Itinerarios de lectura: honduras de lo superficial, poderes de la tijera
Nomi Pendzik propone una nueva visita guiada, esta vez, por el relato "El collar" del ineludible narrador Guy de Maupassant.
Guy de Maupassant.
Por Nomi Pendzik (*)
Guy de Maupassant es uno de esos narradores ineludibles. Escribió algunas de las obras más definitivas del género fantástico, como “El horla”, pero también relatos históricos y realistas, con personajes y situaciones inolvidables –o puedo dejar de recomendar “Bola de sebo” o “Dos amigos”, ambientados en la guerra franco-prusiana–.
“El collar” (1884) es uno de mis favoritos. Las dos primeras páginas son un excelente ejemplo de información innecesaria, pues los datos que contienen resultan demasiado explicativos para los lectores actuales y además aparecerán implícitos en el relato mismo. Es muy probable que, si viviera en esta época, nuestro amado Maupassant hubiera eliminado esas páginas. En esta nota, las recorté a propósito, y quienes no conozcan el cuento hagan la prueba de leerlo sin ellas: verán que nada les faltará saber para disfrutar esta tremenda historia y así apreciarán los beneficios de la poda en función del total.
El verdadero comienzo es de una banalidad tan absoluta como “normal”: el marido de la codiciosa protagonista –un “empleadillo”, como lo califica su mujer– anuncia que ha recibido invitaciones para una gala en el ministerio en que trabaja. Ella no tiene qué lucir, pero le pide prestado a una amiga rica un collar. Qué simpleza, ¿verdad? En este nuevo Itinerario, observen con qué impresionante poder de evocación nos describe Maupassant la decadente trayectoria del personaje. Cuántas reflexiones acerca de la vida y sus vicisitudes surgen a partir de la lectura, qué inmensa piedad nos despierta una historia que parecía tan insignificante como los personajes que la padecen.
Dos moralejas: para la buena literatura no hay temas triviales, y echar lastre de la canasta hace que el globo suba más alto.
***
“El collar” de Guy de Maupassant
(Traducción de Luis Ruiz Contreras)
(…) Una mañana el marido volvió a su casa con expresión triunfante y agitando en la mano un ancho sobre.
—Mira, mujer —dijo—, aquí tienes una cosa para ti.
Ella rompió vivamente la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:
“El ministro de Instrucción Pública y señora ruegan al señor y la señora de Loisel les hagan el honor de pasar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del Ministerio”.
En lugar de enloquecer de alegría, como pensaba su esposo, tiró la invitación sobre la mesa, murmurando con desprecio:
—¿Qué haré yo con eso?
—Creí, mujercita mía, que con ello te procuraba una gran satisfacción. ¡Sales tan poco, y es tan oportuna la ocasión que hoy se te presenta!… Te advierto que me ha costado bastante trabajo obtener esa invitación. Todos las buscan, las persiguen; son muy solicitadas y se reparten pocas entre los empleados. Verás allí a todo el mundo oficial.
Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con impaciencia:
—¿Qué quieres que me ponga para ir allá?
No se había preocupado él de semejante cosa, y balbució: (…)
—Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un traje decente, que pudiera servirte en otras ocasiones, un traje sencillito?
Ella meditó unos segundos, haciendo sus cuentas y pensando asimismo en la suma que podía pedir sin provocar una negativa rotunda y una exclamación de asombro del empleadillo. Respondió, al fin, titubeando:
—No lo sé con seguridad, pero creo que con cuatrocientos francos me arreglaría.
El marido palideció (…). Dijo, no obstante:
—Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero trata de que tu vestido luzca lo más posible, ya que hacemos el sacrificio.
El día de la fiesta se acercaba y la señora de Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Sin embargo, el vestido estuvo hecho a tiempo. Su esposo le dijo una noche:
—¿Qué te pasa? (…)
—Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme. Pareceré, de todos modos, una miserable. (…) No hay nada tan humillante como parecer una pobre en medio de mujeres ricas.
Pero su marido exclamó:
—¡Qué tonta eres! Anda a ver a tu compañera de colegio, la señora de Forestier, y ruégale que te preste unas alhajas. Eres bastante amiga suya para tomarte esa libertad.
La mujer dejó escapar un grito de alegría.
—Tienes razón, no había pensado en ello.
Al siguiente día fue a casa de su amiga y le contó su apuro.
La señora de Forestier fue a un armario de espejo, cogió un cofrecillo, lo sacó, lo abrió y dijo a la señora de Loisel:
—Escoge, querida.
