La apuesta, el relato de una promesa Mundial
A poco de cumplirse el primer aniversario de la gesta de la Selección Argentina de fútbol en Qatar, este relato cuenta una historia en la que las promesas adquieren carácter de irrenunciables, pese a las consecuencias que podrían generar.
Por Víctor Molinero
“Pero apostá algo que te cueste de verdad. Lo de arrancar la dieta es una pelotudez, hermano”, me lanzó, con toda la lógica del mundo, Diego, buscando que todos asuman un riesgo mayor, acorde al logro que estaba por delante.
Esa semana, ese mes en realidad, la oficina había estado revolucionada. Y no era para menos. Después de un arranque con dudas, la Selección Argentina avanzaba de la mano de un Lionel Messi maradoneano en el Mundial de fútbol de Qatar.
No se hablaba de otra cosa entre trámite y trámite. Bah, en realidad el trabajo había bajado sensiblemente por esos días. Un poco porque la mayoría de la gente estaba en otra, con la mente y los sueños puestos a la distancia en ese grupo de muchachos que los había vuelto a ilusionar. Y otro tanto porque, digamos todo, cuando veíamos a alguien aproximarse a la línea amarilla que delimitaba hasta dónde podía llegar el público que se acercaba a la “ofi”, nuestras caras se transformaban.
“Uhhh, mirá el que viene ahí”, tiraba Francisco, acompañando con un leve movimiento del mentón hacia delante, mientras archivaba papeles. “Panchito” tenía un detector de boludos incorporado. Una facilidad asombrosa para, apenas ver poner un pie en la oficina a una persona, predecir que su atención no iba a resultar una situación sencilla. Era infalible. Y si bien lo suyo no era la atención al público, había adquirido esa enorme habilidad a partir de su oído absoluto. Él decía que era como Charly García pero con un talento distinto.
Por esos días todos creíamos ver a un “desubicado” en cada uno que se “atrevía” a cruzar el umbral de la puerta de entrada. “¡Pero mirá a la hora que viene este tipo, Dios! Justo arrancan los himnos” se oyó lamentarse a Facundo cuando todavía faltaban diez minutos para el inicio de Qatar-Senegal. Todo lo que nos sacara de la atmósfera mundialista alteraba nuestro humor. Sin razón, claro. Salvo cuando la queja anticipada provenía de Fran. Ahí sí, la escasez de recursos cognitivos del visitante se hacía evidente y era capaz de alterar a un tipo como Bruno, el más apacible de los humanos que conocí en mi vida.
Bruno, que ya andaba por los 60 años, llevaba 30 en ese trabajo y nunca nadie lo había visto enojarse o levantar la voz. Inclusive cuando llegaban personajes irascibles, malintencionados o duros de entender, su paciencia era oriental. Su forma de confirmar que había sido un trámite difícil era diciéndole a Francisco en un tono muy bajo “no te equivocás nunca vos, eh”. Hasta ahí llegaba su malestar por el mal momento vivido.
Y eso que ha tenido que soportar maltratos de antología a lo largo de su vida laboral. Todos sufrimos el día que a Bruno un tipo lo esperó a la salida del trabajo y le dio una paliza. Tal fue la golpiza que estuvo cerca de perder la visión de su ojo derecho. Lo que nos hizo entender a todos la gravedad del castigo fue que faltó una semana al trabajo. Por entonces llevaba 25 años allí y nunca se había ausentado. Ni un solo día. “Boludo, debe estar hecho mierda para que no venga a trabajar éste”, recuerdo haber escuchado de Mauricio, que claramente era la contracara.
“A mí me pasa lo mismo y no me ven por seis meses. Primero espero que se me vaya hasta el último rasguño de la cara y después me pido carpeta psiquiátrica por el mal momento vivido”, lanzó en más de una oportunidad en las charlas de café que se daban en el descanso junto a la expendedora de bebidas calientes (no me animo a llamarle café al líquido negro y quemado que salía de allí).
La máquina, como en todos los trabajos, dependía de un proveedor externo. Pero para nosotros, el dueño era “el cordobés”, un compañero que trabajaba en sistemas y que, al parecer, hacía un arte de su tarea cotidiana. Es que él podía resolver en diez minutos lo que a otros les llevaba dos horas. Eso decía. Era tan buena la administración del tiempo que tenía que, generalmente, utilizaba el sobrante en acodarse en una pequeña barrita de madera ubicada junto a la expendedora de café. Era capaz de tomarse cuatro o cinco por día mientras se prendía en charlas de cualquier tópico. La política y el automovilismo lo podían pero, tipo con calle, podía hablar de todo. Manejaba el sarcasmo a la perfección, siempre respetaba los límites con quien pensaba distinto y era indispensable como el huevo a la hora de hacer albóndigas.
