La columna de Marcelo Di Marco: Como una virgen
Pukkas empieza a sentir extrañas sensaciones y dudas acerca de su lugar en esta historia. Mientras, el maestro lo induce a aprender más conceptos para volcar a sus textos.
Rumbo a La Anita, caminando bien temprano por la costa y con la mochila al hombro, Francisco Javier Pukkas se preguntaba cómo se las arreglaría para plantearle al maestro el tema que lo venía preocupando tanto. ¿Aquel ogro le despejaría sus inquietudes y sus dudas de una vez por todas? Vaya a saber.
Días atrás lo había descubierto justo frente al monumento a Cervantes, en la Plaza de España, en la vereda de un pet shop. Charlaba con un tipo bastante grandote, que capaz que era el dueño del negocio. A ver si encima se le enojaban, si los interrumpía. El máster hablaba muy animado con el tipo, y él no se atrevió a cruzar la avenida para saludarlo.
Para saludarlo, se dijo ahora, doblando por Strobel, pero más que nada para llevármelo aparte y confesarle mi preocupación.
Sí: últimamente, Francisco andaba durmiendo pésimo, arrastrando casi todas las noches la misma pesadilla.
Los graznidos de unas gaviotas que volaban hacia las playas del norte le provocaron un escalofrío, y le hicieron revivir ese mal sueño. Sin tener la menor idea acerca de cómo había llegado a aquella biblioteca inmensa, invadido por la sensación de que una sombra, una figura negra lo vigilaba desde algún rincón, se encontraba rodeado de colosales estantes que parecían venírsele encima. Angustiado, asfixiado ante la inminente avalancha de papeles y de estanterías, Francisco sacaba de un anaquel cualquiera el libro que tenía más a mano, siempre bajo la vigilancia de aquella misteriosa sombra. Y, cuando se disponía a hojear el libro, se daba cuenta de que no era un libro sino un espejo. Un espejo rectangular, como cualquier espejo. Pero este espejo venía con una particularidad aterradora: no lo reflejaba; no reflejaba su cara, y mucho menos reflejaba la mueca con que él pegaba el grito de horror que terminaba por despertarlo. En una de esas noches, el grito vino acompañado por un acto reflejo, una patada que Fran le encajó a la novia en las piernas, que por poco no la tira de la cama.
A una cuadra de La Anita, vio montada en su bici a Natalia, la kiosquera que le reservaba a Tío Marce su ejemplar de LA CAPITAL, todos los domingos: las columnas del máster salían domingo por medio, pero lo mismo sucedía con las notas de Nomi, y así se iban alternando en sus publicaciones marido y mujer. Y tan preocupado venía el pobre Pukkas que apenas le respondió el saludo a la bella kiosquera.
Incluso había averiguado que, básicamente, las pesadillas recurrentes lo agarran a uno cuando es incapaz de reconocer un conflicto. Y debían de tener algo de razón quienes opinaban así, porque Francisco cargaba con un conflicto que no podía digerir: ¿por qué lo intrigaba tanto lo que Tío Marce le dijo acerca de que ellos dos estaban viviendo una novela?
Y también lo inquietaba otra pregunta a la que tampoco podía responder: ¿quién era la figura oscura que lo espiaba, con quién debía identificarla?
¿Con Tío Marce mismo?
—Vamos directo al ejercicio que propone Antoine Albalat en El arte de escribir, Pukkas —le dijo el máster después de saludarlo no bien llegó a La Anita. Llevaba un libro bajo el brazo, como si no quisiera perder tiempo ni siquiera para buscarlo en alguna de sus bibliotecas—. ¿Le damos? —insistió, alzando el libro.
—Bueno, maestro. —A Francisco le costó reconocer como propia esa vocecita que le salió.
Y, una vez ubicado en su pupitre, se dijo que evidentemente su personal trainer literario no andaba con muchas ganas de despejarle ninguna duda existencial, inquietud o cosa parecida.
Y le dijo Tío Marce, abriendo el libro en una página destacada por un señalador que lucía el escudo del Taller de Corte y Corrección, el del triángulo naranja cruzado por una lapicera celeste:
—Esta joyita que voy a compartir con vos ahora les vendrá maravillosamente a nuestros lectores para escribir escenas vívidas. Y espero que te levante el ánimo, porque te veo bastante achuchado. Te leo:
Se trata, por ejemplo, de describir las sensaciones de un hombre caído en un pozo, en el que ha permanecido durante veinticuatro horas. “Póngase usted en el lugar de ese hombre”. “Pero si a mí no me ha sucedido eso nunca, ¿cómo voy a adivinar las sensaciones que ese hombre puede tener?”. Sin embargo, en eso consiste el don de creación. El arte no es más que una sustitución.
