La gente anda leyendo: Llorar es contagioso
Una melancólica escena en un café que dispara, con el trasfondo de la novela "La borra del café", de Mario Benedetti, un llanto contagioso.
Por Dante Galdona
Ella deja el libro sobre la mesa, sobre el libro apoya los anteojos. Y llora. Más que cuando estaba leyendo, como si hubiera contenido todas esas lágrimas hasta terminar la última página. Es un llanto que acumuló y que ahora ya puede salir, limpiarla, sacarle el peso del alma. Se tapa los ojos, se los seca inútilmente porque hay más llanto que brota desde adentro.
Todos la miran: el mozo que no se anima a llevarle la cuenta que pidió, la pareja de la mesa de al lado que reía mirando videos de TikTok y que ahora, con culpa, advierten que no está bien la risa cuando alguien llora. La mira el nene que ya se le escapó a la mamá por cuarta vez.
Se le acerca, se le apoya en la pierna y le sonríe mientras ella, aún con la cara mojada, le ofrece una sonrisa especial y se pone aún más linda de lo que es. Ver a alguien llorar y sonreír al mismo tiempo es una de esas experiencias humanas más profundas, dos puntos opuestos de las emociones confluyendo, en un cuerpo que elige luchar contra la muerte con ambas fortalezas.
El libro en cuestión es “La borra del café”, de Mario Benedetti, ese entrañable uruguayo al que mucha parte de la academia considera un escritor no del todo estudiable, como si no alcanzara ciertas calificaciones. Esa crítica que nunca supo emocionar a nadie como a esta chica y a tantos otros, yo incluido.
Intento adivinar si la niña de la higuera, original metáfora de la muerte, es la responsable de su angustia; si la lleva a algún lugar de su historia personal o si simplemente ella es una de esas personas que no necesitan identificación directa para emocionarse.
Quiero levantarme de la mesa y decirle que me pasó algo similar cuando lo leí, que no podía dejar de pensar en mis seres queridos que se habían ido, que por mucho tiempo pensé la muerte como una tierna niña en una higuera. En fin, quiero decirle que yo también, a todo yo también. Pero me inmoviliza mi propia angustia recobrada después de casi treinta años de haberlo leído.
Ahora ambos lloramos y descubro que el llanto, al igual que la risa, son contagiosos.