Su presencia era el aglutinante para que te pudieras mezclar en charlas con personas de otras oficinas, con las que por ahí tenías menos trato. Es que “el cordobés” pasaba tanto tiempo en aquella barra que lo conocían todos. Por eso su presencia en ese sector era casi indispensable. Podría decirse incluso que más aún que en la oficina de sistemas.
Fue ahí, donde se encontraban las “recetas” para optimizar las posibilidades de nuestras oficinas o simplemente cambiar el mundo, que volví a sentir la presión popular para elevar el riesgo de mi apuesta. Mi ida a la máquina coincidió con la de Diego y Oscar. Casualmente también estaba “el cordobés” por allí. Oscar era mi compañero en el día a día. Con él, además de entendernos laboralmente, habíamos sabido forjar una amistad afuera del trabajo. Pero ahí, en ese punto neurálgico de la oficina, no había amistad que pudiera aportar un salvoconducto. Y, cual Judas, obviamente fue Oscar el que trajo el tema a colación. “¿Cómo es eso de las apuestas?” preguntó simulando un desconocimiento que no era otra cosa que darle el pie a sus otros dos interlocutores.
“Ahhh, escuchá ésta, escuchá”, lanzó subiendo la voz y moviendo los brazos en todas las direcciones como solía hacer Diego cuando se aprestaba a verduguear a alguien. “El boludo éste dijo que su apuesta era empezar una dieta el lunes si somos campeones. Más tibio no se consigue”, arrancó arengando a la tropa.
“Pero si desde que lo conocemos dice que se va a empezar a cuidar y se come tres platos de paella cada vez que nos juntamos en lo del enano”, aportó “el cordobés” con una de esas verdades irrefutables. La paella era mi debilidad y la que hacía el padre del enano era de otro nivel. Intenté una defensa por ahí.
“Reconozco que la paella me puede” tiré sin mucha convicción. Sabía lo que se venía. “¿Y el asado? ¿y la bondiolita a la cerveza?, sumó rápido de reflejos el “dueño” del bar de nuestro trabajo. “Yo te quiero defender pero me la ponés difícil amigo”, acotó Oscar. “El sábado trajo facturas Hernán y te comiste cuatro. Decí que ayer el rata de Miguelito apenas arrimó un cuarto de palmeritas para su despedida”, recordó sobre el escaso aporte del flamante jubilado, quien pese a su muy buen pasar económico había debutado en eso de llevar unas vituallas para compartir con sus 42 compañeros en el último día de sus 35 años. Sin querer me había hecho un favor porque las palmeritas no me gustan así que evité la “avalancha” que se produjo tras escuchar el “acá hay algo para el mate”. Esa mañana pude respetar la dieta sugerida por mi nutricionista. La tarde y la noche ya eran otro tema. Y la batalla con las tentaciones sería muy desigual.
Acorralado, sin intenciones de perder la contienda dialéctica, tomé coraje y contraataqué fuerte. “Ok, ok. Si Messi sale campeón del mundo soy capaz de ir a ver en primera fila un recital de Mauricio”, dije. Cuando terminé la frase se hizo un silencio. Justo se habían sumado a la “estudiantina” del café Carla, Mariela y Vanesa y quedaron igual de estupefactas. Creo que todos me dieron esos tres segundos de nada para ver si me arrepentía. Si encontraba una salida a tamaña boludez.
Lento de reflejos, para cuando intenté suavizar la apuesta, ya era tarde. Diego y “el cordobés” se habían lanzado sobre mí, buscando testigos, diciendo que las promesas se cumplen o se sufren y sumando gente al papel de escribanos.
Mauricio era otro de nuestros compañeros de trabajo que despuntaba sus horas libres como líder de una banda de cumbia. Su sueño era ser algo así como Los Palmeras. Apuntaba alto siempre, en todo lo que encaraba. Y tenía una autoestima envidiable. Tres o cuatro veces al año anunciaba la realización de un nuevo show en algún bar de la ciudad. Y allí iban algunos compañeros a brindar su apoyo. Imantados por los relatos que el propio Mauri contaba en la oficina sobre su calidad artística.
