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Opinión 15 de abril de 2018

La corrupción, los jueces y la gobernabilidad

por Jorge Raventos

El presidente Macri no pudo verse con Donald Trump en la Cumbre Iberoamericana de Lima. El mandatario estadounidense suspendió su viaje unas horas antes de la reunión y tomó la decisión de bombardear Siria cuando su reemplazante, el vicepresidente Mike Pence, no había terminado de deshacer su equipaje el último viernes. Resultado: Pence regresó ligero a Washington dejando la cumbre sin presencia estadounidense destacada: el secretario de Estado que había trabajado en los preparativos de la reunión, Rex Tillerson, tampoco estuvo en Perú: había abandonado su cargo el mes último.

La Cumbre, un tanto devaluada como se ve, tiene una agenda interesante, aunque probablemente no derive en ninguna medida concreta. Los mandatarios tenían pensado discutir el tema de la corrupción, un asunto de indudable actualidad. El presidente electo de Perú, Pedro Pablo Kuczynski, renunció en marzo imputado por manejos turbios; su antecesor, Ollanta Humala, está detenido y el presidente anterior, Alejandro Toledo, se encuentra prófugo. Sólo algunos ejemplos: hay bastantes más (y algunos cercanos) que aluden a una epidemia que ataca a los gobiernos y los sistemas políticos de la región.

El tiempo que no empleará en charlas con Trump quizás Macri lo invierta en conversar con su colega brasilero, Michel Temer. Presidente por default (sustituyó a Dilma Roussef, empujada fuera de la presidencia por la presión de un juicio político que no se basó en ningún delito), Temer está afectado por la epidemia regional, carga con varias denuncias sobre sus espaldas y su crédito público es inexistente: su imagen positiva se arrastra por debajo del 5 por ciento.

Como sea, es el socio que le toca a Macri: necesita convencerlo de que Brasil no ponga palos en la rueda del acuerdo Mercosur-Unión Europea (una faja con que la Casa Rosada quiere ajustar la competitividad de las empresas argentinas adjudicándoles las exigencias a los compromisos internacionales). El Presidente argentino cruza los dedos para que el repunte de la economía brasilera no se detenga, porque es un viento que sopla benéficamente sobre la economía local.

Pero Brasil no sólo está cruzado por la peste de los negocios turbios (el caso Odebrecht es una marca verdeamarella) sino por una crisis política y la amenaza de ingobernabilidad. El principal candidato a la elección presidencial que tendrá lugar en seis meses acaba de ser detenido y, en principio, tiene clausurada la posibilidad de postularse.

Para algunos analistas todavía afectados por el vaho de la famosa grieta, la agitada detención de Luiz Inácio Lula Da Silva en Brasil es un hecho que tendrá una influencia positiva en Argentina. Lo afirman pensando que la tenacidad de bulldog exhibida por el juez de Curitiba Sergio Moro terminará siendo imitada por colegas locales y que de ese modo acabarán tras las rejas exfuncionarios más jerarquizados que, por ejemplo, Julio De Vido.

Ese es un cristal para observar los acontecimientos, no sólo determinado por una óptica facciosa sino también por la propensión judicializadora que a menudo olvida las funciones arquitectónicas de la política y las sustituye por manías vindicativas.

Acaso un escrutinio más paciente permitiría extraer otras conclusiones y reflexionar sobre los efectos del desequilibrio político, del estallido del sistema y sobre las diferencias sustanciales entre legalidad y legitimidad. Esos males no se remedian con palabras rituales sobre las instituciones.

El último jueves una discreta manifestación rodeó el Palacio de Tribunales enarbolando la bandera de la justicia de Brasil. La Justicia argentina pasa, sin duda, por un prolongado decaimiento del crédito público, pero proponer como modelo a la justicia de Brasil requiere una pirueta muy aventurada. Que el juez Moro se haya convertido en un héroe para los medios más influyentes (y para los sectores que brindaron con champán mientras marchaban por las calles de las grandes ciudades brasileras celebrando la prisión de Lula) puede ejemplificar una buena estrategia de marketing, no necesariamente un patrón de virtud judicial.

En Brasil son muchas las voces jurídicas independientes (es decir, no sólo las vinculadas al Partido de los Trabajadores o sus aliados de izquierda) que consideran que en el proceso que llevó a Lula a la cárcel Moro actuó sin pruebas suficientes, con un vértigo procesal más vinculado a excluir al ex presidente de la puja electoral de octubre (donde sigue siendo, lejos, el candidato con mayor intención de voto) que a garantizar un juicio justo e incuestionable. En fin, que el mediático magistrado, montado sobre la digna causa del combate a la corrupción, empleó ese argumento con parcialidad y embozó tras esa máscara la finalidad política de intervenir sobre el horizonte electoral.

Caipirinha a la Irurzun

Mientras la cuestionada Justicia argentina revisa la llamada “doctrina Irurzun” (una flexibilización de las condiciones para justificar prisiones preventivas, convirtiéndolas en capacidad discrecional de los jueces y en verdaderas condenas sin sentencia), en Brasil se ha aplicado a Lula un protocolo similar, al encerrarlo en una celda antes de que haya concluido debidamente el proceso y se haya perfeccionado la condena que ya se le está aplicando, anticipadamente.

