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Policiales 1 de marzo de 2018

La escena final del actor solitario y su atribulado padre

Hijo y padre son degollados una madrugada de primavera en el año 2010. Hay un sospechoso. Lo detienen. Hay una prueba muy sustancial en su contra. Pero falta algo decisivo: encontrar su rastro dentro de la escena del crimen.

Miembros de Policía Científica trasladan uno de los cuerpos a la morguera.

Por Fernando del Rio

José Luis Ruggiero (41) es actor y debe representar sobre el escenario del Teatro Auditorium a un hombre que muere injuriado por el sumiso cuchillo. Es una escena fuerte, demandante de algunos de sus talentos adquiridos, y la quiere compartir con sus amigos. Por eso los invita, pese a que no es una obra sino una muestra de la escuela a la que asiste para seguir perfeccionándose. “Abro el evento yo, pasá mañana amiguito”, dice en uno de los mensajes de texto. Pero aquel día nunca llega a vivirlo. Un rulo del destino, de esos a los que un tal Borges no hubiera recurrido por demasiado obvio, impide que la escena sea apenas un drama de ficción y le da a Ruggiero la oportunidad de actuar sin fingir su muerte. Horas antes de que se abra el telón, en su casa del barrio Villa Lourdes, él y su padre son degollados.

En otras circunstancias, el doble crimen de José Luis (41) y Nicolás Ruggiero (72) habría obtenido una repercusión diferente y su recuerdo no sería hoy tan tenue. Pero -y otra vez entra en juego aquello que se ordena vaya uno a saber cómo y por quién- las cosas se dieron de otro modo: la historia fue sumergida por el desbordante dolor y la sorpresa que produjo en la sociedad al día siguiente la muerte del ex presidente Néstor Kirchner. Un hijo y a la vez hermano de las víctimas, un puñados de amigos y algunos vecinos de la Plaza Italia que poco a poco van muriendo son apenas los que pueden aún tener en su memoria al horrendo episodio. Y al menos una persona más.

En el asesinato de los Ruggiero hay dos muertes: una principal, deseada o repentina, inevitable o necesaria, hedonista o furtiva; otra, colateral, derivada del horror inicial o impulsada por la secreción criminal que gana cada célula del homicida. Es José Luis -por confiado e ingenuo- la usina de cuyo núcleo generador se enciende la ira ajena y cuya propagación alcanza a su padre Nicolás.

Octubre de 2010. La casa de los Ruggiero, en 12 de Octubre 4184, es el escenario donde actúa José Luis todos los días. Vive allí con su padre y pretende ocultar su homosexualidad pese a tener 41 años. Se autoimpone ser otro y lo representa como puede. José Luis tiene trabajos esporádicos y cuida a su padre, un hombre jubilado de Eseba que tiene dificultadas para trasladarse a causa de un ACV sufrido tiempo atrás.

En el asesinato de los Ruggiero hay dos muertes: una principal, deseada o repentina, inevitable o necesaria, hedonista o furtiva; otra, colateral, derivada del horror inicial o impulsada por la secreción criminal que gana cada célula del homicida.

A Nicolás no le gusta que su hijo José Luis invite a sus compañeros y compañeras de clases de teatro, pese a que las reuniones se hacen en el quincho del fondo. Mucho menos aprueba que José Luis haga pasar a amigos. Y José Luis finge, oculta, utiliza la puerta del garaje que conecta con el pasillo del quincho. Nicolás a veces ni se entera. Nicolás vive el tramo final de su vida atribulado.

José Luis quiere vivir del teatro y sabe que es difícil. Imposible. Pero no se arrepiente de haber dejado la carrera de Derecho a falta de unas pocas materias. Su vida es el teatro. Meses atrás protagoniza a Tatita y Roque en “Se me murió entre los brazos”, donde además cumple el rol de asistente de dirección. Ahora se prepara con afán de mejorar y por eso va a una nueva clase. Es lunes 25 y a la tarde siguiente podrá pisar las tablas del Auditorium. Desde el domingo usa casi exclusivamente su teléfono para enviar y recibir mensajes con un hombre al que no conoce de forma personal. No es la primera vez que lo hace, ya que en muchos momentos de su vida recurrió a los chats telefónicos para iniciar contacto con otras personas.

Un teléfono, más
de un nuevo amigo

LAS HORAS FINALES. La clase del lunes, en la Escuela de Arte Dramático de Necochea al 3600, es a las cinco y media de la tarde pero comienza sin José Luis, que se retrasa más de una hora. Junto a Elizabeth y Mariam hace el último ensayo de Argentinapuntocom, la obra que al día siguiente algunos representarán en el Auditorium durante la jornada docente.