En ocasiones, tan mimetizado estaba con su rol de figura de la movida tropical que solía aparecer en el trabajo con alguna de sus camisas floreadas, con los tres botones superiores sin abrochar para lucir sus collares y cadenas sobre el pecho. No pasaba desapercibido, claro, porque el resto de los varones optábamos por camisas lisas, que no escapaban al blanco o al negro. No había ningún reglamento escrito sobre el código de vestimenta en la oficina pero sí un acuerdo tácito entre nosotros. Alguna que otra vez alguien se “estiraba” hasta una camisa rosa o una negra con lunares blancos y pasaba a ser el centro de las cargadas durante el día.
Mauricio, en cambio, era un provocador nato. Y se sentía como pez en el agua cada vez que alguna acción suya despertaba la atención del resto. Siempre tenía una respuesta para todo. Elevaba la apuesta. Quizás fue esa actitud suya la que me contagió aquel día del café y me terminaría marcando para toda la vida.
Habían pasado pocos días de su ingreso a la oficina, algunos años después que yo, cuando tuvimos nuestro primer cortocircuito. En medio de uno de sus habituales monólogos aclaró que no había nacido en Mar del Plata sino que era rosarino. “Ehhh, como vos”, le recordó Diego involucrándome en una charla que yo había decidido tocar de oído.
Al saberme del pago la pregunta inquisitoria de Mauricio no tardó en llegar. “¿De qué cuadro sos?” Los músculos de la cara se le tensaron, la sonrisa que traía se desdibujó por completo y pareció que se le iba la vida en las milésimas de segundo que tardé en responder. “Del que tuvo a Maradona, Messi y Bielsa”, le dije orgulloso, intentando empezar a jugar a eso que llaman “el folklore del fútbol”. No era un fanático de Newell’s pero durante mi infancia en Rosario supe ir al Parque a ver a un equipo que por aquellos años peleaba los campeonatos con River, Independiente y el propio Rosario Central.
Mi respuesta lo desencajó. Arrancó por decir que él era “canalla” como Olmedo, Fontanarrosa y Fito Páez. Y no estaba mal, eran nombres válidos para sumar al bando propio. Pero no lo decía con humor o ironía. Lo decía con bronca contenida. Entonces se metió de lleno a enumerar, con cierta agresividad, cuestiones por las cuales él estaba convencido de que su equipo era infinitamente mejor que el mío. Diego, Oscar, Mariela y el “cordobés” se fueron yendo uno a uno de la conversación. Por respeto lo tuve que seguir escuchando. Fueron catorce minutos de una diatriba agotadora. Cuando hizo una pausa aproveché. “Ehhh, bueno che, todo bien. Aguante Rosario igual”, le dije intentando cerrar la grieta, antes de avisarle que tenía que seguir con el laburo.
Ese mismo día entendí que no sería conveniente gastar energías en discusiones futboleras allí. Y las evité siempre que pude. Aún cuando, en ocasiones, Mauricio le contaba a los gritos a terceros, a menos de dos metros de mi escritorio, las motivos por los que Central era infinitamente superior a Newell’s en todos los aspectos.
De todos modos, tuve claro también que no era una cuestión personal. A Mauricio le fascinaba provocar. Conmigo había encontrado una herramienta fácil a partir de nuestra rivalidad futbolística.
Pero su don lo llevaba a encontrar siempre un motivo para irritar. Al “cordobés”, radical empedernido, le elogiaba las políticas de Perón y Evita. Pero a Diego, confeso peronista, le machacaba el populismo de sus referentes y ensalzaba la figura de Illia y Alfonsín. “No puedo entender a la gente que no come carne” le escuché espetarle -muy irritado- a Carla, que era vegetariana. A Bruno, tanguero de ley, solía decirle que el tango había sido una moda y que estaba predestinado a desaparecer. Mauricio disfrutaba esos momentos. Y, a pesar de la negativa de sus interlocutores de turno, a él le gustaba compartirlos.
Estaba claro que la cosa no era sólo conmigo. En todo caso, siendo el fútbol su principal pasión, por ahí tensaba un poco más su discurso cuando buscaba desmerecer al “leproso”. De allí que nuestra rivalidad era más marcada probablemente. Y que alrededor varios creyeran que un día uno de esos cruces dialécticos no iba a terminar bien.
