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Cultura 24 de julio de 2024

Itinerarios de lectura: reflejos del futuro

Una visita guiada por el género de la ciencia ficción y un adelanto de una novela de Daniel Fazio que se encuentra en proceso de escritura.

Daniel Fazio.

Por Nomi Pendzik (*)

Si alguien les dice que no le preocupa el futuro, no le crean. Quien más, quien menos, aun cuando suponga tener la vaca atada, siente ese cosquilleo de incertidumbre cuando piensa en los días que vendrán. Y la gran literatura nunca ha dejado de hacerse cargo de ese desasosiego. Pero hay un género que se ocupa en especial de esos desvelos que a todos nos incluyen. Porque del terror al futuro nace la ciencia ficción.

Las hemos leído y visto en montones de películas y series: son las historias que transcurren en el negro destino de la humanidad -“en uno de los futuros posibles” diría el soldado Kyle Reese en la gloriosa “Terminator” (James Cameron, 1984) que viene desde esa época tan lejana y al mismo tiempo cercana a salvar a Sarah Connor del ataque del cíborg exterminador-. Es una descarnada imagen del porvenir construida a partir de lo que nos ofrece nuestro presente, no menos descarnado. El escenario de la ciencia ficción nos sitúa, o bien en un universo atravesado por la tecnología omnipotente, o bien en una sociedad que ha involucionado después de algún cataclismo generado por el perverso uso de los recursos: muchas veces esa imagen es insoportable por angustiante, tremendamente profética (pensemos en la tenebrosa novela “1984” de George Orwell). En suma, los males del presente se multiplicarán en un futuro exponencialmente peor.

Todos los escritores que aman lo que hacen ponen lo mejor de su talento en la creación de su universo, pero el autor de ciencia ficción es especialmente cuidadoso en eso. Porque, por un lado, necesita describir ese mundo tal como lo concibe, con sus particulares objetos y escenarios. Por otro, tiene que incluir esos elementos en su historia para que el lector comprenda qué son y para qué sirven o cómo se usan, sin que esos datos se vean como una parte del texto diferente de la historia y especialmente destinada a informar al lector sobre esas cuestiones. En “Un mundo feliz”, de Aldous Huxley, por ejemplo, los primeros capítulos están destinados a informar a ciertos visitantes cómo es el mundo tan maravilloso que han diseñado en Londres, precisamente la ciudad que los acoge.

Huxley ha encontrado un buen subterfugio. De lo contrario, es como si alguien viniera hoy en día a decirnos qué es y cómo se usa un teléfono celular. ¿Por qué explicar lo que todos los que viven en ese universo conocen de sobra? Al lector le resultaría inverosímil, sabría que está leyendo porque siente que esa información se la están dando a él. Recuerda la celebérrima enseñanza de Borges: el camello ni se menciona en la Biblia, porque forma parte inseparable de ese mundo.

Y ese es uno de los desafíos que enfrenta nuestro autor de hoy, Daniel Fazio, en su novela: dosificar la información de modo tal que el lector vaya formándose una imagen mental del universo creado, sin que lo note. Hay también otros desafíos: Daniel es ingeniero industrial y lector voraz del género. ¿Cómo dar la información de que uno dispone y no caer en el exceso? ¿Y cómo lograr una obra que atrape como las grandes historias que amamos, y que no se parezca a ninguna otra?

El texto que sigue es un fragmento del primer capítulo de su novela, que trabajamos en uno de mis talleres; la obra todavía está en proceso y estamos buscándole el título más apropiado. Los invito a ver cómo ha conseguido Daniel vencer el desafío, y además empezar con gran tensión una historia que invita a seguir leyendo.

***

Arriba la lluvia frenética golpeaba la superficie del mar. Desde mi minisubmarino yo no la escuchaba, pero la sabía. Y de vez en cuando veía reflejos difusos que reemplazaban las grandes olas por otras pequeñas, infinitas, y todo adquiría una luminosidad inusualmente tersa.

Agradecí la tranquilidad: un gran contraste respecto a la efervescencia recientemente vivida. Aún no había procesado del todo lo que me había ocurrido, y los regresos desde la aquagranja hasta casa me daban tiempo para divagar. (…)

Volvía a puerto, dando un largo rodeo en espiral ascendente a la cúpula, para concluir la observación visual. Desde este lugar, la granja parecía una esfera de cristal semienterrada, solitaria, en el lecho de una pecera sin límites.

Aunque sin poder identificar por qué, me sentía alerta. No era por el indicador de oxígeno; sabía bien que, aunque tuviera poco menos que el 20%, era más que suficiente para llegar a casa. No obstante, me prometí nunca más salir con menos de medio tanque. Lo que me tenía en un estado vigilante era otra cosa: una leve sensación en el fondo de mi mente me avisaba que algo no iba bien. (…) Controlé las cámaras, los sensores y el resto de los instrumentos: todos los valores parecían normales. Miré alrededor, dentro y fuera de la nave: nada extraordinario. Me llamó la atención no haber visto a Martha desde que salí de la aquagranja, siendo que, hasta que entré en la cúpula, ella estuvo a mi lado; asumí que andaría cazando su merienda.

