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Opinión 23 de enero de 2022

La sensatez y la conspiración de los “sicarios digitales”

Martín Guzmán, ex ministro de Economía.

 

Por Jorge Raventos

El gobierno -sus elementos más prudentes, interesados en llegar a un acuerdo con el FMI- considera que la visita del canciller Santiago Cafiero a Washington aportó algo a ese objetivo. Ese sector razonable del gobierno estima que la recepción conseguida de lo que definen como “el ala política” del gobierno de Joe Biden es una muestra de comprensión que contribuirá a moderar al “ala técnica” de la administración estadounidense (la secretaría del Tesoro) y a influir para que el Fondo aplaque su clásica tendencia a reclamar ajustes políticamente insostenibles.

Una aproximación importante

Hay que observar que Cafiero viajó dispuesto a mostrar la voluntad de la administración Fernández de coincidir con Washington en temas sensibles. Unas horas después de la reunión entre el canciller argentino y el secretario de Estado Anthony Blinken, Argentina presentó junto a Estados Unidos una propuesta en la OEA para reclamar por el incumplimiento por parte de Nicaragua de sus “deberes para con la comunidad internacional” al no aplicar el pedido de detención internacional de Interpol al alto funcionario iraní Mohsen Rezai, buscado por la Justicia argentina por homicidio como uno de los responsables del atentado contra la AMIA ocurrido en 1994. La actitud del gobierno argentino no se limitó a esa presentación conjunta, sino que respondió con energía al representante nicaragüense en el organismo interamericano, cuando éste sostuvo que Rezai siempre tendría abiertas las puertas de su país: el repudio fue vigoroso así como el rechazo a la “actitud temeraria” del vocero nicaragüense.

El Departamento de Estado había entregado muestras de simpatía en su versión del encuentro entre Cafiero y Blinken: felicitaciones por la designación de Argentina en la presidencia del Comité de Derechos Humanos de la ONU (“una oportunidad de trabajar con Argentina para apoyar la democracia y los derechos humanos en las Américas y más allá”) y un aliento a que “Argentina presente un marco de política económica sólido que devuelva el crecimiento al país”. Las últimas palabras fueron consideradas un guiño a la postura que alienta el albertismo con el ministro Guzmán como portavoz: aluden al crecimiento, no al ajuste.

Los silencios de Guzmán

Desde el sector más hirsuto de la oposición se ríen de esa interpretación: lo que Blinken pide es un plan -destacan-, lo mismo que el Fondo, lo mismo que la Secretaría del Tesoro y precisamente lo que Guzmán no termina de presentar.

De hecho, Guzmán abonó esas sospechas con su decisión de último momento de frustrar la reunión que venía preparándose con los gobernadores, líderes políticos y parlamentarios de la oposición, primero mañereando con el lugar de reunión y finalmente descartándola.

Gerardo Morales, presidente de la UCR y uno de los dirigentes moderados de la coalición opositora, que había jugado a favor de mantener el encuentro con el ministro, quedó frustrado por la cancelación. Sin embargo, su protesta reveló diferencias con el punto de vista de los llamados “halcones”, que sostienen que Guzmán no tiene elaborada una propuesta. Por el contrario, Morales sostuvo que “Guzmán no quiere dar cuenta del ajuste que pactó con el Fondo”. Es decir, dio por sentado que hay un pacto precocinado.

Guzmán había admitido que quedaban en discusión “asuntos fiscales” (el plazo en el que la Argentina llegaría al déficit cero). ¿Es posible que Guzmán no quisiera abrir las cartas hasta que se consumara la misión de Cafiero en Washington, con la expectativa de que se acercaran posiciones en “el tema fiscal”? Lo cierto es que la oposición quedó empujada a una postura teñida en primera instancia por los sectores más duros, remisos a las concesiones al gobierno y al diálogo con cualquier sector del oficialismo. Los sectores duros de Juntos apuestan a reformas radicales (en las relaciones laborales, en las políticas de subsidios) y consideran que el contexto más fértil para adoptar esas medidas es, más que la búsqueda de reformas paulatinas y acordadas, el dolor de una crisis de fondo.
Desde el campo duro, Patricia Bullrich defiende “la actitud y la valentía de un cambio disruptivo” por oposición a “un cambio más corporativo, consensuado, que es continuidad”.

Cuanto peor, mejor

Cuanto peor, mejor. El consenso es demonizado, tildado de “corporativo”. Cosa de “la casta política”, diría Javier Milei.

Gerardo Morales ha declarado que, en esa atmósfera, hay sectores de Juntos por el Cambio que “quieren que explote todo en marzo”.

En esos sectores a los que aludió Morales se leyó con expectativas el diagnóstico difundido esta semana por el World Economic Forum, que entre los cinco riesgos que observó en la economía argentina, incluyó el del “colapso del Estado”. En el marco de una sociedad que padece una inflación que supera el 50 por ciento anual y un incremento constante de las cifras de pobreza y sufre los efectos de la pandemia, lo que resulta sorprendente parece más bien lo contrario.

Resulta interesante comparar con la mirada de un observador calificado como el jesuita Rodrigo de Zarázaga, un intelectual de amplia formación y un reconocido investigador de los temas de la pobreza. En el 2001 -apunta en una entrevista reciente-, “cuando no había red de contención social y se provocó la fractura que, veinte años después, seguimos viendo. El 2001 empujó a la gente a la calle; nos trajo a los cartoneros que todavía seguimos viendo.

