De todas las mermeladas que voy alternando en mi desayuno, la que más alegrías me da es la de frambuesa; me gusta sin excesivo dulzor, con un puntito de acidez que me recuerda el sabor natural de la fruta; también me gusta su aspecto, su color. Es importante, insisto, que no resulte empalagosamente dulce.
En los últimos meses, desde que di con una marca que me convenció, me he vuelto adicto, a la hora del postre, del helado de frambuesa. Volvemos a lo mismo: me encanta el punto ácido, que me trae aromas boscosos, pratenses, de climas templados y lluviosos.
Sí: me gustan las frambuesas. Manipuladas, como en los casos anteriores, o tal cual, con su sabor a bosque inglés; los ingleses son muy amantes de esta fruta roja, que no es una baya, sino una polidrupa. Se cultiva fácilmente y, si se le deja, invade los espacios próximos.
Los científicos la llaman Rubus idaeus. Linneo lo tomó del latín rubus, que puede derivar de zarza, en tanto que el nombre específico hace venir la frambuesa del monte Ida. Bien, pero, ¿de cuál? Porque hay dos montes con ese nombre: uno en la actual Turquía, el otro en Creta,
Ambos tienen fuerte carga mitológica. El asiático dominaba la antigua Troya y, por si fuera poco, de él mana el río Gránico, donde Alejandro disputó y ganó su primera batalla contra los persas. El monte Ida fue usado por los dioses olímpicos como observatorio de la guerra de Troya, cuando no estaban tomando parte en ella.
Zeus secuestró a Ganimedes en ese monte para hacerlo su amante y el copero de los dioses. El juicio de Paris, que desencadenó la guerra, se produjo también en el monte Ida, donde pasó su juventud quien acabaría siendo amante de Helena y matador de Aquiles. En fin.
En cuanto al monte cretense, tiene menos historias, pero la que tiene es más que suficiente: allí nació el mismísimo Zeus, allí fue ocultado para que su padre, Cronos, no lo devorara, y allí fue amamantado por Amaltea, que no está muy claro si era una ninfa… o una cabra.
Pero ya ven lo que llega a llevar dentro una frambuesa. Apetecen más cuando se sabe, como decía Bertrand Russell.
Ahora, cuando cada vez hay más gente que, en los aliños, sustituye el vinagre por jugos cítricos, se aprecia el vinagre de frambuesa. Nada que objetar, si está bien hecho. Evidentemente, el aroma de la frambuesa debe ser muy perceptible, de modo que tengan cuidado con el vinagre que usen como base.
Descarten los muy poderosos, como el de Jerez, o los dulces, como el de Módena. Un vinagre de manzana será perfecto.
No se trata de hacer vinagre con las frambuesas, sino de aromatizar con ellas uno ya existente. No se compliquen la vida: usen frambuesas muy limpias, macérenlas un mes en el vinagre y cuelen, sin presionar, el líquido resultante: quedará limpio, brillante y aromático.
Claro que quien dice aromatizar un vinagre con frambuesa puede decir aromatizar otra cosa. Ustedes vacíen en un recipiente una botella de buen espumante. Añadan medio kilo de frambuesas bien limpias. Dejen así las cosas, en la heladera, al menos un par de horas.
Prueben el líquido resultante; si son muy golosos, pónganle un poco de azúcar, pero yo no se lo recomiendo. Tendrán ustedes la sangría más maravillosa que puedan imaginar.
Una sangría que, de alguna manera, está ligada al mismísimo Zeus, padre de los dioses, entre ellos del mismísimo Dionisos, padre del vino y, a medias con Dom Perignon, de los grandes espumosos. Cómo no va a estar buena.
EFE.
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