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Opinión 10 de junio de 2018

La cultura del trabajo (una actitud que se aprende)

por Alberto Farías Gramegna

FOTO. Archivo

“A mi trabajo acudo, con mi dinero pago…” – Antonio Machado.
“El trabajo es mucho más que un medio de vida, es ante todo un modo de vivir” – L. D Porta.

Sin duda, la “cultura del trabajo” junto a la educación general, técnica y superior es el capital social de un país que apuesta al desarrollo productivo y a una mejor calidad de vida de sus ciudadanos. Y precisamente todo esto es lo que se ha perdido en grandes sectores de la población potencialmente productiva. Décadas de ideologismo “demodé”, populismo variopinto, corrupción corporativa, facílismo cultural, teorías constructivistas controversiales, politización partidaria de las agremiaciones laborales, demagogia de los líderes sociales y un clientelismo en base a subsidios indiscriminados, ha minado en las nuevas generaciones la voluntad de conocimiento y progreso en base al proyecto de crecimiento económico y superación personal.

¿Pero, cómo definir las aptitudes y actitudes de quien aún en medio de las crisis y los conflictos de intereses, proyecta su vida en base a una cultura de trabajo? German Sopeña (La Nación 21/11/2000) hace años la describió como “la suma del conocimiento específico, una actitud honesta y productiva, el deseo de progresar, la capacidad para trabajar en conjunto y el respeto por el trabajo y los derechos de los demás”. Los principales transmisores de estos valores son en primer lugar la educación familiar y luego debiera ser la escuela desde el nivel primario hasta el universitario pasando por el secundario. Claro que, lamentablemente, hoy la Institución Educativa está muy lejos de poder cumplir esa misión. Luego, ya en el empleo, “las empresas o los ámbitos de trabajo, en los cuales hay una suerte de jerarquía vinculada con la experiencia y el mayor conocimiento, transmitido a los demás en forma gradual y constante”, concluye aquel autor.

Soy lo que hago

Sin cultura del trabajo no hay autoestima que consolide una identidad de rol estable capaz de edificar un proyecto de vida a largo plazo. Por eso ante su ausencia o por efecto de un desempleo forzoso, la identidad se resiente y aumentan las carencias. La identidad es lo que siento que soy y se relaciona con mi ser y mi hacer. Mi hacer determina gran parte de mi ser. Cuando queremos saber a qué se dedica alguien en el mundo del trabajo, es frecuente que al preguntarle “¿A qué te dedicas?”, responda “soy…” obrero, periodista, arquitecto, albañil, comerciante, carpintero, empresario, profesor, etc.

Lo que llamamos la “identidad laboral” o también “identidad de rol” es un aspecto determinante a la hora de evaluar el equilibrio emocional y la capacidad de adaptación saludable a la organización del trabajo.

La temática de la competencia profesional (lo que sé hacer) y el desempeño laboral (el cómo lo hago) tiene mucho que ver con esto. Una parte relevante de la identidad total de una persona la constituye lo que llamamos su “identidad de rol laboral”, que recorre los aspectos relacionados con las expectativas atribuidas y asignadas en el plano de la perfomance socio-laboral.

Estudios realizados en distintas situaciones de pérdida forzosa de empleo, en diferentes colectivos sociales de culturas disímiles, han mostrado reacciones promedio relativamente similares. Una serie de signos y síntomas actitudinales que pueden presentarse de a uno o varios a la vez y que podríamos englobar bajo el concepto de “síndrome reactivo al desempleo no deseado”: Tendencia al aislamiento, disminución de la autoestima, eventual aumento de la agresividad (ya que la frustración de una necesidad de cualquier índole suele suscitar ese tipo de respuesta). Finalmente, si el desocupado forzoso no logra insertar la frustración en una red socio-familiar que le devuelva la confianza en sí mismo, podría resignarse a una actitud de espera depresiva. Sin embargo, en otros casos y por reacción defensiva muchos participes de agrupaciones político-reivindicativas de desocupados -muy ostensibles en los últimos años- terminan encontrando allí junto a sus pares, una nueva identidad social. Luego tenemos el “desocupado generacional”, los “ni-ni”: los jóvenes que ni estudian, ni trabajan.

La cultura del trabajo

Según un informe de una consultora en RRHH, había hacia fines de 2016 más de 1 millón de jóvenes en Argentina que no estudiaba ni trabajaba. De ese total aproximadamente 700 mil no estaban intentando insertarse en el mercado laboral. Las causas de este cuadro inquietante son socioproductivas y culturales: factores motivacionales, económicos y educativos de base, etc. y no sólo de oportunidades de oferta y demanda del mercado laboral. En muchos de estos casos, la subocupación, el trabajo inestable, errático e informal sin aportes previsionales o directamente la desocupación crónica lleva dos y tres generaciones dentro de una familia y por tanto la cultura del trabajo no tiene significación alguna para sus integrantes.

Como vemos, la identidad laboral y la cultura del trabajo son el resultado de complejas interacciones de fortalezas, oportunidades, debilidades y amenazas en un contexto sociocultural y económico concreto, que se confrontan con la acción u omisión, afrontamiento o defección de cada persona, porque no sabe, no quiere o no puede, ya que la historia universal es la de un solo hombre, como quería Borges.

En definitiva, más allá de las sobredeterminantes circunstancias sociales, la cultura del trabajo no surge espontáneamente, es producto de una lenta construcción que deviene en una necesidad psicológica, una cuestión de actitud al final de un aprendizaje social.

(*): [email protected] | afcrrhh.blogspot.com.es