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Interés general 5 de diciembre de 2019

La pulpería bicentenaria de Mar Chiquita

En su último libro, "Desconocida Buenos Aires" Historia de frontera, Leandro Vesco invita a descubrir parajes que parecen salidos de un ficción. Entre más de 60 historias, figura la de la pulpería de Mar Chiquita que se publica a continuación.

La vieja y mítica pulpería bicentenaria se presume desde lejos, como un espejismo. Rodeada por un mar de pampa, un grupo de árboles la protege del viento y del vendaval del olvido. La esquina de Argúas abrió sus puertas en 1817, cuando el país recién germinaba. Más de dos siglos después, continúa abierta.

Ubicada en el partido de Mar Chiquita, es atendida por Generoso Villarino, quien a sus ochenta años vive solo en este perdido rincón, en donde la soledad se pasea oronda. Es el pulpero más viejo de la provincia, en la pulpería activa más antigua.

“El día no me alcanza, el campo siempre te mantiene activo”, advierte desde el fondo de la pulpería. Está alambrando un potrero para ordenar mejor “el pedazo de tierra” donde pastorean unas vacas, mientras una pareja de caballos mira desinteresada la escena.

La pulpería está aferrada a la tierra. Declarada Patrimonio Histórico Cultural del partido de Mar Chiquita, es de las pocas que se conserva tal cual fue levantada. Sus ladrillos unidos con barro, techo de madera y el enrejado protegiendo el mostrador, que separa al pulpero de los problemas y entuertos del gauchaje, configuran una escena propia de otro tiempo. Dicen que por aquí pasaba Juan Manuel de Rosas, se sentó Dardo Rocha y acostumbraba a apurar un vino carlón José Hernández. “Te acostumbrás a la soledad, por suerte tengo los perros”, asegura don Generoso. Ninguno tiene nombre. “Me encariño si les pongo uno”, resume.

Generoso Villarino siempre anduvo por esta zona probándose en las estancias, el campo es su hábitat. Parajes como Nahuel Rucá y Calfucurá, establecimientos como Tierra Fiel y el Tehuelche lo emplearon para tractorear y finalmente para hacer lo que mejor sabe: domar. Su voz serena lo dice al pasar: “Once tropillas domé una vez”. El secreto está en hablarle despacio y darle el cinchazo cuando corcovea, en once meses un caballo tiene que estar domado. Luego de las largas jornadas de doma, solía visitar la pulpería, la misma que hoy lo tiene detrás del mostrador. “Siempre me gustó y la miraba con ganas de atenderla algún día”, asegura don Generoso, hombre de otro tiempo. La horma en la que hicieron a estos personajes la pampa la ha perdido.

Generoso, que se llama igual que su padre, se casó y tuvo dos hijos, pero los caminos de la vida lo dejaron fondeado en esta pampa desventurada. El deseo de poder atender la pulpería fue creciendo, hasta que una tarde el antiguo pulpero lo llamó para limpiarla. “Había mugre y de la buena. Se fue y me dejó la llave, jamás vino a reclamarla”. Después de esperar toda la vida, se encontró del otro lado del mostrador. El estanciero Gregorio Saubidet, dueño de estas tierras y de esta esquina, le ofreció un contrato de palabra, como los de antes. Se dieron la mano y prometieron actuar con buena voluntad. El 3 de noviembre de 2012, cumpliendo el sueño de su vida, comenzó a atender La Esquina de Argúas.

Parada obligada

La pulpería es una parada obligada de quienes frecuentan estas soledades. A 20 kilómetros de Coronel Vidal, el ruido y la realidad actuales no llegan hasta esta esquina; el camino de tierra que une el siglo XXI con el XIX, al que todavía parece pertenecer esta precaria construcción, es arenoso y cuando llueve la esquina campera queda aislada. Hombres en viejas camionetas, que aquí en el campo llaman “catango”, caballos y algunas 4×4 paran para recrear la ceremonia de hablar con don Generoso y tomar un aperitivo. Un mástil sin bandera se ve a la entrada. Allí no hace falta izar nada, La Esquina de Argúas es un símbolo argentino.