Se trata, como se dice, de meterse en el pellejo de otro. Piénsese largo tiempo, róndese alrededor del asunto, evóquese esa situación, y váyase anotando las ideas que vengan: el frío, el agua, la noche, el hundimiento progresivo, la duración de las horas, el sonido de la voz, el eco, la abolición del tiempo, el silencio, la vista desde abajo, los llamados desesperados, el abandono de las fuerzas, la extenuación lenta, los movimientos inútiles del hombre que sobrenada y se hunde en cuanto se mueve, el cielo puro arriba, algunos gritos de pájaros, la vida de las cosas que continúa afuera, ese contraste con la angustia del hombre, esos ruidos de piscina sonora, etc., etc. Se tratará, en una palabra, de dar la ilusión del hecho en todas sus circunstancias, con la gradación, el crescendo doloroso necesarios al efecto, es decir, al interés.
—Me parece que lo voy entendiendo, maestro. Me llamó la atención ese “váyase anotando las ideas que vengan”. Es como si Gaby, mi compañera de taller, hubiera hecho previamente una lista de componentes que le servirán después para describir las sensaciones de un hombre que entra por primera vez en un estudio de grabación.
—Exacto, Pukkas. Y así irán apareciendo las raíces negras de la “rubia”, sus uñas largas, los carraspeos que vienen del otro lado del biombo, la pestífera coliflor hervida, las náuseas, las voces…
—O sea, cambio lo del tipo que se hunde en un pozo por lo del tipo que entra en el estudio de grabación.
—Y así con cualquier situación que debas narrar o describir. Supongamos que se te ocurre poner a tu personaje caminando frente al mar. ¿Qué elementos irías anotando?
—La frescura del viento marino, el olor a sal, el rumor no muy lejano de las olas rompiendo contra la escollera. El chillido de las gaviotas.
—Graznido, Pukkas.
—¿Las gaviotas no chillan, maestro?
—Las gaviotas no chillan. Graznan. Lo correcto es “graznido”. Esta mañana, yo mismo había escrito chillid… —Pero Francisco se dio cuenta de que el máster acababa de interrumpirse a sí mismo como quien comprende que ha metido la pata. Y no hizo a tiempo de preguntarle nada, porque aquel viejo tramposo le dijo enseguida—: Mejor terminamos con la lección de Albalat, ¿qué te parece? Con este párrafo, fijamos la enseñanza para siempre. Escuchá:
Lo importante no es describir minuciosamente todos los detalles de un hecho, sino tener de ese hecho una sensación personal y viva. La evocación voluntaria dará esa sensación; y si se tiene esa sensación, los detalles vendrán por sí solos.
—Usted me está ocultando algo, máster.
—Más tarde hablaremos de eso, Pukkas. —Francisco notó cómo Tío Marce tragaba saliva: ¡implícitamente acababa de asumir que le estaba ocultando algo!—. Pero ahora quiero que hagamos un pacto vos y yo.
—¿Un pacto de silencio?
—Muy gracioso. El pacto que te propongo tiene que ver con las lecturas que hagas de ahora en más. Es necesario que tu primera lectura de las próximas obras que caigan en tus manos sea lo más virginal posible.
—Tipo Madonna, digamos.
—¿Cómo es eso?
—Like a virgin when your heart beats next to mine. ¿Nunca oyó esa canción?
Francisco logró esquivar un zapatillazo, y después de su intento fallido de asestarle tal proyectil, Tío Marce siguió:
—Ahora que conocés el truco, hacete el favor de no andar buscando con lupa, en una primera lectura, qué sentidos de los personajes están afectados en tal o cual cuento o novela. Si uno lee así, se pierde toda la magia. Eso sí: después marcá con un lápiz esas zonas sensoriales. No sólo para verificar su uso, sino principalmente para estudiarlas. Para poder aplicar en tus propias creaciones ese formidable recurso.
—Entiendo, maestro. Pero…
—Ahora quiero mostrarte algo referido a la naturalidad de la escritura. Así comienza el cuento “Reinicio”, de Serardo Ruiz, un autor mexicano miembro del Taller de Corte y Corrección. Después de leerlo al estilo de tu bendita Madonna, analizalo y contame qué descubrís en él:
Despierto sola por la luz que penetra persianas y cortinas. Todavía tengo el sabor amargo de la noche anterior. Y el maldito calor persiste, mezclándose con el olor a grasa de la pizza helada.
Vuelve ese molesto bip. No sé de qué rincón del departamento proviene, pero entra un llamado.
—¡Ufa, maestro, si uno estuvo atento a nuestras clases más recientes, le será muy fácil descubrir el truco! ¿Por qué mejor no dejamos que sean nuestros lectores quienes respondan?
—Perfecto, Pukkitas. Démosles tiempo para que busquen ellos mismos. Y después preparate, porque vos y yo tenemos que hablar. Vení, salgamos a la calle.