“La dicha que me diste
y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo que me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina…”
“1964”, El otro, el mismo, 1964.
I.
Durante el mes de junio hemos revisado algunos aspectos de la obra de Borges en Las cosas que digo, en ocasión de cumplirse 30 años de su muerte en Ginebra. El proyecto era no centrarnos en su persona, sino en lo que escribió. Nos detuvimos, entonces, en sus temas y preocupaciones, en el orden del tiempo y del universo, en la presencia o ausencia de un pensamiento político en sus libros, en el límite de lo literario. Al final de cada nota, se sugerían lecturas posibles. En esta última columna del mes aniversario, nuestro objeto será el amor: otro de los temas que se suponen ausentes en la obra del escritor argentino. Veremos.
II.
En su revista “Vuelta”, fundada en 1976, el escritor mexicano Octavio Paz escribió, a poco de la muerte de Borges: “En las obras de Borges no aparece la sociedad humana ni sus complejas y diversas manifestaciones, que van de amor de la pareja solitaria a los grandes hechos colectivos. Sus obras pertenecen a la otra mitad de la literatura; ellas tienen un tema único: el tiempo y nuestras renovadas y estériles tentativas por abolirlo. Las eternidades son paraísos que se convierten en condenas, quimeras que son más reales que la realidad. O quizá debería decir: quimeras que no son menos irreales que la realidad.”
Es un hermoso texto de despedida titulado “El arco, la flecha y el blanco”, en el cual Paz también se refiere a la ausencia del sexo y otras pasiones sensibles en la obra de Borges. Unos años después, en 1991, el escritor mexicano fue más allá: “Borges [es] una inteligencia lúcida en la que hay una gran ausencia: el amor.”
La reflexión de Paz es justa, pero conviene revisarla, pues no es necesaria la explicitud, ni tampoco la proliferación de textos para reconocer una obsesión literaria. La cuestión es encontrar la caracterización del amor que hizo el escritor, para lo que bastaría un solo verso, para luego presentir su presencia en cada creación del artista. Por otro lado, la labor sería inútil si no pudiéramos precisar de qué sustancia hablamos, y despojarla de la frivolidad, y hasta la banalidad, con las que cierta tradición estética ha revestido al amor. No creo que pueda afirmarse que no hay una concepción amorosa en los poemas y los cuentos de Borges. La hay, y también en las entrevistas que ha respondido a lo largo de su vida. El sufrimiento por amor es muy conocido en su vida personal, fue muy desdichado en su relación con las mujeres, y tuvo enamoramientos furtivos y no correspondidos. En el poema “1964” (El otro, el mismo, 1964) en “El amenazado” (El oro de los tigres, 1972), en el cuento “Ulrica” (El libro de Arena, 1975), en “El Congreso” (El libro de Arena, 1975) y, tempranamente, en “Amorosa anticipación” (Luna de enfrente, 1925) Borges expone el amor, y lo hace en su dimensión física, en su esfera deseante, sin la épica de lo sublime: alguien capaz de escribir, al referirse al amor: “Ya no seré feliz, tal vez no importa, hay tantas otras cosas en el mundo”; o “Es el amor, tendré que ocultarme o que huir”; “La ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo”; “Me duele una mujer en todo el cuerpo”; o “Te veré por vez primera, quizá, como Dios ha de verte, desbaratada la ficción del Tiempo, sin el amor, sin mí…” no ha hecho otra cosa que escribir cabalmente la pasión humana del amor.
La cuestión del amor para Borges es, una vez más, la imposibilidad de conocer el objeto: ocurre en su concepción del universo y del tiempo, en su idea de la realidad (lo improbable de su conocimiento) y también en su idea de lograr el amor. Es una empresa irrealizable, y sólo queda para el enamorado la trampa de la ilusión, la tortura de lo que no puede controlarse, el goce estético del dolor.
El amor no ha sido una ausencia absoluta en Borges, ni tampoco un desprecio a su dimensión profundamente humana, sino un rasgo del pudor. A los 77 años le dijo a Joaquín Soler: “Soy un hombre desagradablemente sentimental, soy un hombre muy sensible, ahora, cuando escribo trato de tener cierto pudor. Y como escribo por medio de símbolos y nunca me confieso directamente, la gente supone que esa álgebra corresponde a una cierta frialdad, pero no es así. Todo lo contrario: esa álgebra es una forma del pudor, y de la emoción, desde luego.”
El rigor literario se le impuso, en la vida, en la escritura y también en el amor. Y eso no está lejos de su filosofía del arte: “La tarea del arte es transformar lo que nos ocurre continuamente en símbolos, transformarlo en música, transformarlo en algo que pueda perdurar en la memoria de los hombres. Es nuestro deber, tenemos que cumplir con él.”
Ante el bestial llamado del amor, entonces, sólo símbolos, ocultarse y huir.
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