Por Yonatan Daniel Amado
El sonido de la lluvia lo despertó de su siesta, inusual. El cielo está cerrado con el azul oscuro de las tormentas. Las cacerolas colgadas se chocan entre sí, como campanas que anuncian. A decir verdad, no sabe del todo bien cuándo abandonó aquella nave.
Comenzó a llover fuerte, y desde ahí se puede observar claramente el junco enmarañado que tapa la vista, el muro que colapsa por un espejo de agua que lo cubre de extremo a extremo.
Algunos durmientes desprendidos están como despertando al ritmo del agua, que lentamente los levanta y arrastra en la corriente. La copa de los árboles barre la superficie. Las ramas se curvan de lado a lado, atléticas, a punto de partirse en cada flameo.
Allá enfrente en la orilla, agazapado bajo unas petunias desteñidas, puedo ver a ese animal sin nombre que me mira. Sus ojos son del mismo color blanquecino de su pelaje.
El agua sube rápidamente, como la cólera. El y yo estamos unidos por una intemperie profunda de antaño. Por un momento, creí que también pensábamos lo mismo y me asusté.
Permanecimos viéndonos como antiguos colegas de una labor extinguida. Creí ser yo que estaba siendo visto por otro, desde algún lugar donde también impera el olvido. Cuando nos perdimos, la búsqueda pasó a ser desesperada.
Los que aun se mueven, agitan frenéticamente sus brazos para no hundirse en la corriente, pero ya es en vano. La boca del animal nos espera, mostrándonos su negrura. Su aullido es como una sirena.