La tragedia de haber ido a la cancha y no haberlo visto
La fatal historia de haber sido uno de los privilegiados espectadores del partido River-Polonia y haberse perdido el mejor gol de todos los tiempos del fútbol de verano.
La foto de LA CAPITAL, publicada en su edición del 10 de febrero de 1986, con una inscripción que ya anticipaba que era un gol para la perpetuidad.
Por Fernando del Rio
En febrero del ‘86 tenía 13 años y me gustaba el fútbol mucho más que ahora que tengo 45. Me ilusionaba jugarlo y soñaba alguna vez con hacerlo en el Mundialista, con gente, con hinchada. Pero mientras tanto debía conformarme con mirar a los mejores hacerlo por mí. No era poco, mucho menos si los podía ver de cerca, gratis y hasta ganando mis primeros pesos. Por eso, con mi hermano y mis amigos, esperábamos con agitación los torneos de verano y por eso nos anotábamos como acomodadores.
Aquella noche nadie podía presumir gloria ni leyenda. Apenas era un partido más. Ni siquiera era un Superclásico. Jugaban River y la selección polaca, que ya no era la de Lato. La expectativa mía, supongo, era un partido de poca recompensa. En los bolsillos. En el juego, con aquel River siempre algo había para ver. Claro que con el extraño y entonces inimaginable escenario de tribunas con hinchas de un solo equipo, todo se atenuaba. ¿Con cuánto fervor podía gritar un delantero los goles de ese partido? ¿De dónde nacerían las emociones?
Mi sector de “trabajo” era el que hoy ya no se utiliza, ese en la platea descubierta central, debajo del pebetero, ese que desde hace unos años lo vació la grieta entre los violentos. A las siete ya estábamos ahí, vestidos con un uniforme cedido por la empresa Recova que era un jogging blanco al que mi vieja le había cosido un bolsillo interno para que guardara la propina. Habíamos llegado en la chata del padre de mi hoy colega Marcelo Marcel y ya sabíamos que nos pasaba a buscar después. Después…
No recuerdo si hubo gente -parece que sí-, si hubo propina, si hubo partido preliminar que nos ayudara a que la espera no fuera tan tediosa. Tampoco recuerdo nada de River, ni de Polonia. Ni los goles, ni la hinchada, ni ese saco celeste del Bambino. La memoria es así de canalla, tan fresca con los malos recuerdos y tan nebulosa con los buenos. Lo que sí recuerdo es que, como en todos los partidos, a falta de 10 minutos mi hermano -mayor- me dijo que fuéramos yendo.
-Vamos yendo.
Al rodear las tribunas, de camino a la salida Sur, cada tanto relojeábamos entre la gente y así vimos el tercero de River. De Francescoli, que ni lo gritó y salió apurado a la mitad de cancha. Tan apurado como nosotros. Esperamos unos minutos a que nos dejaran salir y fuimos hasta la chata. En el camino el estadio gritó otro gol. El de Centurión.
En la camioneta nos esperaba el padre y el hermano de Marcelo Marcel. El, fanático de River, no estaba. “Se vuelve con el Hugo. Vamos”, dijo y arrancó el motor. Las convulsiones de la Rastrojera se mezclaron con el estruendoso bramido del estadio. “Se lo ganó River”, dijo alguien en el colmo de la obviedad. Tal vez fui yo y también tal vez me consolé anhelando que el gol haya sido de chiripa, de rebote, en orsai. Uno de esos que no valieran la pena de habérselo perdido.
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