La historia cuenta que en 1817 don Juan de Argúas fue su primer propietario, aunque la posta ya estaba. En aquellos años, había alrededor de 500 pulperías en toda la provincia, separadas por quince kilómetros cada una. Fueron la primera red civilizatoria que acompañó el crecimiento del mapa bonaerense. Como suele suceder, el apellido del pulpero se trasladó a la pulpería y al paraje, que están ubicados en un lugar de privilegio, en el camino que une Coronel Vidal con la estancia El Durazno, la primera del distrito, hoy propiedad de la familia Saubidet. “Don Gregorio no entra, pero es una buena persona”, afirma Generoso. En tiempos en los que no había rutas, el camino que pasa por la pulpería terminaba en un balneario que se conocería después como Mar del Plata.

La Esquina de Argúas ofrecía comida, refresco, caballos, y era posta de galeras. Una estación de ómnibus actual. Para mediados del siglo XIX se contabilizaban 1.000 pulperías. De todas ellas sólo quedan menos de 50 en toda la provincia, y en este distrito solo la Esquina de Argúas. En las pulperías se podía comprar a granel yerba, harina, fideos, pero también tabaco, municiones y bebida, dejar o buscar el correo y depositar lo ahorros en la caja fuerte que todo pulpero tenía.

Tantos años después, así como entonces, la pequeña puerta de la pulpería está abierta. Don Generoso vive atrás, y siempre tiene un grupo de amigos que lo protege con un asado y la asistencia cuando La Esquina se llena de gente. En horas cuando cae el sol, la magia cobra un sentido que trasciende las emociones, se materializa un sentimiento de fraternidad. En la completa soledad de un mapa que huele a tierra y olvido, la única luz que se ve desde lejos es la que emiten los flojos faroles de la querida pulpería. Es un verdadero faro que ilumina a este mundo con sonrisas y luces de amistad, charla y contención. La ONG Amartya, que trabaja para un mundo más sustentable, tiene su sede en un campo vecino; ellos también forman parte del escudo que protege a la vieja Esquina de Argúas.

Punto de encuentro

Don Generoso pasa sus días atendiendo y resistiendo, pero también trabajando en el campo. A sus ochenta años no reniega ni acusa dolores. Sus perros sin nombre lo siguen a sol y sombra. “Las vacas a veces me dan problemas”, reconoce. Su soledad es adquirida y aceptada, aunque pocas veces es tal. Una guardia de fieles gauchos lo acompaña. Por la noche, en su comedor, detrás de la pulpería, se calienta a baño María algún guiso carrero que ha quedado del mediodía. “La mulita es rica, pero como soy solo termino comiendo algún chorizo seco con queso. Vino, solo el justo y necesario”, reflexiona sobre su dieta. No mira televisión ni oye radio.”Tengo un teléfono celular, pero no le presto importancia. A veces lo siento sonar, pero ¿para qué voy a atender?”, se pregunta. Su mundo pasa entre las rejas, el mostrador y las estanterías, donde conviven una estampita de Jesús, un almanaque de 1989, un rollo de papel higiénico, un tarro de Puloil oxidado y un paquete de fideos de dudoso vencimiento.


Como hace dos siglos, la pulpería continúa siendo un punto de encuentro de una amplia llanura de pampa y silencio. Abre todos los días, y si la puerta está cerrada hay que aplaudir hasta que don Generoso escuche. Una de las rejas en el mostrador se sale de su base. “Es por donde paso las botellas”, afirma. El salón es pequeño, pero acogedor. “Cumplí mi sueño de grande, pero me gustaría organizar jineteadas”, se ilusiona.

Un cartel en una de las ventanas avisa que Roberto y Gladys se ofrecen para cuidar un campo. Una camioneta frena, bajan dos parroquianos, el protocolo es simple: primero y ante todo, el saludo. Don Generoso Villarino les sirve una picada y una cerveza fresca. Su historia se refleja en la poesía que sostiene desde el mostrador: “Que no hay más pulperías, ¿quién le ha contado? Arrímese a mi pueblo, venga, paisano, porque la vieja esquina sigue durando”.



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