La gente anda leyendo: Mi propio Dorian Gray
Un encuentro de dos amigos después de muchos años abre las puertas de un intrigante episodio similar a la novela "El retrato de Dorian Grey" de Oscar Wilde.
Por Dante Galdona
Mientras camino por la plaza Mitre, entre la bruma imperdonable de un otoño arrollador, una figura se acerca de frente. Es llevada por un perro que tensa una correa. Lo conozco, no al perro, al hombre tironeado. Es un amigo de aquellos años de facultad, al que la vida se lo fue llevando por caminos alejados de los míos, o a mí de los de él. Veinte años de caminar para otro lado, veinte años de la última charla en la que nos despedimos como si fuéramos a vernos al día siguiente.
Después de un abrazo saltado diciéndonos las cosas que se dicen dos buenos amigos después de veinte años de no verse, cuando la intensidad baja, nos miramos. Está igual. Veinte años después está igual, salvo por la correa y el perro. Entonces es inevitable:
—Parecés Dorian Gray.
Entonces se ríe como hace veinte años, como ayer. Me dice que volvió hace un tiempo a la ciudad, que pase por la casa para ponernos al día. Le digo que tengo miedo de ver el retrato envejecido, pero que voy a ir.
Al otro día estoy en su casa, la de sus padres, que ya no viven. Es la primera angustia después de la alegría del reencuentro. El tiempo pasa, para mi Dorian Gray personal y para todos.
Unos mates y una charla nos ponen en frecuencia melancólica. Nos damos cuenta que ambos dejamos de frecuentar el grupo de amigos, más allá de algunos encuentros espaciados, de alguna llamada telefónica, de alguna charla por redes sociales. La necesidad de reencontrar a la monada se hace inevitable y empezamos a organizarnos. Uno en Estados Unidos, otro en España, otros ni idea.
¿Por qué el tiempo?
Cuando al fin logramos poner fecha nos sentimos satisfechos. Pasan algunos meses en los que mi Dorian Gray y yo nos seguimos viendo.
Llega el asado y es en su casa, una guitarra, pelados irreconocibles, canosos facheros, gorditos cerveceros y todo vuelve a ser como antes: el bourbon que trajo el yanqui, una bota que trajo el español, el cigarro cubano de algún viaje, las canciones nunca terminadas, las bromas antiguas.
Cuando el humo de los puros invade el ambiente, el whisky se empieza a sentir escaso y las panzas llenas, busco el baño -no recuerdo dónde estaba- y por error abro la puerta de la habitación de mi querido Dorian. Está exactamente igual: un póster del Indio Solari con Skay atrás, la biblioteca con los mismos libros, los CD y los casetes. Me acerco al póster, asombrado y melancólico, lo intento tocar y se cae. Tras de él, el dibujo de su retrato en la pared que le había hecho su novia de entonces. Barba canosa, pelado.