Más allá de que estos excesos procesales que afectan a Lula Da Silva puedan corregirse y que Lula pueda participar en libertad de la campaña que culminará en octubre, la legalidad brasilera parece cerrarle definitivamente la puerta de la candidatura. Ahora bien, esa barrera combinada con la parcialidad exhibida por el juez Moro y la pasividad judicial ante personajes de otras fuerzas políticas (con más sospechas y pruebas sobre sus espaldas que las que se lanzan sobre Lula o las que justificaron el juicio político contra Dilma Roussef y su desplazamiento de la presidencia) erosionan al máximo la ya perforada legitimidad del sistema político del país vecino.

No es casual que en ese contexto haya crecido la candidatura antipolítica de Jair Bolsonaro (un nostálgico de los gobiernos militares y el competidor más cercano de Lula en intención de voto) o que en vísperas de la detención del líder petista el jefe del Ejército lanzara pronunciamientos “contra la impunidad” a través de las redes sociales, en una intervención política que no mereció reto alguno de las autoridades civiles).

Hoy no se visualiza desde dónde puede reconstruirse una autoridad que pueda apoyarse simultáneamente en pilares de legitimidad, sustentabilidad, gobernabilidad y eficacia.

Por debajo de ese proceso de desgaste caben destacar algunos elementos positivos: la grieta y el descreimiento no han derivado hacia la violencia o la desobediencia generalizada; el jefe del PT, aún desde su condición de detenido e “indignado” por la discrecionalidad y rehusando la propuesta de algunos de sus aliados y seguidores, ha optado por aceptar el camino dictado por la justicia. Las vías de la sensatez y la negociación (senderos interiores del pragmatismo) no están clausuradas y por ellas transita ahora la institucionalidad brasilera.

Reconstruir la confianza supone, como condición no exclusiva pero sí principal, garantizar a la masa electoral que sigue manifestando su fe política en Lula que no existe ningún techo de cristal en la democracia brasilera que impida que las mayorías puedan elegir a los candidatos que prefieran y puedan ejercer efectivamente el gobierno. Los durísimos embates sufridos por las figuras del PT han puesto esas garantías en duda.

Para Argentina es indispensable que la salud democrática y la estabilidad se consoliden en Brasil, porque nuestro crecimiento necesita la fortaleza y la energía de nuestro socio y estas dependen en gran medida de la credibilidad que despierten su sistema político, su orden y participación social y, sobre esa base, sus instituciones.

De una justicia a otra

Como en Brasil, donde justicia y política tejen y destejen la trama del poder, en Argentina se practica el mismo juego, con tácticas parecidas. La Corte Suprema resiste aquí -discretamente- la intención del Poder Ejecutivo de manejar desde la Casa Rosada el elenco de los magistrados federales. El Gobierno, por su parte, se considera cercado por la “corporación judicial”, un combo que asimila a la Corte con la mayoría de los juzgados federales. El hecho de que este gobierno se queje de “la corpo judicial” igual que el anterior, permite deducir que ese tironeo no está determinado por simpatías o antipatías personales sea de Mauricio Macri, Cristina Kirchner o Ricardo Lorenzetti, sino de naturales divergencias funcionales entre dos de los tres poderes, una pulseada prevista e impulsada por el modelo constitucional estadounidense, fuente de la Constitución argentina.

Habituados a las interpretaciones conspirativas, algunos o algunas pueden atribuir esas pujas a “la intención de Lorenzetti de ser Presidente”, a “la influencia del presidente de Boca en Comodoro Py” o a conspiraciones golpistas de distinto signo. Conviene no comprar esa mercadería: la lógica conspirativa no termina nunca.

Por ejemplo: ¿fue el gobierno de Mauricio Macri el que estimuló a la doctora María Romilda Servini de Cubría a dictar la intervención del Partido Justicialista y a designar para esa tarea a Luis Barrionuevo? Desde las carpas kirchneristas se da por cierta esa sospecha y se la vocea por los medios.

Ahora bien, ¿que ganaría el Gobierno impulsando la intervención de Barrionuevo en el PJ? “Dividir el peronismo, que es la única fuerza capaz de ganarle a Cambiemos en 2019”, responden desde el kirchnerismo.

Sin embargo, la fosa entre kirchnerismo y peronismo no kirchnerista no necesita incentivos del Gobierno: está abierta espontáneamente y fue la propia señora de Kirchner la que dividió el PJ en 2017 constituyendo su propio partido, Unión Ciudadana.

El Gobierno seguramente preferiría que en 2019 la contrafigura del oficialismo fuera todavía Cristina Kirchner, no sus adversarios del peronismo racional.

La reunión que encabezó Miguel Pichetto en Gualeguaychú hace una semana (antes de la intervención al PJ, por otra parte) evidenció que hay un peronismo representativo, ligado a los gobernadores y a figuras como Sergio Massa o Florencio Randazzo, que no quiere formar parte del mismo colectivo que el kirchnerismo.

La gestión de Luis Barrionuevo desde la intervención partidaria -si la Cámara de apelaciones la confirma- podrá encargarse de preservar un sello que, aunque muchos consideran “una cáscara vacía”, oportunamente puede servir de paraguas legal para una amplia convergencia (sin figuras K, aunque con las puertas abiertas a todos aquellos que no sean “piantavotos” y que estén dispuestos a aprobar cursos acelerados de postkirchnerismo).

Más que una conspiración habría que interpretar estos hechos como sentido común destinado a llenar espacios vacíos. Pero como para probar que las fantasías conspirativas florecen en todos los jardines, no faltan en Cambiemos quienes atribuyen el fallo de la doctora Servini a una jugada de Lorenzetti, de Angelici…y hasta del Coti Nosiglia (¿no es acaso viejo amigo de Barrionuevo y de la jueza?).

Las conspiraciones se alimentan de las grietas. Y las nutren. Así avanza el desgaste.