La fiesta de todos: de la semilla a la concreción
El espinoso camino que se recorrió para organizar el Mundial de Argentina 1978.
Funcionarios de la organización recorren las obras del estadio "Ciudad de Mar del Plata". En la imagen puede apreciarse la estructura de techo que, se explicaba en aquella época, costó poco más de un millón de dólares.
Por Marcelo Solari
El 6 de julio de 1966, exactamente cinco días antes del inicio del Campeonato Mundial de fútbol de Inglaterra, la FIFA, a través de su 35º Congreso celebrado en Londres, le otorgaba a Argentina el derecho a ser anfitrión de la XI Copa del Mundo, en 1978. Podría decirse que fue una adjudicación directa porque no hubo contendientes. El otro anotado en esa carrera por obtener la sede, Mèxico, se autoexcluyó, ya que dos años antes, en 1964, había sido designado para organizar el Mundial de 1970.
Así, mientras el seleccionado “albiceleste”, un muy buen equipo dirigido en ese entonces por el “Toto” Juan Carlos Lorenzo, arrancaba su tránsito deportivo en el certamen británico, el país comenzaba su otro campeonato: un largo camino organizativo a doce años vista para desembocar en la “justa deportiva sin igual”, tal como rezaría el Himno (o Marcha) representativo de aquel inolvidable Mundial ’78.
Daniel Passarella con la Copa en alto, la idolatría por Mario Kempes, su potencia y sus goles, las atajadas imposibles de Ubaldo Fillol, el Gauchito como mascota oficial, los estadios llenos y la pasión popular son imágenes que permanecen en la memoria, imborrables, y remiten a un éxito mayúsculo por dondequiera que se lo analice. Claro que esas mismas imágenes, al mismo tiempo. soslayaban otras cuestiones, mucho más tenebrosas, que al menos por esos 25 días de fiesta (del 1 al 25 de junio) quedaron ocultas bajo la superficie de la proclama que, para los ojos y oídos del mundo, afirmaba que éramos “derechos y humanos”.
El Mundial de Argentina ’78, qué duda cabe, fue un éxito desde todo punto de vista. Ni hablar desde lo futbolístico. Pero también, como objetivo-estrategia política de la Junta Militar que gobernaba el país. Y, presupuesto descontrolado al margen, también resultó un suceso desde la organización. Acaso por ese plus que nos caracteriza a los argentinos, de poder extraerle jugo a las piedras en situaciones límite y nos permite salir indemnes aún cuando el culto a la improvisación resulte una marca en el orillo imprescindible. No fue perfecto, claro. Ni de cerca. Pero el examen fue aprobado con buena nota, al decir de propios y extraños.
Por supuesto que, como corresponde a la argentinidad en su más pura esencia, el camino hacia el Mundial propio no fue precisamente un plácido paseo de fin de semana, sino, más bien, una interminable vuelta en la montaña rusa más alta e intrincada que pudiera existir.
Por empezar, a lo largo de todo ese período de doce años transcurrido entre la adjudicación de la sede y el inicio del Mundial, Argentina tuvo nada menos que ocho presidentes diferentes, cuatro de ellos, de facto.
Pocos días antes de recibir la noticia de que la candidatura “albiceleste” había llegado a buen puerto, había sido depuesto Arturo Humberto Illía. Y lo sucedieron Juan Carlos Onganía, Roberto Levingston, Alejandro Lanusse, Héctor Cámpora, Raúl Lastiri, Juan Domingo Perón, María Estela Martínez de Perón y Jorge Rafael Videla.
En rigor de verdad, poco y nada se había avanzado en el aspecto organizativo hasta la irrupción en el poder de la Junta Militar, el 24 de marzo de 1976. De hecho, algunas voces dentro del gobierno dictatorial se mostraban abiertas a declinar el derecho a celebrar el Mundial en el país, especialmente por condicionamientos económicos.
Pero la codicia y la enorme posibilidad de utilizarlo políticamente pudo más que la prudencia, y se decidió seguir adelante. A como diera lugar.
En efecto, la Junta Militar no reparó en destinar recursos de toda clase (¿cómo se supone que iba a tener algún tipo de reparos por algo?) para que la Copa del Mundo fuera una realidad que permitiera mostrar al mundo nuestra mejor imagen.
El presupuesto original, más bien prudente, se disparó hasta cifras exorbitantes, para hacer frente a obras cuya administración y ejecución estuvieron a merced de los más altos índices de corrupción. No hay números veraces “transparentes”, pero se estima que el Mundial Argentina ’78 le costó al país unos 520 millones de dólares. Un disparate para la época, máxime para una nación que atravesaba numerosos problemas de diferente origen y navegaba hacia un destino tan incierto como sangriento.
Corrupción escrita con sangre
La ambición sin límites de muchos de los personajes siniestros que participaron en las tomas de decisiones derivó en sucesos de gravedad extrema. Por supuesto que no faltaron las luchas internas de poder en el propio seno de la Junta Militar, ya que la Armada planeaba ostentar el control de maniobra -y de fondos- del Ente Autárquico Mundial 78 (EAM 78), que se convertiría en una fétida fuente de corrupción.
Sin embargo, fue el presidente Videla quien designó al general Omar Actis al frente del ente organizador. La resistencia de los marinos sólo aceptó a cambio de que el capitán Carlos Alberto Lacoste asumiera como segundo al mando. La convivencia entre ambos militares se hizo insostenible, hasta que luego de una áspera discusión derivó en la sugerencia a Lacoste de que se mantuviera al margen.
