Miércoles 22 de diciembre de 1976. Nueve de la noche, 90.000 personas se apiñan en el Cilindro de Avellaneda, un récord absoluto de público en un estadio de fútbol. De un lado, el Boca de Juan Carlos Lorenzo, campeón del Metropolitano 1976. Del otro, el River de Angel Amadeo Labruna, bicampeón 1975. En el medio, el árbitro Arturo Andrés Ithurralde. Muy cerca, un hombre con cinta de capitán que dos horas más tarde conocerá el cielo y ocho años después, el infierno. Y alrededor de esa caldera blanquiceleste y circular, un país aparentemente tranquilo pero sumergido en las tinieblas de una dictadura naciente.
Ithurralde mira a sus jueces de línea y recibe el visto bueno. “El Loco” y “el Pato” Fillol, los dos mejores arqueros del país, aprueban con el pulgar hacia arriba. La televisión tiene listas sus cámaras. Los relatores se aprestan a iniciar la transmisión. La multitud se estremece. No hay más tiempo: Ithurralde sopla como si fuera la última vez. Arranca LA FINAL. (Diego Estévez, La Final, Editorial Aguilar).
Esa fue la final. La única.
Aunque ahora estamos entre finales interplanetarias. Porque chocan los planetas del fútbol. Porque indudablemente Boca y River protagonizan hasta el 24 de noviembre los choques más importantes de la historia de clubes en el mundo. Porque nunca el “derby” más fuerte de una de las cinco potencias futboleras más célebres del mundo fue nada menos que el choque decisivo de uno de los dos torneos continentales más grandes. Lo más cerca es la final Real Madrid – Atlético de Madrid en la Champions, pero ese no es justamente el clásico más importante de España, sino el segundo en importancia detrás de Barcelona – Real Madrid. También se lo puede considerar próximo el Milan – Juventus de la Liga de Campeones, pero no es precisamente un “derby”, sino un enfrentamiento entre dos de los más fuertes equipos de una de las ligas más tradicionales.
Todo eso es así y estos son los dos partidos más importantes en la historia de clubes del fútbol mundial. Pero aquella seguirá siendo LA FINAL. Porque aquel detalle del partido único, del estadio neutral dividido exactamente por partes iguales en cantidad de hinchas. Y porque como dice el gran Alejandro Dolina en Olé: “Esto no borra nada. Lo que pasó, pasó. El alma humana no funciona así: Me gano la lotería pero se muere un tío…”.
Boca, el equipo de Juan Carlos Lorenzo, con Gatti; Pernía, Sá, Mouzo y Tarantini; Veglio, Suñé y Ribolzi; Mastrángelo, Taverna y Felman.
River, el conjunto de Angel Amadeo Labruna, con Fillol; Comelles, Perfumo, Passarella y Héctor López; Juan José López, Merlo y Alberto Beltrán; Pedro Alexis González, Leopoldo Jacinto Luque y Oscar Más.
Aquella final no se borra y seguirá siendo única. Un estadio con 90.000 personas, 45.000 de Boca, 45.000 de River. Con 350 efectivos, contra los 2000 de ahora. Y está la historia mítica de aquel “gol fantasma” de tiro libre. Porque es uno de los seis, siete u ocho tantos más importantes de la historia de Boca (junto a los dos de Palermo a Real Madrid, un par de Román en las finales a Gremio de la Libertadores 2007 y por ahí el de Donnet a Milan o alguno de la Intercontinental ante Borussia) pero la videoteca del Museo del club no lo puede mostrar porque no quedó registro fílmico. La dictadura también arrasó con eso. Copias que se quemaron o se tiraron. Y ese es el gol perdido. La leyenda cuenta que lo tiene guardado algún periodista. O que lo hizo quemar el almirante Lacoste, reconocido hincha de River. Lo cierto es que solo hay fotos del tiro libre de Suñé que definió la única final superclásica mano a mano de la historia, a un solo partido, en cancha neutral. Y el mito se agranda por las formas.
Porque Ithurralde nos contó siempre en Mar del Plata, en cada rica charla de café en su estadía final en la ciudad, con detalles y verborragia, como fue la historia. El convocó a hacer el sorteo en el vestuario porque en la cancha sería un caos con los fotógrafos, y el capitán de River, Roberto Perfumo, le pidió si se podía jugar rápido en los tiros libres, es decir, sin esperar “la orden” del árbitro. Increiblemente quien aprovechó ese pedido, con una “avivada”, fue “el Chapa” Suñé, quien, a los 27’ del segundo tiempo, hizo rápido el tiro libre cuando escuchó el grito de “¡juegue!” de Ithurralde, agarró a la barrera de River en formación y a Fillol caminando y clavó la pelota en un ángulo.
“Tengo perfectamente registrado el fogonazo de los fotógrafos cuando la pelota le entra a Fillol por el palo izquierdo y yo lo primero que hago, en lugar de festejar, es mirarlo a Ithurralde para ver si marca el centro de la cancha” rememora un prestigioso periodista de este tiempo que estuvo como hincha aquel día en la parte alta del Cilindro, en la popular de Boca, Eduardo Aliverti.
Fue el gol fantasma. Pero fue el gol de oro. El que definió LA FINAL. Ahora se están jugando LAS FINALES. Son más importantes para el mundo, pero no son iguales a aquella única final. La historia no se borra. En todo caso, se sigue escribiendo, con nuevas páginas memorables.
(*): Desde Buenos Aires | @vitomundial