La noche, un cuento negro
Por Jorge Luis Manzini
“Silencio en la noche, ya todo esta en calma,
el musculo duerme, la ambición descansa”
De “Silencio”, de Gardel, Lepera y Petorossi, 1932
Las tres de la mañana en la ciudad dormida. Nadie en la calle. Noche sin luna.
Para Juan, son cuatro cuadras desde el colectivo a casa. Como todas las madrugadas, vuelve del trabajo; se había entre dormido y se despertó justo llegando a la esquina en que debía descender; se frota los ojos cansados, respira hondo y baja.
Es la misma rutina de siempre. Salir muerto del restobar de medio pelo en el que se revienta en la cocina desde el mediodía; ir hasta la parada y esperar el colectivo, rogando que haya algún asiento vacío, porque a pesar de la hora se va llenando en ese barrio con otros iguales a él; bajarse como ahora, caminar las cuatro oscuras y desiertas cuadras hasta el departamentito; entrar haciendo el menor ruido posible para no despertar a Mecha, que se levanta poco después para ir a la fileteadora, ni a Yanina, cuatro encantadores añitos; desvestirse, casi arrancarse la ropa, y desparramarse en la cama conyugal cuidando de no molestar a su mujer.
Del trabajo sale muerto pero limpio, porque habían conseguido que el patrón les pusiera las duchas, para llegar a casa sin olores de sudor y de comidas fuertes, que se vuelven nauseabundos cuando es hora de dormir y no de comer; y con su ropa, no la grasienta de cocinero.
Su historia incluía años de boxeo en el club del barrio. Dos veces le habían roto la nariz, y las dos reaccionó con tanta violencia que sus rivales terminaron en el hospital y fue suspendido por varias peleas por inconducta deportiva. Es que los golpes, el sudor, la sangre, le desataban una furia que no podía controlar.
En cambio, en su vida cotidiana, con sus compañeros de trabajo, en su casa, se portaba como un señorito. Afable, dulce, tolerante. Lo bestial le brotaba sólo ante situaciones que en su mente evocaban el vértigo del ring.
Antes del empleo en el restaurant, donde ya venía ascendiendo de pinche a ayudante de cocina y últimamente cocinero, su físico trabajado en el gimnasio le había servido para conseguir un puesto de patovica en una disco, pero se tuvo que guardar después de los dos años que pasó a la sombra, por “lesiones graves” que les había causado a unos chicos que, un poco achispados, querían entrar a toda costa y no daban el perfil dibujado por el dueño.
En la cárcel había aprendido algunas técnicas de supervivencia entre malandras. Cuando todas las noches se baja del colectivo, hace el camino a casa en un alerta digno de un vigilante. Paso apretado, ojos que escrutan las sombras a izquierda y derecha, erizamiento de la piel y cejas enarcadas ante cualquier ruido imprevisto. El trayecto bordea una plaza donde sabe que va a encontrar chicos y chicas emborrachándose, drogándose, revolcándose, y que a la mañana, cuando pase de nuevo, encontrará botellas vacías, jeringas descartables, forros usados… Pero siempre llega demasiado cansado como para dar un rodeo.
Esta noche, luego de un día caluroso, pesado, particularmente agotador, se había demorado más en todo. Luego de desnudarse con mucha parsimonia, se había dado una ducha prolongada, fregándose bien por todos los rincones.
En las casas cuyos faroles exteriores están apagados pero en las que titilan unas lucecitas rojas que indican alarmas activadas tras las rejas, cuando pasa se van encendiendo y apagando automáticamente reflectores, todo lo cual recuerda que no se trata de una ciudad fantasma, sino que la gente decente está atrincherada, separada de los delincuentes y los escasos paseantes de la noche, en general laburantes como él, policías de a pie y en los patrulleros, y también travestis y prostitutas que todavía andan buscando clientes.
En eso, de un zaguán le salen al paso dos pibes encapuchados. No más de trece años. Se le vienen de frente, uno al lado del otro. En la mano temblorosa del más alto apenas reluce en la penumbra lo que parece la hoja de una faca. Perentorio, con cierto farfulleo, hablando muy rápido, denotando estar bajo efecto de vaya a saber qué estimulante, reclama: -¡Largá lo que tengas!
Juan no duda un instante. Se agazapa, separa las piernas, y lanza con la velocidad de un rayo dos certeros directos a la mandíbula, en un uno-dos sucesivo, con toda su potencia, de derecha e izquierda. Los chicos se desploman como peleles en el suelo, vereda embarrada entre los charcos que había dejado la lluvia que apenas alcanzó a refrescar algo una noche bastante agobiante. Dos knocks out casi simultáneos.
Y ya no se pudo detener. Empezó a patearlos con sus pesados zapatos, en la cabeza, en las costillas, en los huevos, en el vientre. Alternativamente a uno y a otro. Con saña de la que parecía disfrutar. Se estaba cobrando, parece, varias revanchas ¿con la vida? Los pibes giraban y se contorsionaban con los golpes, fláccidos e inertes. Cuando terminó de sacarse las ganas hizo corriendo el camino restante hasta su casa sin mirar atrás.
Sabía que los había matado.
Todavía muy excitado, una nube de pensamientos encontrados lo invadía y circulaba por su cabeza sin ton ni son.
Entró silenciosamente y sin prender ninguna luz; a tientas, se fue derecho al baño, abrió la ducha y se metió con camisa y pantalón, para no echarlos roñosos en el canasto de la ropa sucia. Ya vería qué le explicaba a su mujer al respecto luego. Se fue sacando prenda por prenda, y el agua caliente que resbalaba por su cabello, su nuca, espalda, miembros, lo iba relajando poco a poco.
Se acostó sin hacer ruido y con cuidado de no despabilar a su cónyuge, pero no logró pegar un ojo.
¡Dos muertes! De delincuentes, pero menores. ¡¿Cómo zafar?!
En realidad, no se había cruzado con nadie más, el entrevero fue casi sin ruido, y dado que había llegado como media hora más tarde que de costumbre, los de la parada, el chofer y los demás ocupantes del colectivo eran desconocidos.
Los puños no le habían sangrado al pegar –era un experto-, los zapatos podía quemarlos o tirarlos donde nadie los encontrara…
Cuando sonó el despertador y Mecha saltó de la cama, se hizo el dormido. Cuando se levantó él, Yanina dormía aún.
Se obligó a tomar el frugal desayuno que era también su almuerzo, llegó su suegra que cuidaba a la niña hasta el regreso de Mecha, y se fue al restaurant como todos los días.