Como último recurso busqué, cual jugador que acaba de ser expulsado en una cancha de fútbol, llevarme a un rival conmigo para emparejar. “¿Y vos qué prometés?”, le tiré a Diego buscando comprometerlo. “Yo me tatúo”, dijo enseguida. Creo que se dejó llevar por el impulso. Seguramente era algo que venía pensando desde hace rato. Porque él piensa todo mil veces antes de llevarlo a cabo. Elabora teorías, consulta opiniones de terceros, anota, programa. Pretende tener todo bajo control en el caos que significa la cotidianeidad de nuestra oficina.
Su promesa de tatuarse generó casi tanto estupor como la mía. Todos sabían del temor extremo que sentía Diego ante todo. Autopercibido hipocondríaco, sin marcas en su piel, solía contar cómo tendría que debatirse entre la vida y la muerte el día que alguno de los doce especialistas médicos que visitaba al año le sugiriera pasar por el quirófano. Tenía controles integrales semestrales. Y si se enteraba de algún estudio nuevo era el primero en pedírselo a su médico de cabecera. Por eso es que también Diego había jugado fuerte con lo del tatuaje.
El lunes 19 de diciembre en la oficina se vivió una felicidad inusual. Como en todo el país en realidad. La alegría por el título mundial que Messi y compañía consiguieron en Qatar ofreció la posibilidad de un festejo interminable, que se empalmó con Navidad y Año Nuevo con total naturalidad. Tal fue el efecto de aquella conquista futbolera que, inclusive, las fiestas de fin de año pasaron a segundo plano. En las mesas navideñas, en los brindis, sólo se hablaba del Mundial.
Las plataformas de contenidos sufrieron el cimbronazo durante esos días. Nadie pudo seguir mirando la serie que estaba viendo. Ni terminar el libro que lo había atrapado. Todo quedó en pausa por dos semanas. Sólo había lugar para videos, textos y noticias relacionados con el Mundial de Qatar. La oficina no escapó a esa regla.
Como Diego y yo no pudimos escapar a la memoria selectiva del “cordobés” aquel lunes posterior a la inolvidable final ante Francia. “Buenooo, vayan poniendo fecha ustedes dos que las promesas se cumplen ehh”, tiró ante el coro de aplaudidores seriales que disfrutaban esos segundos en los que la sonrisa se nos desdibujó del rostro rápidamente.
Había que cumplir la promesa y la horda de compañeros no estaba dispuesta a pasarla por alto. “Ok, yo voy al recital de Mauricio pero después que Diego se tatúe” lancé a modo de último deseo de un condenado al pelotón de fusilamiento. Supongo que Diego estaba aturdido por el miedo porque aceptó. Estaba seguro de que esa jugada me había dado tiempo. Porque además me permitió empezar una campaña sucia sobre la posibilidad de contraer alguna infección al momento de pasar por las agujas del tatuador. Había que esmerilar ese rapto de valentía que había demostrado Diego al querer tatuarse.
Es verdad que algunos meses gané con aquella estrategia. Porque si bien Diego sonreía ante cada alerta sobre la peligrosidad de tatuarse, cuando llegaba a su casa pasaba horas buscando información al respecto y sacando porcentajes de gente que había tenido malas experiencias.
Sin embargo, una mañana anunció en la oficina que había sacado turno con un tatuador que había pasado todos los controles previos de seguridad e higiene. Es de esperar que hasta la ISO 9001 al día tendría el artista del tatoo. Y un par de semanas después, Diego apareció en la oficina con un hermoso tatuaje en la pantorrilla de su pierna derecha. La copa, la tercera, lucía esplendorosa en su gamba. Había cumplido su promesa. Sin infecciones, sin un grado de fiebre, sin tener que hacer una interconsulta médica ante tamaño desafío. Y estaba parado ahí, orgulloso, aliviado, dispuesto a ponerme contra la espada y la pared. “Bueno, hermano, dejate de joder y cumplí tu promesa porque es muy peligroso no hacerlo. Te pueden pasar cosas”, lanzó agrandado.
Ya no había escapatoria. Los recursos de amparo, las apelaciones y otras dilaciones posibles se habían agotado. No quedaba otra que pagar la condena. Al menos Mauricio me dio tiempo para prepararme psicológicamente. Porque decidió hacer un impasse en su carrera musical. Seis meses pasaron hasta que una mañana ingresó a la oficina con la novedad. “Muchachos, el sábado 25 de agosto tocamos en Garibaldi. Vayan reservando mesa porque va a explotar y después no quiero quejas si se quedan afuera”, lanzó con su autoestima siempre intacta. Como cuando todos se callaban de repente y quedaba el Chavo del 8 metiendo la pata, automáticamente los presentes en la oficina en aquel momento giraron sus cabezas para mirarme. Tuvieron el decoro de no decir nada. No hacía falta.
