.
Está visto que la eficacia del mercado para producir riquezas es directamente proporcional con su incompetencia a la hora de distribuirlas. El fabuloso crecimiento económico que genera por medio de la producción en escala y la comercialización sin fronteras -que de eso trata en esencia la llamada globalización-, tiende necesariamente a maximizar las ganancias y a minimizar los costos. A cambio se supone que este enriquecimiento exponencial de algunos sectores traerá necesariamente un mejoramiento en el nivel de vida de la población en general a través del llamado “efecto derrame”. Lo cierto es que a esta altura de los hechos esa aparente ecuación de bienestar y riqueza cada vez se verifica menos y, por el contrario, se observa que a medida que sube la prosperidad también crece la desigualdad por lo cual hay cada vez menos gente posibilitada de adquirir los bienes que se producen, agudizándose las contradicciones sociales. La inevitable tensión que generan estas dos variables se puede ver no sólo en las sucesivas crisis financieras que periódicamente estallan en la economía mundial -México, Sudeste asiático, Rusia, Turquía, Argentina, Brasil, España, Portugal, Grecia, Irlanda… y la lista sigue-, sino también en la creciente magnitud del número de excluidos en nuestros países. Esto pone en jaque la continuidad del propio sistema.
Se trata de una realidad que quienes gobiernan al mundo obviamente no ignoran y parecen no querer, no saber o no poder modificar. En definitiva, responsables en la construcción de un tiempo de pobreza, desigualdad e injusticia, están obligados a tomar opciones necesariamente contrapuestas: o un mejor reparto de los bienes -la actual producción de alimentos es suficiente como para que viva con holgura el doble de la población de la tierra- o bien la reducción de los comensales que se sienten a la mesa grande de la vida. Si no se quiere distribuir, habrá que achicar la población. Y si es de los más pobres mejor aún porque con ello disminuirá también la mera posibilidad de reclamos y rebeldías. En fin, el sueño de un “mundo feliz”. Eso sí… para pocos.
La elección egoísta, que todo parece indicar es el camino que algunos han decidido transitar, torna inevitable echar mano a soluciones más directas y eficaces como la despenalización y facilitación del aborto en cualquier tiempo de la gestación, sea por la vía legislativa o judicial, las esterilizaciones, la distribución masiva de microabortivos; y la lista sigue…
Que nazcan menos
Si agotado el catálogo sigue “sobrando” gente siempre quedará el recurso de una nueva guerra en cualquier rincón, preferentemente subdesarrollado, del ancho mundo.
En otras palabras, que nazca la menor cantidad posible de chicos para tornar sustentable y perpetua la inequidad.
En los años ’70 legiones de argentinos veíamos con deleite una película de culto: “Sangre de Condor”, del director boliviano Jorge Sanjinés. El argumento, a grandes trazos, refería la historia de unos enviados por alguna de las incontables “agencias de ayuda” que por entonces florecían, llevando ayuda humanitaria a Bolivia. Asistíamos a escenas grotescas de jóvenes nativos calzando zapatillas tres números más grandes, camisas de dudoso gusto y peores colores, etc. Pero, en medio del regocijo, ocurrían otros asuntos bastante más serios. Las mujeres de las poblaciones originarias, con el pretexto de recibir vacunas para inmunizarlas de diversas enfermedades, en realidad eran esterilizadas para impedirles para siempre la concepción. Enterados los hombres del pueblo, el escarmiento tronó en menos de lo que canta un gallo y el final, recibido con aplausos y vítores por las plateas de la época, mostraba a los cooperantes regresando a su país pero con sus atributos masculinos definitivamente disminuidos. Por decirlo de una manera elegante.
Galeano y el control de la natalidad
Y cuando salíamos del cine leíamos con pasión las páginas proféticas y difícilmente refutables de Eduardo Galeano en “Las venas abiertas de América Latina”, libro de culto de toda una generación y hasta el día hoy, en las que se describían con lujo de detalles los planes de “control de la natalidad” que desde hace décadas ilusionan a los déspotas ilustrados de los países centrales con la perpetuación de la injusticia en estas tierras y, da escalofríos decirlo, el “control del conflicto social” resultante en los úteros de las madres antes que en las calles y los campos de nuestra América Latina.
Ese era el destino que reservaban a nuestros países los Rockefeller y los McNamaras de entonces y de ahora.
Como se verá, nada nuevo bajo el sol, de los filmes bolivianos y las obras literarias de entonces a las exigencias más o menos ocultas contenidas en los TLC (Tratados de Libre Comercio) y los acuerdos con los organismos internacionales de crédito -a la manera del FMI- de nuestros días. En ese marco, será preciso recordar una vez más la valiente y ejemplificadora decisión del presidente Tabaré Vázquez, que no profesa ninguna fe religiosa vale recordarlo, vetando la ley de autorización del aborto votada por el parlamento uruguayo, motivado en sus profundas convicciones en defensa de la vida como ser humano y como médico de profesión.
Llegado a este punto da pena ver cómo sectores en apariencia “progresistas” y “políticamente correctos”, por ingenuidad o con premeditación, no hacen otra cosa que servir funcionalmente al mismísimo imperialismo internacional del dinero al que públicamente dicen detestar. Las coincidencias entre sus posiciones y las de las más poderosas multinacionales informáticas, farmacéuticas o mediáticas, resultan asombrosas. Una vez más verificamos en todo su esplendor la vieja moraleja histórica de los extremos que se juntan.
Atender la vida nacida
Claro que siempre será conveniente diferenciar la sincera defensa de la vida por nacer, de las hipócritas conductas oportunistas -los años noventa han sido pródigos en ejemplos de esta clase- que sólo persiguen el rédito mezquino de una declaración de circunstancia cuando, a renglón seguido, se desentienden por completo de la vida nacida.
Los niños en involuntario ayuno de pan, techo y escuela, los jóvenes vegetando sin futuro y sin esperanza y los ancianos librados a su suerte, no preocupan ni interesan a esos personeros. En términos de autoridad moral no puede haber sitio para los dobles discursos: la defensa de la vida comienza ciertamente desde la concepción en el seno materno pero continúa en todo tiempo y hasta el fin natural de sus días.
Sea como sea es curioso que los planificadores no lo hayan advertido antes pero, más temprano que tarde, habrán de tropezar con una verdad tan natural e inevitable como la vida misma: La cantidad de niños que vengan al mundo no es una cifra que esté reservada a las corporaciones o a los imperios de turno por poderosos que crean ser. Ese número es propiedad exclusiva del amor.
(*): [email protected]