No sé si se habrán fijado, pero el recurso es insistente: todo puede convertirse en dato. Estamos en una etapa donde se inventaron tantas formas de medir, donde todo es mensurable, que las cantidades se presentan como argumentos. Y como podemos medir, medimos.
Lo hacemos con la cantidad de gente que llenó las plazas, y sobre eso ensayamos una conclusión. Miramos likes, reproducciones, analíticas de web, métricas de Facebook, trendings topics de Twitter. Sumamos hashtags, (que no de casualidad empiezan con un numeral). Hacemos diseños experimentales, muestras probabilísticas, sondeos. Encuestas en redes, formularios web, bases de datos, data mining, data maitenance. Hacemos como que objetivamos, inferimos, deducimos, proyectamos. Extraemos variables. Usamos la IVR (que es cuando te llama por teléfono una máquina), tenemos la medición directa, la indirecta, la boca de urna, la escala, el diferencial semántico, las rúbricas. En el deporte, por ejemplo, el dominio de la estadística llega a ser insoportable: siempre que estos equipos jugaron en el mes de julio, empataron. Tal jugador mete más goles en el primer tiempo que en el segundo. Desde 1987 no se da vuelta un resultado faltando 36 minutos. Y a todo eso se le da un criterio de verdad atendible.
Medimos. Porque podemos.
En la política, desde siempre, el número da derechos. En esas encuestas pre electorales que circulan convenientemente antes de los cierres de listas, quien detenta el número puede empezar a jugar en la maquinaria de los que deciden, pues “tiene los votos” (que aún no tiene, por cierto). Eso es así desde siempre.
Pero el fetichismo del número no se agota en eso. La capacidad enorme de medición ha dado paso también a una operación discursiva que se extiende en casi todos los ámbitos: asimilar la precisión del número a un argumento. Así, el hábil declarante reduce el problema a su estadística: logramos tres puntos por encima de tal promedio, lo que nos permite concluir que empezamos a transitar la senda del crecimiento. La comparación interanual nos acerca al estándar internacional. La repercusión espontánea en las redes nos demuestra el apoyo popular. Se ganó la batalla de la calle, por la contundencia de la cantidad.
El efecto discursivo es de objetividad, es la solidez de un dato concreto. Sin embargo, alguna contradicción hay en eso: un número es una abstracción que no representa nada distinto de sí misma, expresa una cantidad o una magnitud, pero no un sentido diferente. Entonces, describir una gestión con números habla más de las formas de medir que de los resultados.
Por eso, cuando los números se equivocan, como ocurre desde hace un tiempo en las elecciones, atónitos, los cultores de la objetividad del dato no saben bien qué decir, aunque no tienen tanta culpa como los que le atribuyen sentido a aquello que, en sí mismo, no lo tiene.
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