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Cultura 18 de marzo de 2025

Itinerarios de lectura: ¿quién es el monstruo?

En una nueva visita guiada, Nomi Pendzik elige un fragmento de la famosa novela de Mary Shelley: el terrible instante en que Frankenstein confirma que su experimento ha resultado exitoso y, al mismo tiempo, escalofriante.

Retrato de Mary Shelley por el pintor irlandés Richard Rothwell en 1840 (óleo sobre lienzo).

Por Nomi Pendzik (*)

Empezaré por una necesaria aclaración. Cuando se habla de Frankenstein, mucha gente evoca a un ser creado a partir de trozos de cadáveres, una aberración que cobra su torpe vida gracias a las manipulaciones electromecánicas de un científico trastornado. Pero no es así: Frankenstein es el apellido del científico creador, Víctor Frankenstein, no el de su criatura. En la archifamosa novela de Mary Shelley “Frankenstein o el moderno Prometeo”, a la criatura se la llama monstruo, demonio, ente maligno, miserable, asqueroso y otras lindezas por el estilo. Es un ser que no tiene nombre –la Cosa Sin Nombre lo llama Stephen King–, y está muy bien que así sea. Porque, según afirma Borges, “el nombre es arquetipo de la cosa”, y entonces ponerle nombre a alguien es darle entidad, que es justo lo que el doctor Frankenstein no quiere para su perversa invención.

Aparte de la originalidad de la historia y de las cuestiones filosóficas que plantea, uno de los aspectos más fascinantes de esta obra es su construcción. Se trata de una novela epistolar, es decir que la historia se va contando a través de cartas. El marco narrativo lo da Robert Walton, un ambicioso capitán de navío obsesionado con llegar al Polo Norte. Walton le escribe a su hermana, que vive en Inglaterra, y esas cartas abren y cierran el relato. En su periplo, varado entre los hielos del Ártico, su barco encuentra a un hombre moribundo: es Víctor Frankenstein, que ha llegado al fin del mundo persiguiendo a su criatura. Frankenstein le cuenta a Walton su historia, y el capitán la transcribe para su hermana. En determinado momento, el relato del doctor se interrumpe: le cede la voz al monstruo. Monstruo que a su vez cuenta su propia historia, a partir del horrendo despertar –estuve tentada de decir “renacer”– en el laboratorio. En síntesis, asistimos a un actualísimo juego de cajas chinas: un narrador le da la palabra a otro para que cada uno, en primera persona, desarrolle no sólo los hechos que protagonizó, sino sus propios sentimientos y reflexiones en relación con esos hechos. Gracias a este juego de narradores, la novela de Shelley amplía los matices: comprendemos a los personajes, y sus emociones y razonamientos hacen trastabillar nuestras propias ideas sobre la muerte y la trascendencia, sobre la bondad y la maldad, sobre los límites de la ciencia.

Y otra especie de cajas chinas se introduce en relación con la escritura de la obra. Cuenta la leyenda que Mary Shelley, recién salida de la adolescencia, concibió esta historia de horror científico –calificada por muchos como la primera novela de ciencia ficción de la literatura– durante unas vacaciones en casa de lord Byron, en Suiza –¿vieron Gothic, la película de Ken Russell (1986)?–. Una primera versión de Frankenstein, revisada y prologada por el marido de la joven, Percy Shelley, fue publicada anónimamente en 1818. Pocos años después se reeditó, con algunas correcciones ortotipográficas y ya consignando el nombre de la autora, y esa es la que suele encontrarse más habitualmente traducida al español. Hay otra versión de 1831, en la que Mary Shelley incorporó modificaciones en la historia y el estilo; quienes la leyeron aseguran que en ella –lástima– le ha desafilado los dientes a su monstruo.

El fragmento que elegí para esta entrega es el terrible instante en que Frankenstein confirma que su experimento ha resultado exitoso y, al mismo tiempo, descubre cuán escalofriante es ese éxito. En su malsana obsesión, el precursor de los científicos locos no había calculado las consecuencias de sus acciones –cosa bastante habitual en la naturaleza humana, y especialmente en nuestra época, que no parece darle importancia al futuro de la naturaleza humana–. Cuando Víctor comprende la verdadera dimensión de su error, su vida se hunde sin remedio en la ominosa certeza de lo irreversible.

***

“Frankenstein o el moderno Prometeo” de Mary Shelley
Capítulo 7 (fragmento)

Una lluviosa noche de noviembre conseguí por fin terminar a mi hombre; con una ansiedad casi cercana a la angustia, coloqué a mi alrededor la maquinaria para la vida con la que iba a poder insuflar una chispa de existencia en aquella cosa exánime que estaba tendida a mis pies. Era ya la una de la madrugada, la lluvia tintineaba tristemente sobre los cristales de la ventana, y la vela casi se había consumido cuando, al resplandor mortecino de la luz, pude ver cómo se abrían los ojos amarillentos y turbios de la criatura. Respiró pesadamente y sus miembros se agitaron en una convulsión.

