Itinerarios de lectura: tenebrosas pasiones
Nomi Pendzik propone una nueva visita guiada, esta vez por el clásico "Cumbres borrascosas" de Emily Brontë.
Retrato de Emily Brontë (1818-1848) pintado por su hermano Branwell.
Por Nomi Pendzik (*)
Hace unos años, cuando estaba de moda la saga “Crepúsculo”, unas alumnitas me recomendaron la lectura de “Cumbres borrascosas”, novela que yo sólo conocía de oídas. Alegaban que Stephenie Meyer, la autora de la fábula de amor entre el vampiro y la humana, se había inspirado en la obra de Emily Brontë. “¡Nomi, tenés que leer este libro!”, insistían. Acepté a regañadientes, más que nada por el desafío que de algún modo me proponían. Y les agradezco.
Porque la novela de Brontë me cautivó. Tiene una estructura narrativa muy original para su época –fue publicada por primera vez en 1847–, en la que varios narradores se ceden la palabra para contar, desde su punto de vista, la turbulenta historia de dos familias gobernadas por crueles pasiones. Todo en ella está pintado con tonos sombríos, siniestros. Sus ásperos personajes arrastran amores oscuros, y el escenario ventoso y árido resalta la rudeza y la desolación de esas vidas consumidas por la violencia y la discordia. Los contados remansos felices sólo sirven para acentuar el contraste entre lo que podría haber sido y lo que en realidad es. Heathcliff, el protagonista, lo corrompe todo con su vengativa ferocidad. Y el fantasma de la desdichada Catalina –¿real, imaginario?– sobrevuela en la historia, y nos recuerda a todos, personajes y lectores, cuán lóbregas pueden ser las más borrascosas cumbres del alma.
***
“Cumbres borrascosas” (fragmento) de Emily Brönte
(Fuente: www.infotematica.com.ar)
A la casa donde vivía el señor Heathcliff se la llamaba «Cumbres Borrascosas» en el dialecto local. El nombre traducía bien los rigores que allí desencadenaba el viento cuando había tempestad. Ventilación no faltaba sin duda. Se advertía lo mucho que azotaba el aire en la inclinación de unos pinos cercanos y en el hecho de que los matorrales se doblegaban en un solo sentido, como si se prosternasen ante el sol. (…)
Cuando la sirvienta me precedía por las escaleras, me aconsejó que tapase la bujía y procurase no hacer ruido, porque su amo tenía ideas extrañas acerca del cuarto donde ella iba a instalarme, y no le agradaba que nadie durmiese en él. Le pregunté los motivos, pero me contestó que sólo llevaba en la casa dos años, y que había visto tantas cosas raras, que ya no le quedaban ganas de curiosidades.
En lo que me concernía, la estupefacción no me dejaba lugar a la curiosidad. Cerré, pues, la puerta y busqué el lecho. Los muebles se reducían a una percha, una silla y una enorme caja de roble, con aberturas laterales a manera de ventanillas. Me aproximé a tan extraño mueble, y me cercioré de que se trataba de una especie de lecho antiguo, sin duda destinado a suplir la falta de una habitación separada para cada miembro de la familia. Formaba de por sí una pequeña habitación, y el alféizar de la ventana, contra cuya pared estaba arrimado el lecho, hacía las veces de mesilla.
Hice correr una de las tablas laterales, entré llevando la luz, cerré y sentí la impresión de que me hallaba a cubierto de la vigilancia de Heathcliff o de otro cualquiera de los habitantes de la casa.
Deposité la bujía en el alféizar de la ventana. Había allí, en un ángulo, varios libros polvorientos, y la pared estaba cubierta de escritos que habían sido trazados raspando la pintura. Aquellos escritos se reducían a un nombre: «Catalina Earnshaw», repetido una vez y otra en letras de toda clase de tamaños. Pero el apellido variaba a veces, y en vez de «Catalina Earnshaw», se leía en algunos sitios «Catalina Heathcliff » o «Catalina Linton».
Sintiéndome muy cansado, apoyé la cabeza contra la ventana y empecé a murmurar: «Catalina Earnshaw, Heathcliff, Linton… » Los ojos se me cerraron, y antes de cinco minutos creí ver alzarse en la oscuridad una multitud de letras blancas, como lívidos espectros. El aire parecía lleno de «Catalinas». Me incorporé, esperando alejar así aquel nombre que acudía a mi cerebro como un intruso, y entonces vi que el pabilo de la bujía había caído sobre uno de los viejos libros, cuya cubierta empezaba a chamuscarse saturando el ambiente de un fuerte olor a piel de becerro quemada. Me apresuré a apagarlo, y me senté. Sentía frío y un ligero mareo. Cogí el tomo chamuscado por la vela y lo hojeé. Era una vieja Biblia, que olía a apolillado, y sobre una de cuyas hojas, que estaba suelta, leí: «Este libro es de Catalina Earnshaw» y una fecha de veinticinco años atrás. Cerré el volumen, y cogí otro y luego varios más. La biblioteca de Catalina era escogida, y lo estropeados que estaban los tomos demostraba que habían sido muy usados, aunque no siempre para los fines propios de un libro. Los márgenes blancos de cada hoja estaban cubiertos de comentarios manuscritos, algunos de los cuales constituían sentencias aisladas. Otros eran, al parecer, retazos de un diario mal pergeñado por la torpe mano de un niño. Encabezando una página sin imprimir, descubrí, no sin regocijo, una magnífica caricatura de José, diseñada burdamente, pero con enérgicos trazos. Sentí un vivo interés hacia aquella desconocida Catalina, y traté de descifrar los jeroglíficos de su letra.
