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Opinión 21 de marzo de 2017

La verdad acumulada

El Indio Solari fue el blanco para que miles de usuarios en las redes dispararan una sentencia, sin siquiera saber de qué se estaba hablando. Errores amplificados, transformados, diluidos. Un síndrome de estos tiempos a toda velocidad.

por Agustín Marangoni

La última vez que los Rolling Stones visitaron la Argentina, Mick Jagger le hizo llegar una invitación al Indio Solari para que cantaran juntos una canción. La que él quisiera. El Indio agradeció, pero dijo que no. Jagger no escucha los redondos, ni es un seguidor de la carrera solista del Indio, la curiosidad de conocerlo estuvo impulsada por su popularidad. Y no porque es un ícono de la cultura rock argentina, le llama la atención que exista en el mundo –sí, en el mundo– una artista que venda trescientas mil entradas en un solo concierto. Bandas de estadio quedan pocas, las históricas: U2, los Stones, The Cure, Iron Maiden y algunas más. El mercado de la música cambió, los artistas venden miles de entradas pero dentro del formato festival, con veinte bandas más, espacios gastronómicos y tiendas de ropa. Los productores se queman los sesos buscándole la vuelta a un negocio que se está hiperfragmentando a niveles microcelulares, mientras que en la Argentina hay un tipo que con sus canciones mueve semejante marea humana. O sea, el fenómeno del Indio es un caso para el laboratorio internacional. Eso por un lado.

Por el otro, en Tsunami – Un océano de gente, el documental que lanzó Mario Pergolini a fines del año pasado, el Indio habla sin reparos sobre su enfermedad y su futuro. En ningún momento dice que se va a retirar pero explica que el Parkinson lo limita cada vez más en sus movimientos, desde abrocharse el botón de una camisa hasta caminar el escenario. Aunque sin certezas, era fácil deducir que el concierto de Olavarría de la semana pasada tenía grandes posibilidades de ser el último. Así y todo, ni los principales medios del país ni las principales agencias informativas enviaron corresponsales para cubrirlo. Alegaron falta de presupuesto, entre otros argumentos que dejaron en evidencia su afición por el periodismo de escritorio. Entonces pasó lo que pasó: publicaron que había al menos diez muertos, siete, cuatro menores de edad fulminados por las avalanchas, y otros títulos que atravesaron el país con la urgencia de decir algo. Al día siguiente los muertos eran dos. Casi un día después, las pericias mostraron que uno falleció por sobredosis y el otro por un coágulo que le generó un paro cardiorrespiratorio. Ninguno tenía heridas en el cuerpo ni indicios de haber sido aplastado. Para esa altura, los medios y las redes sociales estaban incendiados de opiniones y condenas.

La filosofía propone distintos criterios para definir la verdad. Está la verdad por correspondencia, que es la verdad aristotélica, la que dice que algo es verdad cuando el pensamiento y la realidad se corresponden. Está la verdad pragmática, que asegura que algo es verdad cuando es práctico, eficiente. También está la verdad como creación: Nietzsche aseguraba que no existen hechos, sólo interpretaciones, y que la verdad no es otra cosa que una de las tantas lecturas que se pueden hacer de la realidad, lo cual hasta pone en duda la existencia de una sola realidad. A este listado se le podría agregar un criterio actual: la verdad acumulada. La verdad de las redes sociales.

Los medios, al verse desnudos frente a los hechos, tomaron testimonios a la bartola de usuarios de las redes y los vistieron de verdad. Escribieron titulares, redactaron crónicas con supuestas confirmaciones y sacudieron con todo lo que iban encontrando que era funcional a lo que querían contar. Los hechos, bien gracias. Después susurraron alguna disculpa, pero el error grosero ya lo  habían cometido. No todos los medios se comportaron igual: hubo muchos –oh casualidad, todos de corte independiente– que publicaron textos extraordinarios sobre la complejidad del fenómeno, cómo se vivió desde adentro y qué datos en el raid informativo se vendieron como novedades cuando eran más viejos que la abuelita de dios.

Los usuarios se subieron al mismo tren: es la lógica apuradísima del funcionamiento integral. Hay un elemento, llamado algoritmo, que ordena los datos que circulan por las redes para mostrarnos lo que un estudio complejo de nuestra información personal dice que nos interesa o nos puede interesar. Si nosotros escribimos que nos agrada la candidatura de un político, inmediatamente el algoritmo de esa red –Facebook, por ejemplo– le muestra nuestras palabras a una persona afín. Y nos muestra a nosotros las palabras de otro que piensa parecido. Y así el algoritmo se perfecciona matemáticamente hasta encerrarnos en un hormiguero de usuarios que festejan lo similar y no tienen ni la menor idea de lo que se está diciendo en otros hormigueros. El infierno de lo mismo, en palabras del sociólogo Jean Baudrillard. Un lugar donde todos piensan igual es un lugar donde nadie está pensando.

En el medio de este lío quedó el Indio Solari, pero podría quedar cualquiera. Muchos a favor, muchos en contra. La verdad acumulada es un síndrome grave de estos tiempos. La reflexión necesita tiempo. Si la verdad es una construcción, hay que construirla con responsabilidad. Y ser responsable va de la mano con pensar en frío. No se puede saber en quince segundos quién es el culpable de lo que pasó. Tampoco se puede tomar como bandera de verdad un posteo que arrastra unos cuantos me gusta ni un titular de diario que aparece en primer lugar en los resultados de Google. La inteligencia tiene que ver con analizar todos los ángulos. Y, sobre todo, estar dispuesto a cambiar de opinión. La verdad acumulada es un concepto efímero, legitimado por un círculo muy reducido. Pero amplificado puede lastimar fiero. Hay que aquietar la pulsión por convertirnos en los fiscales de la galaxia, porque después llega la realidad y nos patea los dientes.

Imagen: Deccan Chronicle – Lonely Island