En su retirada el intendente recibe de propios y extraños la crítica y el rechazo que supo construir en cuatro años de caprichos, desprecios y soberbia. Lo espera la historia.
Por Adrián Freijo
Cuenta una leyenda urbana que cierta mujer de fuerte carácter resolvió que tras su muerte sus cenizas fueran colocadas junto a un jazmín que crecía, fuerte y luminoso, en el jardín de su casa. A las pocas horas de impartida la manda, la hermosa planta se marchitó y pasó a ser historia. Los parientes de la azorada dama repetían divertidos que ni la flor quería tenerla cerca y había preferido suicidarse a compartir la eternidad con la dama.
Algo semejante ocurre por estas horas en las cercanías del saliente jefe comunal. Los pretextos y explicaciones de sus colaboradores para despegar del incómodo personaje recorren un espinel de justificaciones que van desde el «me equivoqué al creer en este hombre» o «yo estaba acá como parte de un acuerdo político entre las fuerzas de Cambiemos» y hasta el más duro «se dejó manejar por su entorno y además es caprichoso y cerrado». Hay otras, de tono más subido, que preferimos omitir en homenaje al buen gusto periodístico y la sensibiidad del lector…
Lo cierto que a horas de entrar en la historia, que ya nos tiene acostumbrados al capricho de sus interpretaciones, no solo la ciudadanía abandonó a Carlos Fernando Arroyo sino que quienes deberían dedicar su tiempo a la defensa de lo realizado solo buscan alejarse de su cercanía, descalificarlo como conductor y funcionario y descargar sobre su legado el cruel mazazo del desprecio, la crítica más áspera y la negación.
Viene para el intendente un tiempo de complicadas lides judiciales, de esa intemperie política que deviene de la pérdida de poder y la ausencia de prestigio, pero sobre todo la angustia de la ingratitud de los propios. Si es que se puede considerar como tales a muchos de los que hoy lo abandonan después de haberse beneficiado con las arbitrariedades y despilfarros presupuestarios que caracterizaron su paso por el municipio y que además fueron protagonistas de las peores delaciones y conspicuos generadores de chismes, traiciones y filtraciones informativas que tenían como fin el miserable refugio del «yo no fui».
Arroyo fue un mal intendente pero además un errático conductor. La entrada y salida de funcionarios de su gabinete, las descalificaciones grandilocuentes que siempre siguieron a elogios desmesurados, el destrato al que sometió a quienes caían en desgracia y las marchas y contramarchas que caracterizaron su tiempo, tienen ahora el pago que siempre merecen quienes se sienten el centro del universo y utilizan el poder para beneficiar a los más cercanos sin cubrir las espaldas de los leales.
Tuvo a su lado gente que, con mayor o menor capacidad, se mantuvo tratando de justificar lo injustificable, cubrir sus espaldas frente a los disparates y buscar soluciones allí donde la compulsión confrontativa del lord mayor generaba conflictos innecesarios. Pero su estrecha mirada política no le permitió separar la paja del trigo y condenó a los fieles a la soledad y al precio de sus constantes incoherencias.
Ahora solo le queda esperar el paso del tiempo y ese juicio de la historia del que hablábamos más arriba, sin que las expectativas sean para generar entusiasmo.
Quizás la historia, como el jazmín suicida, prefiera no tenerlo cerca como parte de su devenir…