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Opinión 15 de febrero de 2019

La próspera hipocresía

por Mariana Chendo

La popularidad se gana a likes, los emojis reemplazan a las palabras, el trending topic es el premio a nuestra lucidez líquida y los memes el castigo a nuestras bárbaras liquideces; el amor sucede entre carnes y artificios, los microchips se implantan en el cerebro y los mejores jugadores de Go son de silicio. A un dedo de distancia, la educación se proyecta inteligente y artificial, para enseñarnos la eficiencia del siglo XXI con la innovación a la médula del Leviatán virtual.

Mientras la educación aprende a aprender lo que el futuro anticipa incierto pero redentor, en la Península de Silicon Valley los ejecutivos de Google envían a sus hijos a tejer, escribir con tiza en pizarrones, practicar nuevas palabras jugando con una pelota y probar fracciones cortando manzanas.

El New York Times presenta el tema como la próspera hipocresía de una educación sin pantallas para los hijos de los creadores de las pantallas, porque “cuando se trata de sus propias familias (y del desarrollo de sus empresas) los nuevos másters del universo tienen un sentido diferente de lo que se necesita para aprender e innovar: es un proceso lento e indirecto, andando y no corriendo”. Para crear es necesario lo que el siglo XXI ha desterrado por inútil: la paciencia.

Hay que ser creativos porque estamos compitiendo con máquinas, flexibles porque los robots tomarán nuestros puestos de trabajo, empáticos para formar filas con los humanos supervivientes, hay que aprender a aprender lo que nos falta en vistas a la enormidad de lo que tememos. Mientras corremos, la próspera hipocresía: contra las redes virtuales, en la Península aprenden la lana; contra las pantallas, escriben con tiza; contra los serious games, la pelota y la palabra; contra los tutoriales, el cuchillo y la manzana. Mientras desesperamos por innovar, los creadores educan a sus hijos en la paciencia del tejido.

Hay en la Antigüedad una forma de inteligencia práctica propia del mundo animal llamada mêtis. Trenzar y entrelazar son sus palabras fundamentales: sogas, hilos, nudos, el valor de la red -de la caza, de la pesca o de la virtualidad-; la astucia de la inteligencia es el arte del tejedor, que trenza las redes mientras espera. La mêtis enseña que no se puede innovar sin ejercitar el tiempo de la paciencia; desde la épica de Homero hasta la didáctica de los tratados de Opiano, la Antigüedad nos enseña la paciencia como condición sin la cual no es posible ser hábil en el siglo XXI.

La educación para el futuro es el triunfo del rendimiento: hay que hacer, rápido, competente, eficaz, conectados y productivos, útiles aunque infértiles. Abajo del sistema, los residuos del apuro: lentos, incompetentes, repitientes, los inútiles improductivos. Mientras, en territorio alto, esperan su turno los herederos del tejido, educados a paciencia de ovillo y a polvo de tiza. Quizá, en la tiza del pasado haya mucho más que el polvo del olvido. La próspera hipocresía debería inquietarnos, pero estamos muy ocupados innovando.

(*): Licenciada en Filosofía. Directora Licenciatura en Ciencia de la Educación Universidad del Salvador (USAL).