Temiendo el aluvión de reservas que me impidiera cumplir la promesa, salí enseguida al patio y llamé a Garibaldi para hacer la mía. En principio señé dos entradas. Con cuarenta días por delante, había tiempo de sobra para encontrar acompañante.
Los compañeros de la oficina se fueron bajando uno a uno con las excusas más variadas. Mis mejores amigos pasaron por aquellos días a ser sólo amigos. Ninguno estuvo al pie del cañón en una situación tan delicada. Mis hijos me clavaron el visto cuando los invité por mensaje de Whatsapp. Y cuando insistí personalmente optaron por una misma negativa aunque con distintos grados de sensibilidad.
“No puedo, pa. Ese día es el cumpleaños de Lucía y seguro va a hacer algo. Todavía no sabe en realidad si lo va a festejar pero tengo que estar disponible por las dudas porque es mi mejor amiga. Si la banda toca otro día te acompaño”, me lanzó Constanza con cierta delicadeza. Francisco fue más escueto ante mi insistencia cara a cara. “Chupala, rey”, me tiró.
Para cuando llegó el sábado 25 de agosto estaba solo. Pensé en regalar la otra entrada entre la gente que imaginé amontonada en la vereda del lugar pero, curiosamente, el acceso estaba liberado. Pude estacionar a menos de 50 metros de la cervecería, no hice cola para entrar y, para mi sorpresa, había varias mesas disponibles en el interior.
Víctor Molinero.
Para las once de la noche, cuando subió al escenario Mauricio y su banda, el lugar presentaba un mejor marco. El boca a boca del propio Mauri no podía fallar. Y ahí estaban familiares, amigos y distintos personajes a los que atendía en el día a día de la oficina. Porque favor con favor se paga, claro.
El show arrancó con un tema propio y temí lo peor. Pero enseguida, la banda hizo con base de cumbia dos covers de Soda Stereo y la planta de mi pie izquierdo comenzó a subir y bajar al ritmo de la música, sobre el fierrito de soporte del taburete que había ocupado junto a la barra. La cerveza ayudaba y ya no estaba a disgusto. “Esto no está tan mal”, pensé. Las cosas se iban a poner todavía mejor…
Recién entonces, cuando la angustia y la ansiedad le dieron paso a la liberación y comencé a fluir, me percaté de su presencia. Ya me había servido una cerveza pero, aturdido por la situación, no había reparado en sus ojos. Supongo que tampoco, en el primer intercambio “comercial” me había sonreído. Mi actitud, nerviosa e impaciente, no hizo méritos para merecer ese premio. Cuando fui por la segunda pinta todo cambió. Relajado, casi a gusto, a mi pedido le devolvió una sonrisa que descubrió dos hoyuelos en sus mejillas. Durante la siguiente hora y media no hice más que pensar en qué hacer o decir para volver a dibujar ese gesto en su cara.
La batalla parecía perdida. Con mis inseguridades a cuestas, después de noventa minutos de darle vueltas al asunto, al pedido de mi tercera cerveza lo acompañé con un chiste tonto. Demasiado. No hubo risa ni hoyuelos. El show había terminado derribando mi preconcepto sobre Mauricio y su banda. Era tiempo de partir. Comencé a ponerme la campera, levanté la vista para verla una vez más y ella me devolvió la mirada. Me regaló otra vez su sonrisa, se acercó y me dijo “los jueves es más tranquilo, hay rock nacional de los ’80, ’90 y se puede hablar mejor”. “Además los dueños están queriendo incorporar algo de stand up… No sé si tus chistes dan para tanto pero bue…”, bromeó.
Me fui sólo pensando en el próximo jueves. Miento si digo que esa noche dormí. La ansiedad siempre está al acecho y en ocasiones así es difícil de controlar. Ya en mi cama repasé cada minuto en esa barra. Entendí que en mi vida iba a volver a disfrutar tanto de un show. Y que las apuestas se pagan.
Biografía
Víctor Molinero nació en Mar del Plata el 25 de febrero de 1975 y es redactor de la sección deportiva del diario LA CAPITAL de Mar del Plata desde 1997. También escribió artículos para otros portales locales como bacap.com.ar o mdpya.com.ar.
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