Frente a eso, el de ahora es definitivamente un Estado presente; de hecho, hay una inversión social muy grande. Las pensiones no contributivas, desde la moratoria de 2005, ha sumado unos cinco millones de jubilados. Hay una transferencia grande con la Asignación Universal por Hijo”. Zarázaga apunta, sin embargo, al vicio interno de ese efectivísimo sistema de moderación social: “Existe una red de contención que se da a través de la transferencia de ingresos, pero resulta mucho más insuficiente como inversión en la estructura pública. El Estado, de alguna manera, hoy a los sectores pobres les transfiere ingresos, pero para todo el resto los pone en espera”.

Parece obvio que los sistemas de contención basados en el subsidio son insuficientes (el Observatorio de la Deuda Social de la UCA viene insistiendo en ese punto hace años), pero la pregunta reside en si el cambio debe desarticular los sistemas de protección preexistentes (y sus expresiones orgánicas, sindicatos y movimientos sociales) en aras de la “modernización de las relaciones”, o si, más bien, es posible diseñar una transición paulatina y acordada (pero urgente), que no suponga dejar a la intemperie a millones de personas. “Cuanto peor, mejor” es, probablemente el fast track hacia el colapso del Estado que diagnostican los técnicos de Davos, mediado por una conmoción social de proporciones.

Una actitud insidiosa

Guzmán y el gobierno se han quedado sin la opinión de la coalición opositora sobre las conversaciones con el FMI. Pero ese probablemente sea un dato irrelevante; lo decisivo es que todavía no han consolidado un consenso en el propio oficialismo. Los sectores que coquetean con las ideologías progres, alentados por la actitud ambigua (y si se quiere, insidiosa) de su máxima referente, la señora de Kirchner, ponen palos en la rueda de esas conversaciones, quizás porque coinciden con el radical Morales y sospechan que en el horno ya hay un preacuerdo con más dosis de ajuste del que pueden soportar.

Ahora, los jerarcas de la coalición opositora reclaman que solo se sentarán a dialogar cuando el Gobierno presente una carta de intención del eventual arreglo con el Fondo y el debate recale en el Congreso.

De todos modos, por detrás de la dramatización del reclamo, que le pone el denominador común de la actitud dura, se distinguen en la coalición diferentes puntos de vista. Los sectores más negociadores incorporaron en el texto común una línea en la que reafirman que la fuerza “siempre ha dado muestras de colaboración y responsabilidad para el logro de acuerdos financieros internacionales”.

A medida que se acerca marzo -límite probablemente arbitrario para saber si las conversaciones con el Fondo han dado frutos o no- en ambas coaliciones se tensan las posiciones. Los halcones K impulsan movilizaciones contra la Corte Suprema (un ejercicio de revuelta urbana, que se verá qué eco alcanza), la CGT resiste las presiones tendientes a arrastrarla a esa gimnasia y elabora con discreción puntos de acuerdo con los empresarios para encaminar reformas consensuadas.

En la coalición opositora, por su parte, el sector negociador empieza a hablar con energía y a buscar una mesa de diálogo que, más allá de otras diferencias, consolide un eje bien diferenciado en Juntos por el Cambio.
El vocero más notorio de esa postura es Emilio Monzó, que acaba de sumarse al equipo de “articulación estratégica” de la candidatura presidencial de Horacio Rodríguez Larreta.

Los sicarios digitales

Monzó reclama de los moderados “la inteligencia de formar un equipo” para poder poner en su lugar a quienes define como “sicarios digitales” que “son inflexibles con el gobierno de turno. Y le hacen mucho daño a cualquier persona moderada que está dispuesta a acordar y negociar en pos del país, no de su propio electorado. No tienen tupé ni límites a la hora de agredir”. Monzó apunta contra los atletas del Twitter que alientan el activismo salvaje en las redes, “estos monstruos populistas, de derecha y de izquierda, que se aprovechan de las redes y la posverdad para vender remedios falsos todo el tiempo”.

Cualquier observador puede comprobar que los sectores más intransigentes son bien acogidos y cuentan con el estímulo (y también con la competencia) de lo que el agudo Ignacio Zuleta ha llamado en Clarín “una prensa militante e indignada que cree tener una estrategia mejor que la de ellos”.

Como adorno externo de la colusión entre halcones y “prensa militante e indignada”, aparece el fenómeno libertario, animado sobre todo por la exuberancia expresiva y las tómbolas que protagoniza Javier Milei. El flamante diputado ha logrado imponer, con el permiso complaciente de aquellos, el concepto de “casta política”, que exterioriza una descalificación generalizada y un cuestionamiento radical al sistema de representación (que se complementa, si bien se mira, con la descalificación de otras formas de mediación, como la de las organizaciones sindicales, que algunos confiesan abiertamente querer exterminar).

La atmósfera se enturbia, del mismo modo en que la ennegrecen las iniciativas destinadas a modificar instituciones -la Justicia, por caso- por la violencia. Hay “sicarios digitales” a ambos lados de la grieta.

En el “equipo de los moderados” que imagina, Monzó incluye a Larreta y a Santilli, pero también a radicales como Morales o Lousteau y a la Coalición Cívica de Lilita Carrió. Y espera que, del otro lado de la grieta, “el peronismo histórico” alce la voz y dé un paso al frente.

La búsqueda es construir un eje de centro moderado para proyectar un futuro y pensar el largo plazo.
El gran escenario y los escenarios menores se combinan. Lo que en definitiva ordenará los debates son las cuestiones centrales.