-Eli, me parece que está bien hasta acá, podemos seguir ensayando un poquito más y nos vamos, ¿no? –le dice José Luis después de recibir un mensaje de texto cerca de las diez de la noche.

Ensayan algunas líneas más y a las 22.22 José Luis se va al baño y tarda algunos minutos. Toma su teléfono con el único objeto de responder el mensaje recibido poco antes. Escribe: “Dale! Llego a mi casa y te digo en un mensaje a qué hora vienen”.

El receptor del mensaje es el mismo hombre con el que se comunica desde el domingo. Ese hombre -o al menos el poseedor de ese teléfono- se llama Elio Rojas, un ex convicto dedicado a la albañilería y que hasta el día anterior no existe en la vida de José Luis. No lo conocen sus amigos, sus familiares, sus compañeros de teatro. Pero nadie sabe de esos mensajes.

Cuando regresa del baño, José Luis se despide de Elizabeth y de otros compañeros de la Escuela de Teatro. Es una noche fresca para caminar y el Puerto, su barrio, queda muy lejos. Tiene ansiedad por llegar pero se toma un colectivo y atraviesa toda la ciudad. Cruza la plaza Italia por el medio. Cuando por fin abre la puerta del garaje de su casa no hay nadie: su padre Nicolás está en la casa de unos vecinos celebrando un cumpleaños. Eso le da tiempo para prepararse, además de calcular que más o menos a la 1 de la mañana ya su padre habrá vuelto, él lo habrá ayudado a acostarse y a controlar que estuviese dormido. Por eso manda otro mensaje a las 23.44: “Hola! Llegué a mi casa, 1 y media los espero, está bien?”. Y le responden: “Bueno nos vemos”.

Si pudiera reconstruirse pericialmente los sentimientos de un muerto, tal vez, en el caso de José Luis Ruggiero, se habría detectado ansiedad, inquietud y excitación en esa brecha hasta la una de la mañana.

Algunos minutos pasadas las doce de la noche, ya con el martes 26 de octubre tomando impulso, Nicolás Ruggiero regresa acompañado por un vecino y entra a la casa.

Si pudiera reconstruirse pericialmente los sentimientos de un muerto, tal vez, en el caso de José Luis Ruggiero, se habría detectado ansiedad, inquietud y excitación en esa brecha hasta la una de la mañana. ¿Algo de intriga? Es probable. Acondicionó el quincho, lo acomodó y se cambió de vestimenta con una dualidad de género que más tarde llamaría la atención pero que no sería otra cosa que una reconstrucción de su propia vida. En su atuendo exterior se percibía un hombre, con jean, remera y campera; en la ropa pegada a la piel (la íntima, la interior), en cambio, estaba el deseo de lo que quería ser.

A la 1.13 recibe un mensaje del mismo remitente que dice “Vamos en camino nos vemos” y José Luis responde a la 1.18: “Dale! Los estoy esperando”.

Los degollados

IRA Y HORROR. Al día siguiente es la cuñada de Nicolás y tía de José Luis la que sospecha algo raro al ver la puerta del garaje abierta y que nadie contesta sus llamados. Le pide a una vecina que llame a la policía.

Al cabo de una hora ya se ha descubierto uno de los peores crímenes de los últimos tiempos en Mar del Plata. José Luis Ruggiero yace degollado en el piso del quincho. Está amordazado por una cinta de embalar y su posición -boca abajo- permite advertir la doble vestimenta que llevaba. Sobre la mesada del quincho hay dos botellas de cervezas Schneider, una vacía y la otra destapada casi llena. Hay dos vasos vacíos.

En la habitación delantera, sobre la cama y tapado con una frazada, su padre Nicolás parece flotar en ese colchón teñido de rojo sangre. También está degollado.

Jorge Pereyra, entonces director de la DDI, habla por teléfono frente a la casa de la calle 12 de Octubre.

Jorge Pereyra, entonces director de la DDI, habla por teléfono frente a la casa de la calle 12 de Octubre.

En esa etapa tan prematura del caso, los investigadores encabezados por la fiscal Andrea Gómez desconocen la trama de aquel intercambio telefónico y de la esperada visita nocturna. Entienden a la escena del doble crimen como singular porque no hay desorden de pelea y parece no haber demasiados faltantes. Sin embargo, con algunas averiguaciones logran saber que el o los asesinos se llevaron el celular de José Luis, un reproductor de DVD, un reproductor de CD y la jubilación de Nicolás de 4.500 pesos extraída poco antes del banco Macro.

Las autopsias determinan que José Luis tiene múltiples heridas cortantes en la región del cuello, lado derecho, y una restante en la nuca, todas producidas por un arma blanca. A Nicolás le realizan un corte de degüelle de aproximadamente 20 centímetros, de adelante hacia atrás en la parte derecha, también tiene una herida cortante grande en la mano derecha.

