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Opinión 17 de junio de 2024

La cultura del trabajo y la identidad de rol laboral (una actitud que se aprende)

Por Alberto Farías Gramegna

A mi trabajo acudo, con mi dinero pago…” – Antonio Machado

“El trabajo es mucho más que un medio de vida, es ante todo un modo de vivir” – L. D Porta

Sin duda, lo que se ha dado en denominar “cultura del trabajo”, junto a la educación general, técnica y superior es el mayor capital social de cualquier país que apueste al desarrollo productivo, al crecimiento global y a una mejor calidad de vida de sus ciudadanos. Esto es casi una obviedad de Perogrullo. Y precisamente todo esto es lo que se ha perdido en grandes sectores de las poblaciones potencialmente productivas en muchas sociedades contemporáneas.

La “cultura del trabajo”

Hace casi dos décadas y media el recordado periodista German Sopeña describió a la “cultura del trabajo” como “la suma del conocimiento específico, una actitud honesta y productiva, el deseo de progresar, la capacidad para trabajar en conjunto y el respeto por el trabajo y los derechos de los demás”. Y luego concluye, en referencia ya al ámbito del empleo que los ámbitos de trabajo, son -o debieran ser- lugares donde a partir de una suerte de jerarquía vinculada a la experiencia y el conocimiento, se refuerce esa cultura del trabajo.

Sin embargo, los principales transmisores de estos valores son en primer lugar la educación familiar y luego debiera ser la escuela desde el nivel primario hasta el universitario pasando por el secundario.

Claro que, lamentablemente, en épocas de marginalidad, crisis económicas globalizadas y confrontaciones ideológico-socioculturales, la mayoría de las instituciones educativas -quizás con la excepción de los institutos técnicos de formación de oficios- están muy lejos de poder cumplir con eficacia esa importante misión. Sin cultura del trabajo no hay autoestima que consolide una “identidad de rol laboral” estable capaz de edificar un proyecto de vida a largo plazo. Y enfatizo el concepto de “proyecto de vida” por oposición a la “reactividad circunstancial” del día a día. Por eso ante su ausencia histórica o por efecto de un paro (desempleo) forzoso, la identidad se resiente y aumentan las carencias.

Soy en gran medida lo que hago: el ser en el hacer, la identidad laboral

En mi nuevo libro de próxima edición en España, “Ser en el hacer”, Factor y recurso humano: personalidad e identidad laboral. Una perspectiva desde la intervención convergente en la organización del trabajo (R&S Ediciones, 2024), me ocupo centralmente de analizar las relaciones entre sociedad, organización, identidad de rol, cultura del trabajo y las posibles interacciones con los estilos de personalidad.

La identidad es lo que siento que soy y se relaciona con mi ser y mi hacer. Mi hacer determina gran parte de mi ser. Cuando queremos saber a qué se dedica alguien en el mundo del trabajo, es frecuente que al preguntarle “¿A qué te dedicas?”, responda “Soy…” obrero, periodista, arquitecto, albañil, comerciante, carpintero, empresario, profesor, etc.

Lo que llamamos la “identidad laboral” o también “identidad de rol” es un aspecto determinante a la hora de evaluar el equilibrio emocional y la capacidad de adaptación saludable a la organización del trabajo.

La temática de la competencia profesional (lo que sé hacer) y el desempeño laboral (el cómo lo hago) tiene mucho que ver con esto. Una parte relevante de la identidad total de una persona la constituye su “identidad de rol laboral”, que recorre los aspectos relacionados con las expectativas atribuidas y asignadas en el plano de la performance socio-laboral.

Estudios realizados en distintas situaciones de pérdida forzosa de empleo, en diferentes colectivos sociales de culturas disímiles, han mostrado reacciones promedio relativamente similares. Una serie de signos y síntomas actitudinales que pueden presentarse de a uno o varios a la vez y que podríamos englobar bajo el concepto de “síndrome reactivo al desempleo no deseado”, que pude describirse como una tendencia al aislamiento, disminución de la autoestima, eventual aumento de la agresividad (ya que la frustración de una necesidad de cualquier índole suele suscitar ese tipo de respuesta).

Finalmente, si el desocupado forzoso no logra insertar la frustración en una red sociofamiliar que le devuelva la confianza en sí mismo, podría resignarse a una actitud de espera depresiva. Sin embargo, en otros casos, y por reacción defensiva, muchos participes de agrupaciones reivindicativas de desocupados -muy ostensibles en los últimos años- terminan encontrando allí junto a sus pares, una nueva identidad social. Luego tenemos el “desocupado generacional”, los “ni-ni”: los jóvenes que ni estudian, ni trabajan.

La cultura del trabajo: una actitud que se aprende

Hoy en el mundo hay millones de jóvenes que no están insertos en actividades laborales y tampoco se están formando profesionalmente. Las causas de este cuadro inquietante son al tiempo que socioeconómico productivas, también culturales: factores motivacionales, económicos y educativos de base, etc. y no sólo de oportunidades de oferta y demanda del mercado laboral. En muchos de estos casos, la subocupación, el trabajo inestable, el llamado trabajo “en negro”, errático e informal sin aportes previsionales o directamente la desocupación crónica lleva dos y tres generaciones dentro de una familia y por tanto la cultura del trabajo no tiene significación alguna para sus integrantes.

La cultura del trabajo refuerza y perfila la identidad de rol laboral y también en otros casos la identidad vocacional profesional previa (el “que quiero ser cuando sea grande”) facilita el fortalecimiento de la cultura del trabajo. Como vemos, la cultura del trabajo y la identidad laboral son dos caras inextricablemente unidas y el resultado de complejas interacciones de fortalezas, oportunidades, debilidades y amenazas en un contexto sociocultural y económico concreto, que se confrontan con la acción u omisión, afrontamiento o defección de cada persona, porque no sabe, no quiere o no puede, ya que la historia universal es la de un solo hombre, como quería Borges.

En definitiva, más allá de las sobredeterminaciones que generan las circunstancias económico-sociales, la cultura del trabajo no surge espontáneamente, es producto de una lenta construcción, tanto individual como colectiva, que deviene en una necesidad psicológica, una cuestión de actitud al final de un largo aprendizaje social.

(*): Consultor en RRHH y Psicología del Trabajo. Psicología Social y de la Personalidad.