¿Cómo puedo explicar mi tristeza ante aquel desastre…? ¿O cómo describir aquel engendro al que con tantos sufrimientos y dedicación había conseguido dar forma? Sus miembros eran proporcionados, y había seleccionado unos rasgos hermosos… ¡Hermosos! ¡Dios mío! Aquella piel amarilla apenas cubría el entramado de músculos y arterias que había debajo; tenía el pelo negro, largo y grasiento; y sus dientes, de una blancura perlada; pero esos detalles hermosos sólo formaban un contraste más tétrico con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las blanquecinas órbitas en las que se hundían, con el rostro apergaminado y aquellos labios negros y agrietados.

Los diferentes aspectos de la vida no son tan variables como los sentimientos de la naturaleza humana. Yo había trabajado sin descanso durante casi dos años con el único propósito de infundir vida en un cuerpo inerte. Y en ello había empeñado mi tranquilidad y mi salud. Lo había deseado con un fervor que iba mucho más allá de la moderación; pero, ahora que había triunfado, aquellos sueños se desvanecieron y el horror y el asco me embargaron el corazón y me dejaron sin aliento. Incapaz de soportar el aspecto del ser que había creado, salí atropelladamente de la sala y durante largo tiempo estuve yendo de un lado a otro en mi habitación, incapaz de tranquilizar mi mente para poder dormir.

Al final, una suerte de lasitud triunfó sobre el tormento que había sufrido, y me derrumbé vestido en la cama, tratando de encontrar unos instantes de olvido. Pero fue en vano; en realidad, sí dormí, pero me vi acosado por horrorosas pesadillas. Veía a Elizabeth, tan hermosa y joven, caminando por las calles de Ingolstadt; encantado y sorprendido, yo la abrazaba; pero cuando le daba el primer beso, sus labios palidecían con el color de la muerte; sus rasgos parecían cambiar, y pensaba que estaba sosteniendo en brazos el cadáver de mi madre muerta; una mortaja envolvía su cuerpo, y veía cómo los gusanos de la tumba se retorcían en los pliegues del lienzo. Me desperté sobresaltado y horrorizado: un sudor frío cubría mi frente, los dientes me castañeaban y tenía convulsiones en los brazos y las piernas, y entonces, a la pálida y amarillenta luz de la luna, que se abría paso entre los postigos de la ventana, descubrí al engendro… aquel monstruo miserable que yo había creado. Apartó las cortinas de mi cama y sus ojos… —si es que pueden llamarse ojos— se clavaron en mí. Abrió la mandíbula y susurró algunos sonidos incomprensibles al tiempo que una mueca arrugó sus mejillas. Puede que dijera algo, pero yo no lo oí… Alargó una mano para detenerme, pero yo conseguí escapar y corrí escaleras abajo. Me refugié en un patio que pertenecía a la casa en la que vivía, y allí me quedé durante el resto de la noche, paseando de un lado a otro, sumido en la más profunda inquietud, escuchando atentamente, captando y temiendo cada sonido como si fuera el anuncio de la llegada de aquel demoníaco cadáver al que yo desgraciadamente le había dado vida.

¡Oh…! ¡Ningún ser humano podría soportar el horror de aquel rostro! Una momia a la que se le devolviera el movimiento no sería seguramente tan espantosa como… Él. Yo lo había observado cuando aún no estaba terminado; ya era repulsivo entonces. Pero cuando aquellos músculos y articulaciones adquirieron movilidad, se convirtió en una cosa que ni siquiera Dante podría haber concebido.
Pasé una noche espantosa… A veces el pulso me latía tan rápido y tan fuerte que sentía las palpitaciones en cada arteria; en otras ocasiones, estaba a punto de derrumbarme en el suelo debido al sueño y la extrema debilidad; y mezclada con ese horror, sentí la amargura de la decepción. Las ilusiones, que habían sido mi sustento y mi descanso durante tanto tiempo, se habían convertido ahora en un infierno para mí. Y ese cambio había sido tan rápido, y la derrota tan absoluta…

Al fin llegó el alba, grisácea y lluviosa, e iluminó, ante mis doloridos y soñolientos ojos, la iglesia de Ingolstadt, con su aguja blanca y el reloj, que marcaba las seis de la mañana. El portero abrió las puertas del patio que durante toda la noche había sido mi refugio, y salí a las calles, y caminé por ellas a paso rápido, como si quisiera huir del monstruo al que temía ver aparecer ante mí al doblar cualquier calle. No me atrevía a volver al apartamento donde vivía, sino que me sentía impelido a continuar caminando, aunque estaba empapado por la lluvia que se derramaba a raudales desde un cielo negro y aterrador. (…)

Mi corazón palpitaba, enfermo de miedo; y me apresuré con pasos inseguros, sin atreverme a mirar atrás, como aquel que, en un sendero solitario, hace su camino con temor y miedo, y habiéndose girado una vez, continúa andando y no gira más la cabeza, porque sabe que un terrible demonio le sigue muy de cerca.


(*) Para leer las anteriores notas de la columna “Itinerarios de lectura” de Nomi Pendzik, hacer clic acá.



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