El atacante parece haber utilizado la cuchilla marca “Arbol” de 23 centímetros de hoja encontrada en la habitación de Nicolás Ruggiero por los peritos. También los peritos levantan rastros de cabellos y toman huellas para analizarlas si alguna vez consiguen dar con un sospechoso.

En la mañana del lunes 26, con los cuerpos aún en la morgue, los primeros pasos de la pesquisa transitan dos caminos: el del entorno de José Luis y el del análisis informático de su teléfono. En la primera de las opciones de hipótesis se descubre la vida íntima del teatrista, sus amigos y sus relaciones. Incluso horas después, durante el velatorio un hombre llora desconsoladamente y reprocha que un tal “Gabriel” no aparezca… El crimen de vínculo se alza como una posibilidad.

¿Qué más se necesita para vincular a un ex convicto con un doble homicidio que su anuncio de estar llegando al lugar del crimen minutos antes de que se cometa? Ponerlo con evidencia física dentro de la escena del crimen.

 

El otro sendero por el que toman los investigadores es el del teléfono y es por allí donde surgen elementos de gran relevancia. Primero se establece que en los últimos tres días José Luis tiene decenas de comunicaciones con un número nuevo en su universo de contactos.

Se lo identifica a su titular pero aún no se conoce el contenido de esas llamadas y mensajes. Claro que el horario tan próximo al asesinato y los antecedentes penales del dueño de la línea son suficientes motivos para que la Justicia de Garantías autorice un allanamiento.

No es descabellado conjeturar que José Luis Ruggiero promovió una visita nocturna a su casa y que quienes llegaron tenían intenciones muy distintas a las suyas, a aquellas para las que se había preparado. Y no es ilógico pensar que en la intimidad de ese contacto algo desencadenó el ataque. Es una hipótesis firme.

El 28 de octubre varios policías rodean una PH de San Juan al 3300 e irrumpen. Detienen a Rojas, secuestran teléfonos celulares y un arma. También ropa con supuestas manchas de sangre, anotaciones y siete recortes con artículos de la sección policiales del diario LA CAPITAL del años 2004 acerca de dos asesinatos dentro del penal de Batán.

Sin pruebas

CUESTION DE CANTIDADES. ¿Qué más se necesita para vincular a un ex convicto con un doble homicidio que su anuncio de estar llegando al lugar del crimen minutos antes de que se cometa? Ponerlo con evidencia física dentro de la escena del crimen. Rojas, en su absoluto derecho de defensa, se niega a declarar ante la fiscal y deja todo librado a lo que pueda colaborar la ciencia forense.

Para los investigadores del caso Ruggiero existe la convicción de que Rojas estuvo dentro de la vivienda de la calle 12 de Octubre. Tienen la convicción pero no tienen otra prueba. Piden comparar sus huellas dactilares con las halladas cerca de los cuerpos. Son cuatro huellas periciables, pero ninguna coincide con Rojas. Además existe otra ambigüedad jurídica relevante: en los mensajes de texto la referencia siempre es en plural (“Los estoy esperando”, “los espero”, “vamos en camino”), de manera que Rojas pudo haber estado presente pero no haber sido el asesino.

Su condición de ex convicto puede generar alguna sospecha pero, desde ya, ninguna certeza. Se sabe que ha sido condenado en 2000 a dos años de prisión por robo y en el 2003 a 7 años por robo calificado. También que estuvo involucrado indirectamente en un motín en Batán y, quizá, vivió de cerca el asesinato del preso cubierto por la prensa en esos recortes que preservaba en su casa.

Pero no hay ADN suyo, ni cabellos suyos, ni huellas suyas, ni sangre de los Ruggiero en las ropas secuestradas en su casa durante el allanamiento. No hay nada. Entonces la propia fiscal Gómez debe pedir que lo desvinculen de la investigación sin que Rojas se vea obligado a explicar algo.

“No se ha logrado demostrar la participación del imputado en los hechos, siendo el caudal probatorio recogido hasta el momento inadecuado para generar una posibilidad cierta de condena en la etapa ulterior”, se lee en la resolución del juez Daniel De Marco el 15 de septiembre de 2011 poco antes de que se disponga la libertad inmediata.

El abogado Osvaldo Verdi es el encargado de comunicarle a Rojas de su sobreseimiento y la causa se archiva al agotarse la hipótesis principal.

Más de 7 años después el doble crimen, hay una luz blanca encendida en la casa de la calle 12 Octubre. Es de día. Las persianas están bajas y el portón del garaje por donde entró el asesino aquella madrugada está algo descascarado. Dos chicos corren por la vereda y cruzan a la plaza Italia a jugar. Lo ignoran todo.

 



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