(…) De repente descubrió, en una caja de raso negro, un soberbio collar de brillantes, y su corazón empezó a latir de un modo inmoderado. Sus manos temblaron al tomarlo. Se lo puso, rodeando con él su cuello, y permaneció en éxtasis contemplando su imagen. Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:
—¿Quieres prestármelo? No quisiera llevar otra joya.
—Sí, mujer.
Abrazó y besó a su amiga con entusiasmo, y luego escapó con su tesoro.
Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero triunfo. Era más bonita que las otras y estaba elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban su nombre, trataban de serle presentados. Todos los directores generales querían bailar con ella. El ministro reparó en su hermosura.
Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no pensando ya en nada más que en el triunfo de su belleza, en la gloria de aquel triunfo, en una especie de dicha formada por todos los homenajes que recibía, por todas las admiraciones, por todos los deseos despertados, por una victoria tan completa y tan dulce para un alma de mujer.
Se fueron hacia las cuatro de la madrugada. (…)
La mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros, delante del espejo, a fin de contemplarse aún una vez más ricamente alhajada. Pero de repente dejó escapar un grito.
Su esposo, ya medio desnudo, le preguntó:
—¿Qué tienes?
Ella se volvió hacia él, acongojada.
—Tengo…, tengo… —balbució— que no encuentro el collar de la señora de Forestier.
Él se irguió, sobrecogido:
—¿Eh?… ¿cómo? ¡No es posible!
Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en los bolsillos, en todas partes. No lo hallaron.
Al cabo de una semana perdieron hasta la última esperanza. (…)
Encontraron, en una tienda del Palais Royal, un collar de brillantes que les pareció idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y regateándolo consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil. (…)
Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría prestado el resto. Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cinco luises aquí, tres allá. Hizo pagarés, adquirió compromisos ruinosos, tuvo tratos con usureros, con toda clase de prestamistas. (…)
Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un tanto displicente:
—Debiste devolvérmelo antes, porque bien pude yo haberlo necesitado.
No abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si notara la sustitución, ¿qué supondría? (…)
La señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. (…) Despidieron a la criada, buscaron una habitación más económica, una buhardilla. Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos, desgastando sus uñitas sonrosadas sobre los pucheros grasientos y en el fondo de las cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas y los paños, que ponía a secar en una cuerda; bajó a la calle todas las mañanas la basura y subió el agua, deteniéndose en todos los pisos para tomar aliento. Y, vestida como una pobre mujer, fue al verdulero, al tendero de comestibles y al carnicero, con la cesta al brazo, regateando, sufriendo desprecios y hasta insultos, porque defendía céntimo a céntimo su dinero escasísimo. (…)
El marido se ocupaba por las noches en poner en limpio las cuentas de un comerciante, y a veces escribía a veinticinco céntimos la hoja.
Y vivieron así diez años.
Al cabo de dicho tiempo lo habían ya pagado todo, capital e intereses, multiplicados por las renovaciones usurarias.
La señora Loisel parecía entonces una vieja. (…)
Un domingo, habiendo ido a dar un paseo por los Campos Elíseos para descansar de las fatigas de la semana, reparó de pronto en una señora que pasaba con un niño de la mano.
Era su antigua compañera de colegio, siempre joven, hermosa siempre y siempre seductora. La de Loisel sintió un escalofrío. ¿Se decidiría a detenerla y saludarla? ¿Por qué no? (…) Se puso frente a ella y dijo:
—Buenos días, Juana.
La otra no la reconoció, admirándose de verse tan familiarmente tratada por aquella infeliz. Balbució:
—Pero…, ¡señora!.., no sé… Usted debe de confundirse…
—No. Soy Matilde Loisel.
Su amiga lanzó un grito de sorpresa.
—¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás!
—¡Sí; muy malos días he pasado desde que no te veo, y además bastantes miserias… Todo por ti…
—¿Por mí? ¿Cómo es eso?
—¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al baile del Ministerio?
—Sí, pero…
—Pues bien: lo perdí.
—¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!
—Te devolví otro semejante. Y hemos tenido que sacrificarnos diez años para pagarlo. Comprenderás que representaba una fortuna para nosotros, que sólo teníamos el sueldo. En fin, a lo hecho pecho, y estoy muy satisfecha.
La señora de Forestier se había detenido.
—¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?
—Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos.
Y al decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez. La señora de Forestier, sumamente impresionada, le cogió ambas manos:
—¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de piedras falsas! ¡Valía quinientos francos a lo sumo!
(*) Para leer las anteriores notas de la columna “Itinerarios de lectura” de Nomi Pendzik, hacer clic acá.
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