algo que ya tengo “remanyado” pero en realidad lo estoy delineando en ese momento, en la primera puesta en palabras.

Ahora, no creo que trabaje, trato de no pensar que trabajo, hay todo un mambo alrededor del trabajo del escritor, de si es o no profesional, si puede vivir de…, etc. Para mí todo lo que venga de la literatura es dulce, incluida la plata, y por eso no pienso que trabaje. Además, en todo caso, trabajo mucho más de la cuenta y bastante más de lo que mis editores están dispuestos a pagar. Hasta no hace mucho, esta posición era una de las formas del fracaso pero ahora, que en paralelo al capitalismo más apestoso vamos aprendiendo mucho de la economía del don, me parece que tiene más aceptación.

– ¿Estás escribiendo otra cosa?

– Sí, estoy escribiendo algunos cuentos que se van acumulando y algún día serán un libro. Y también estoy con dos guiones. Lo principal de todo lo que estoy haciendo es la historia de Ema, la hija de Ana (NdR: Dos personajes de su novela “Ana, la niña austral”, editada por Letra Sudaca). Y luego, la historia de Sara, la hija de Ema. Son dos secuelas de la novela pero se me empiezan a hacer como tres capítulos de un único libro. Como sabemos que las niñas australes imponen sus reglas, las historias tienen cuarenta y cinco años de distancia entre una y otra, con lo que todo termina alrededor de 2100 d. C.

– ¿Qué te llevó a escribir este libro?

– Más que un motivo tengo una tracción, desde que escribí la primera página tuve el título y casi desde ese momento supe que era cuestión de meterle, que iba a ser una buena historia y ya tenía un buen tono.

– ¿Cuándo lo escribiste, en qué momento, te llevó mucho trabajo, mucho tiempo?

– Lo escribí en el segundo semestre de 2013 pero el grueso lo escribí en julio, en un taller en Madrid. Al taller iba de mañana, a la tarde me iba a una piscina pública que salía dos euros la entrada y me quedaba escribiendo en una mesita con una cerveza y cuando el “calor” me entorpecía las neuronas me daba un chapuzón.

– ¿Corregiste mucho o salió de golpe y así quedó?

– Corregí casi un año lo que había hecho en unos meses. Mi método consiste en dos fases: adición descontrolada y sustracción meditada.

– En la historia hay un aire maniqueo pero indefinido, es decir, se sabe que hay un bien contra un mal pero no se sabe mucho cuál es cuál, suponemos que el bien está del lado del protagonista pero más que nada por una especie de empatía con el narrador o por dónde está puesto el foco narrativo, los hechos parecen decirnos lo contrario y como lectores nos vemos involucrados en una disyuntiva. ¿Es una metáfora de la vida, del mundo actual? ¿O en la realidad las cosas están más claras que en la novela? ¿Buscaste poner al lector en ese lugar incómodo?

– Creo que la vida y el mundo actual son los dos términos de un silogismo maniqueo con el que tenemos que pelearnos. Vos lo ponés casi como sinónimos pero me parece que hay una atmósfera de poner las cosas en esos términos: o sos amante de la vida o sos parte del mundo actual. La verdad es que la única metáfora de la vida que hay en la novela es ese “pero indefinido” del que hablás. Cuando era más chico leía bastante a Tolkien y sus detractores no me hacían mella, me decían que cómo leía cosas plagadas de enanos mágicos y etc. Un día hablando con Martín Pérez Calarco me sacó de ese eje, fue el detractor adulto y en vez de decirme lo de los enanos mágicos me dijo que lo que lo saturaba era toda “la boludez del bien y el mal”. A partir de ahí me costó entretenerme con este tipo de oposición. En la novela trato de darle un par de vueltas y lo más importante es que más allá de la separación que hagamos podemos decir que siempre uno es empleado del otro. Me parece que lo del lugar incómodo está más del lado de la desorientación de Matías, el seguidor de Ana. Claro que, en la medida en que lo sigas a él, vas a estar perdido. Eso sí fue una estrategia, me gustaba que él estuviera perdido como Leonard de Memento, que al final o al principio del día tiene que mirarse los tatuajes para saber quién es.

– De los hiperbóreos hay pocas referencias, incluso no aparece ninguno, pero parecen asfixiar a los personajes durante todo el libro. Se habla de ellos, de su amenaza, pero no están. ¿Otra metáfora de la actualidad?

– Acá sí adhiero a la metáfora de la actualidad. Es el miedo, todo lo que amenaza y funciona pero no está. Creo que es la enseñanza de la guerra fría: la mejor campaña de marketing (político) es la del miedo. Desde los vendedores de bunkers antinucleares hasta Arroyo lo saben.

– Matías, el personaje principal de “Ana, la niña austral”, no sabe por qué hace lo que hace pero sabe que lo hace por amor, ¿en el amor está el secreto para ganar la guerra, o es un pobre tipo manipulado?

– A veces pienso que el amor es un spoiler automático: si hay amor, las cosas terminan mal. También me gusta una idea biologicista del amor. Que el amor sea como una especie de extrañísima vuelta de tuerca de nuestra especie para continuarse. No creo que sea válida porque no es necesaria pero me parece bonita. Acá, en la novela, el amor es el secreto para que la leyenda continúe.



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