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Cultura 12 de septiembre de 2016

La casa de té

Por Rogelio Ramos Signes

Raras veces el año llega sin ventarrones
a la casa de té que levantamos en este desierto.
La vida es apacible aquí:
algunas obligaciones y unos cuantos amigos.
Nunca falta un sapo en el pozo para purificar el agua
ni la indiscreción de una estrella
sobre el árbol que cubre de hojas el patio.
Lao-Tsé (que así llamamos en la casa -por pura broma-
a este chino impredecible que inventa aforismos)
arrastra a las viejas damas del cassic room
hacia el hechizo de nuestra repostería,
asegurándoles que en los hidratos de carbono
no están las puertas del infierno.
El señor Ezra Pound, que ha llorado
frente a las barbas de Allen Ginsberg
(y dicen que arrepentido) también estuvo con nosotros
en aquel otoño casi italiano del 69,
entre nenas a go-gó, que nada sabían de ese pobre hombre,
y una buena mousse de chocolate
batida por estas manos.
Aquí juraron no reincidir los traductores de Blake
y aquí murió de insalvable soledad
-con las tripas endurecidas por tanto y tanto té sin compañía-
el primer fotógrafo que pudo registrar
las trombas tubulares de la Isla Mauricio.
Nuestra clientela siempre fue el orgullo del establecimiento.

Cada taza lavada en esta vieja batea de bronce
deberá contar su historia. Cada cuchara. Cada plato.
El desierto es como dicen los libros
y aquí difícilmente llueve,
eso sucede en las películas (a la noche, muy tarde)
o en siestas de verano, cuando el viento
dobla las palmeras hasta hacerlas besar el suelo.
Salvo el desmesurado mes de junio
(que a veces tiene más de treinta días)
y el muchacho de los libros (que llega sin avisar
cuando el chino y la señora Ruth están durmiendo)
todo es apacible y natural en este espejismo,
como la pálida flor del ciruelo
ruborizándose por al erección de los brotes,
como el engreído girasol de la huerta
que siempre amanece mirando hacia el Este,
como la arena que a veces cubre el tejado,
como el dominó de hueso, la pequeña biblioteca
y esa masa tan dulce llamada maamul.
Hoy no recuerdo si lo dijo Spender sentado a esta mesa
o si es fruto de la corrección que generan los años,
pero sé que esta casa de té sobrevivirá a través de los tiempos,
cuando todo duela
y la tarde se extienda hacia paisajes diferentes.
Nada (ni los aviones desintegrándose en la línea del horizonte)
es causal o caprichoso aquí:
las horas pasan y el ocio es lo que queda
rondando entre las tazas,
organizando carreras de sanjorges en maratones sin público,
enhebrando cordones montañosos
con margaritas deshojadas por el fuego,
distanciando el mundo en que vivimos
del mundo donde el hombre
no se permite imaginar siquiera una casa de té como ésta.

(De la casa de té, poesía publicada en Poesía del Pensamiento. Una antología de poesía argentina).