Sexualidad humana no es genitalidad ni comienza con la madurez de los sujetos. Freud descubre la sexualidad infantil y su cualidad perversa polimorfa, una sexualidad disarmónica, no unificada. La oralidad, la analidad, el placer de ver y por qué no de oír, así como el erotismo de los genitales se expresan en el autoerotismo infantil, desde el chupeteo a la masturbación genital. El disloque de la sexualidad está íntimamente ligado a la prematuración del bebé humano dependiente de los cuidados, la palabra y el deseo del asistente adulto, la madre en general, quien -sin saberlo- erotiza las zonas en las que reinará el placer de órgano. Es la constitución de las pulsiones parciales. Luego, con la inclusión en normas, en la legalidad, esas manifestaciones pulsionales van siendo sofocadas. Interviene el surgimiento de lo que Freud llamó diques o barreras: el asco, la vergüenza, la hipermoralidad, la compasión y el dolor. Son límites que dan lugar a un tiempo de latencia de la sexualidad, de represión, hasta el empuje biológico de la pubertad. La pulsión -a diferencia de la fijeza del instinto cuyo fin es la reproducción- permanece siempre perversa y parcial, aunque se vista con los ropajes de la ternura y el amor por otro, anide en las fantasías más íntimas y su destino alcance la obra de arte, las profesiones, la vida misma de un sujeto.
Sinuoso recorrido que constituye un sujeto y en el que ocurren accidentes inevitables. Freud ubica la causación de patología en lo que llamó series complementarias; un particular cruce entre factores constitucionales -congénitos o hereditarios- y experiencias infantiles, todo lo cual constituye una disposición. Los factores desencadenantes -accidentales- determinarán o no efectos patógenos. O sea: las series complementarias no designan fijación alguna entre sucesos concretos y sus consecuencias sino que encuadran la compleja causación de la salud y la patología, la que ubicaré -simplificando para facilitar la comprensión- como neurosis, psicosis o perversión.
Esta introducción, extensa aunque resumida, es necesaria para abordar un avatar particular: la perversión pedófila. Se expresa en la conducta sexual irrefrenable de un sujeto, con exclusividad o no, en relación con los niños. Es importante designar como pedófilo al sujeto que, dada su estructura perversa, actúa ejerciendo un poder que apunta a desubjetivar al niño, convertirlo en objeto. De este modo, he preferido la definición de abuso sexual infantil (ASI) de Mario Zárate (2000): “(…) comprende las acciones recíprocas entre un niño y un adulto en las que el niño está siendo usado para gratificación sexual del adulto y frente a las cuales no puede dar un consentimiento informado.” Esa posición de objeto es el resultado de la operación perversa sobre la dignidad del sujeto al que denigra y humilla.
El perverso pedófilo convierte en Ley propia a su deseo de gozar, más allá de los diques ya mencionados que él puede atravesar. Plasma una teoría acerca de su vínculo amoroso con infantes en la que incluye la supuesta disposición favorable del niño a las manipulaciones a las que lo somete. Se jacta de su saber sobre el goce y forma comunidades de pares, hoy favorecido por la proliferación de redes sociales y por la legítima admisión de la diversidad sexual en la que pretende insertar su perversión. No lo afecta ni la duda ni la culpa; él sabe, no vacila.
Estos agrupamientos incluyen a los abogados que los defienden cuando los casos se judicializan, a partir de denuncias de los niños y del soporte de las madres protectoras. Recurren a falsas teorías ya defenestradas, como el SAP (Síndrome de alienación parental) para culparlas de influenciar a sus hijos. En casos de abuso intrafamiliar, gracias a la ignorancia o a la complicidad de la justicia, consiguen incluso la reversión de la tenencia: la entrega de la víctima al victimario.
De su teoría, el perverso pedófilo excluye, sin embargo, los modos en que primeramente seduce al niño -regalos, atenciones, etc.-, lo encierra en un vínculo clandestino y luego -frente a cualquier negativa- lo amenaza y lo aterra para que se mantenga cómplice del secreto a ocultar. La condición de sometimiento y maltrato, como recurso exclusivo de satisfacción, merece -para Freud- el nombre de perversión en sentido estricto.
El niño sufre arrasamiento de su subjetividad cuando es víctima de abuso sexual. Le es imposible elaborar unas acciones que le producen sensaciones ambivalentes de placer y dolor y miedo y asco y vergüenza y culpa y … No entiende, no puede dar un sentido unívoco y convincente, para él, a lo que le sucede. Sólo cuenta con las significaciones que le ofrece su victimario acerca de la supuesta normalidad de ese mutuo amor y éstas no concuerdan con lo que experimenta. El pedófilo insiste en que son cosas que los adultos y los niños hacen, en que todo es normal y producto del amor, al tiempo que lo amenaza con matar a alguien significativo si no mantiene el secreto de esos intercambios supuestamente tan adecuados. Las consecuencias inmediatas son el anonadamiento que refieren los que pueden recordar y develar, la sensación de no estar del todo en la escena -lo que llamamos disociación- al servicio de tolerarlo. Asimismo, la pérdida de la confianza en la palabra misma determina serio daño en las víctimas. Las heridas son gravísimas, más aún cuando el perpetrador es un adulto significativo del que depende. Lo que es necesario destacar es que no por haber sido abusado en la infancia un sujeto está condenado a constituirse como perverso ni a repetir sobre otro este ejercicio desubjetivante. Este argumento sí es utilizado por los pedófilos y sus defensores que, de este modo, pretenden ubicarlos en el lugar de víctimas no responsables.
Sería tema de otra nota analizar por qué aumentan los casos de abuso sexual infantil. Es decir, la relación que este aumento tiene con condiciones sociales y culturales propiciatorias de subjetividades empujadas por el imperativo de gozar a cualquier precio.
(*): Psicoanalista. Miembro del staff de la Revista El Psicoanalítico.