A las 9.30 del 19 de agosto de 1976, el auto particular de Actis fue interceptado por un grupo comando que lo fusiló con varias ráfagas de ametralladoras.
Pese a que el atentado fue adjudicado -no podía ser de otra manera- a un grupo subversivo, las sospechas siempre recayeron sobre un operativo orquestado por la Armada para que a Lacoste le quedara libre el camino. Así sucedió. Y nunca se pidió una investigación sobre el asesinato.
A la distancia, ese hecho, como tantos otros, estremecen. No fue el único, por supuesto. El precio por la “fiesta de todos” que condujeron los más oscuros, nefastos e inescrupulosos gobernantes de turno, no se pagó sólo generando una deuda multimillonaria a las arcas del país, sino también con elevadas dosis de sangre. De los propios militares, de los montoneros, de los inocentes desaparecidos.
Las explosiones de júbilo popular que despertaron el fútbol y los goles del equipo de César Luis Menotti para obtener el primer título mundial “albiceleste” actuaron como una perfecta distracción para disimular tanto horror.
Para recibir a los otros quince seleccionados participantes en Argentina ’78, las ciudades sedes elegidas fueron cinco, aunque en una de ellas, Buenos Aires, se utilizaron dos estadios.
Mar del Plata no estuvo en la consideración inicial, ya que se había propuesto originalmente a San Miguel de Tucumán. Sin embargo, esa idea fue desestimada por la Junta Militar, a causa de que en el denominado “Jardín de la República” subsistía una de las células guerrilleras más resistentes.
En consecuencia, a las elecciones de Buenos Aires, Rosario, Córdoba y Mendoza, se agregó la ciudad turística por excelencia de todos los argentinos. Así, se evitaba que algún tipo de conflictividad armada latente en tierras tucumanas quedara expuesto ante los ojos del mundo y, por añadidura, se disminuía la distancia entre las diferentes sedes.
Los requerimientos de la FIFA hicieron menester remodelar tres escenarios: los porteños de River Plate y Vélez Sarsfield y el “Gigante de Arroyito” de Rosario Central. Y construir desde cero otros tres: el Chateau Carreras, de Córdoba (hoy, “Mario Alberto Kempes”), el Mundialista de Mendoza (hoy, “Malvinas Argentinas”) y el “Ciudad de Mar del Plata” (hoy, “José María Minella”).
Según algunas investigaciones, cobró fuerza la versión que indica que los planos del estadio mendocino eran los que correspondían al marplatense. Y viceversa. La ¿responsabilidad? -dicen- habría sido de los arquitectos a cargo, que traspapelaron maquetas y generaron la confusión.
Como sea, en uno de los extremos de los terrenos del en aquel entonces Campo de Deportes, en el sector más próximo al Tiro Federal, se desarrolló la construcción de un magnífico estadio que, vapuleado por el paso y las inclemencias climáticas de la zona y las escasas tareas de mantenimiento, aún se yergue orgulloso. Y aún lejos del brillo de sus mejores épocas, aún con notorias deficiencias estructurales, se empeña en seguir siendo escenario de las mayores alegrías futbolísticas de la ciudad y del espectáculo más taquillero de cada verano.
Sus obras de construcción se iniciaron el 10 de octubre de 1975. Y dos años y medio más tarde, fue inaugurado -a tribunas colmadas- el 21 de mayo de 1978 con un recordado partido entre los seleccionados de Mar del Plata y Tandil que terminó 2 a 2 e incluyó el “acting” de una supuesta lesión de uno de los futbolistas para evaluar, mediante un simulacro, la eficacia del ingreso de la sanidad al campo de juego.
Más allá de lo anecdótico del resultado y de la presencia en cancha de varias leyendas del fútbol marplatense, aquella inauguración fue una verdadera fiesta para la ciudad, que “in situ” pudieron presenciar unos 42.000 espectadores.
Apenas una muestra del éxtasis que se viviría a partir del 2 de junio, cuando en esa misma cancha Italia y Francia jugaron el primero de los seis partidos programados por la primera fase en Mar del Plata. A casi 40 años de aquel memorable mojón histórico, las imágenes permanecen y permanecerán por siempre marcadas a fuego.
LAS SEDES
Estadio “Ciudad de Mar del Plata”
Ciudad sede: Mar del Plata
Capacidad total: 42.373
Sentados: 18.845
Parados: 22.500
Prensa: 702
Autoridades: 326
Estadio “Monumental”, de River Plate
Ciudad sede: Buenos Aires
Capacidad total: 77.360 espectadores
Sentados: 38.400
Parados: 37.000
Prensa: 1.615
Autoridades: 345
Estadio “José Amalfitani”, de Vélez Sarsfield
Ciudad sede: Buenos Aires
Capacidad total: 49.317
Sentados: 19.767
Parados: 28.900
Prensa: 384
Autoridades: 266
Estadio “Córdoba”, Chateau Carreras
Ciudad sede: Córdoba
Capacidad total: 46.932
Sentados: 24.678
Parados: 21.156
Prensa: 720
Autoridades: 378
Estadio “Mendoza”
Ciudad sede: Mendoza
Capacidad total: 48.369
Sentados: 21.483
Parados: 25.874
Prensa: 708
Autoridades: 304
Nota: Las actuales capacidades de todos los estadios han disminuido ostensiblemente a causa de normativas específicas internacionales y, en algunos casos, por implementación de medidas de seguridad locales, provinciales y nacionales.
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