«¡Qué domingo tan malo! —decía uno de los párrafos—. ¡Cuánto daría porque papá estuviera aquí…! Hindley le sustituye muy mal y se porta atrozmente con Heathcliff. H. y yo vamos a tener que rebelarnos: esta tarde comenzamos a hacerlo. (…)
Yo me sentía ya medio dormido, y mis ojos iban del manuscrito de Catalina al texto impreso. (…)
Recordé que descansaba en una caja de madera y que el viento y las ramas de un árbol golpeaban la ventana. Tanto me molestaba el ruido, que, en sueños, me levanté y traté de abrir el postigo. No lo conseguí, porque la falleba estaba soldada, y entonces rompí el cristal de un puñetazo y saqué la mano para separar la molesta rama. Mas, en lugar de ella, sentí el contacto de una manecita helada. Me poseyó un intenso terror, y quise retirar el brazo, pero la manecita me aferraba mientras una voz insistía:
—¡Déjame entrar, déjame entrar!
—¿Quién eres? —pregunté pugnando por soltarme.
—Catalina Linton —contestó, temblorosa—. Me había perdido en los pantanos y vuelvo ahora a casa.
Sin saber por qué, me acordaba del apellido Linton, a pesar de que había leído veinte veces más el apellido Earnshaw. Miré y divisé el rostro de una niña a través de la ventana. El horror me hizo obrar cruelmente, y al no lograr desasirme de la niña, apreté los puños contra el corte del cristal hasta que la sangre brotó y empapó las sábanas. Pero ella seguía gimiendo: «¡Déjame entrar!», y me oprimía la mano. Mi espanto llegaba al colmo.
—¿Cómo voy a dejarte entrar —dije, por fin—, si no me sueltas la mano?
El fantasma aflojó su presión. Metí precipitadamente la mano por el hueco del vidrio roto, amontoné contra él una pila de libros, y me tapé los oídos para no escuchar la dolorosa súplica. (…)
—¡Vete! —exclamé—. ¡No te abriré aunque me lo estés pidiendo veinte años seguidos!
—Veinte años han pasado —murmuró—. Veinte años han pasado desde que me perdí.
Y empujó levemente desde fuera. El montón de libros vacilaba. Intenté moverme, pero mis músculos estaban como paralizados, y, en el colmo del horror, lancé un grito.
Aquel grito no había sido soñado. Con gran turbación, sentí que unos pasos se acercaban a la puerta de la alcoba. Alguien la abrió y por las aberturas del lecho percibí luz. Me senté en la cama, sudoroso, estremecido aún de miedo.
El que había entrado murmuró algunas palabras como si hablase solo y luego dijo en el tono de quien no espera recibir contestación:
—¿Hay alguien ahí?
Reconocí la voz de Heathcliff, y comprendiendo que era necesario revelarle mi presencia, ya que, si no, buscaría y acabaría encontrándome, descorrí las tablas del lecho. Tardaré mucho en poder olvidar el efecto que mi acción produjo en él.
Heathcliff se paró en la puerta. Llevaba la ropa de dormir, sostenía una vela en la mano y su cara estaba blanca como la pared. El ruido de las tablas al descorrerse le causó el efecto de una corriente eléctrica. La vela se deslizó de entre sus dedos, y su excitación era tal, que le costó mucho trabajo recogerla.
—Soy Lockwood —dije, para evitar que continuase demostrándome su miedo—. He gritado sin darme cuenta mientras soñaba. Lamento haberle molestado.
—¡Dios le confunda, señor Lockwood! ¡Váyase al… —empezó él—. ¿Quién le ha traído a esta habitación? —continuó, hundiendo las uñas en las palmas de las manos y rechinando los dientes en su esfuerzo para dominar la excitación que le poseía—. ¿Quién le trajo aquí? Dígamelo para echarle de casa inmediatamente.
—Su criada Zillah —contesté abandonando la cama y recogiendo mis ropas—. Haga con ella lo que le parezca, porque lo tiene merecido. Se me figura que quiso probar a expensas mías si este sitio en efecto está embrujado. Y le aseguro que, en realidad, está bien poblado de trasgos y duendes. Hace usted bien en tenerlo cerrado. Nadie le agradecerá a usted el dormir en esta habitación.
(*) Para leer las anteriores notas de la columna “Itinerarios de lectura” de Nomi Pendzik, hacer clic acá.
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