La piel
por Mabel Fontau
Al principio se resistió a darle importancia. Era una leve comezón en algunas zonas de su piel, de a ratos molesta, eso sí, pero tolerable. Las cosas cambiaron cuando el escozor se fue propagando hasta ganar gran parte de su cuerpo. Seguramente, alguna reacción alérgica – pensó – No le quedaba otra salida, debía consultar de inmediato a un especialista.
El médico, que se veía bastante desconcertado ante el fenómeno, no le dio mayores explicaciones, y le recetó un ungüento que debía colocarse sobre las zonas afectadas, antes de acostarse todas las noches.
Luego de una semana, en la que el escozor parecía haber aflojado un poco, una mañana, al retirar el ungüento, notó que, junto con él, se desprendían también pequeñas partes de piel, y lo atribuyó a una consecuencia lógica del tratamiento.
Al cabo de un mes, ya las pequeñas escamas se habían convertido en largas tiras de piel seca que se desprendían cada mañana. Además, como la comezón parecía regresar por momentos, y a veces intensificada, dejó de colocarse el ungüento durante un tiempo. Pero todo fue inútil. El mal empeoró. Su vida se convirtió en una cruel tortura; el escozor era inaguantable, y se había extendido a todo su cuerpo. Por las noches le costaba mucho conciliar el sueño, y cuando ya lo había logrado, se despertaba presa de la desesperación, retorciéndose contra las sábanas, para aplacar ese endemoniado prurito que no se calmaba con nada. Ahora, todas las mañanas, grandes lonjas de piel, que se desprendían fácilmente de su carne, quedaban como cintas rugosas entre las sábanas. Su angustia, lindante con la locura, sólo encontró una salida: el regreso urgente al consultorio médico.
La mirada estupefacta del doctor la alarmó, y sintió en su interior un impulso desbordante de salir de su cuerpo y correr hasta fundirse en el aire increíble de la tarde. Con gesto de preocupación, pero muy gentilmente, él la invitó a recostarse en la camilla y, luego de sujetarla con unas ligaduras especiales, puso manos a la obra. Provisto de unas delgadas pinzas, y con sumo cuidado, fue desprendiendo y retirando las costras de piel seca. El ardor, que había ido en aumento llegó a convertirse en un dolor intolerable. Comenzó a retorcerse sobre la camilla en un intento desesperado por evadirse de sus ataduras. Quiso gritar, pero no pudo. Abrió la boca desmesuradamente, sacudiendo la cabeza, enloquecida, y sus dientes se hundieron con saña en la mano del facultativo.
El grito atrajo a la enfermera que llegó corriendo en su auxilio. Aunque se apresuraron a inyectarle el suero antiofídico, no pudieron salvarlo.