Los pelos de la nuca se me crisparon un instante antes de que comenzara a zumbar la alarma al unísono en el Manibús de mi pulsera y en las pantallas de la pequeña nave. Luces naranjas en el bisonar indicaban cuatro, no, cinco objetos metálicos entrando en zona de detección, a unos setecientos metros. ¿Qué carajos serían? Obvio que no animales. Tampoco maderas flotando a dos aguas a la deriva: iban a contracorriente. Fueran lo que fueran, venían desde las zonas más profundas a una velocidad tal, que me alcanzarían antes de que yo pudiera llegar a la playa. Se acercaban desde cinco ángulos diferentes, y todos apuntaban en línea recta hacia mí. Las manos se me empaparon de sudor: me interceptarían en pocos minutos. Mis sospechas sobre sus intenciones crecieron cuando noté que no recibía ninguna comunicación entrante en los receptores de mi nave casera. Decidí que eran hostiles.

Evalué mis opciones. Lo más obvio era salir en línea recta a la superficie, pero luego, ¿qué? ¿Nadar trescientos metros hasta la playa? Aunque el entrenamiento no me había enseñado nada sobre maniobras evasivas, mi instinto me indicaba que, por el momento, lo mejor era no hacer ninguna, y seguir avanzando sin advertir a los enemigos que ya los había visto. Así que no aceleré ni cambié el curso. Probé en diferentes ondas de radio: en el mejor de los casos, ruido blanco. ¡Al abismo con la radio! Mi Manibús podía recibir ondas acústicas, magnéticas o eléctricas de diferentes espectros, y combinarlas para encontrar algún significado o patrón. Era mi invención más reciente, pero aún no estaba calibrada para funcionar bajo el mar. Apenas había logrado que funcionara en el aire, y también en el espacio, como había podido comprobar el día en que recibí aquella señal de la Luna. La Luna… Mi mente se fue hacia ella: a las imágenes inexplicables que vi, a mis teorías que resultaron tan descabelladas, y a esa misma maldita señal que provocó que me echaran. ¿Y si me buscan por eso?

Bip: la aguja del único instrumento análogo de la nave señalaba “15% de oxígeno”.

Volví al presente con una solución: empalmaría mi Manibús a la radio de la nave para obtener señales de baja frecuencia amplificadas. Con solo unos cables y los sensores correctos podría hacerlo; tenía lo necesario en el baúl. Me levanté en el poco espacio disponible en una nave que no consideraba que alguien debiera levantarse cuando estaba en sumersión, y retiré la cobertura superior de mi butaca para acceder al compartimento. (…)

Detrás de unas carpetas encontré lo que buscaba. Mis manos operaban a gran velocidad a pesar del nerviosismo creciente. Logré hacer la conexión. BIP. Mierda: 13%. Ensimismado en la tarea, ni siquiera había escuchado el aviso intermedio. Apagué la alarma, sabiendo que, de cualquier manera, sonaría al llegar al 10%. Mi Manibús transmitió zumbidos difusos mientras recibía señales y se autocalibraba. Sentí una punzada de terror al suponer que yo estaba emitiendo alguna señal, y de inmediato apagué mis micrófonos y sonares hasta saber qué o quiénes eran mis perseguidores. El ruido dejó paso a voces; identifiqué al menos dos. No comprendía el idioma, pero mi Manibús automáticamente bajó el volumen de la recepción y tradujo al instante en dos voces distintas que debían ser similares a las originales:

—…objetivo ubicado.

¿Objetivo ubicado? Esos son términos militares. ¿El objetivo soy yo? Obvio: vienen por mí. Las voces seguían:

—Trayectoria confirmada.

—Ratifique que no nos vio.

—Eso creo, señor. El objetivo está en la mira, ¿procedo?

Hijos de puta…

—Afirmativo, proceda.

¿A qué carajos van a proceder? ¿Me van a hundir? ¡Me van a hundir! Sentí arder la sangre, aunque haber podido interpretar a mis perseguidores, de alguna manera, elevó mi ánimo. Era momento de actuar.


(*) Nomi Pendzik es profesora de Literatura, capacitadora docente y autora de Troquel, Colihue y Sudamericana. Trabajó en todos los niveles de enseñanza y publicó una veintena de libros de texto, ensayo y narrativa. Dirige el periódico cultural Fin e integra el equipo pedagógico del Taller de Corte y Corrección. Es la esposa de Marcelo di Marco, con quien se radicó en Mar del Plata en el verano de 2023. / Contacto: Instagram @nomi_tcyc y [email protected]



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