Itinerarios de lectura: esplendores de la miseria
En una nueva visita guiada, Nomi Pendzik recomienda con fervor sumergirse en tres fragmentos de la obra maestra "Los miserables" de Victor Hugo.

Retrato de Victor Hugo por Nadar.
Por Nomi Pendzik
Cuentan que en alguna entrevista le preguntaron a Vargas Llosa cuál fue el momento más triste de su vida y él contestó: “Cuando me enteré de la muerte de Jean Valjean en ‘Los miserables’”. Verídica o no, la anécdota nos deja pensando cuánta magia hay en un buen libro. ¿Quién no ha llorado o se ha llenado de felicidad con algunas páginas inolvidables? Las sensaciones y emociones que nos provoca la buena literatura resultan tan nítidas que da la impresión de que vivimos otras vidas diferentes de la nuestra y nos enfrentamos con realidades muy alejadas de los ámbitos conocidos. Y pensar que no son más que manchas negras sobre el papel o la pantalla.
La monumental novela de Victor Hugo –de la que ofrezco tres fragmentos de diferentes capítulos– cuenta la historia de Jean Valjean, el fornido podador que robó un pan para darles de comer a sus siete pequeños sobrinos, y fue detenido y encarcelado durante años. Los lectores soportamos con él la miseria, el encierro, la persecución, la oscuridad del alma. Con él sufrimos el desamparo de los pobres y afligidos, la indiferencia del prójimo, la injusta justicia de los hombres. Pero también conocimos la esperanza en la Humanidad, encarnada en Monseñor Bienvenido, personaje que brilla como un faro sobre el turbio fango de la sociedad que Hugo retrata.
Aun cuando hayan visto alguna de sus versiones cinematográficas (Richard Boleslawski, EE.UU., 1935; Tom Hooper, Reino Unido – EE.UU., 2012), o el musical (música de Claude-Michel Schönberg y letra de Alain Boubill, Jean Marc Natel y Herbert Kretzmer, Francia, 1980), les recomiendo con fervor que se sumerjan en las más de mil páginas de esta obra maestra. Es toda una experiencia.
***
“Los miserables” de Victor Hugo
(Primera parte, libro segundo)
Ola y sombra
¡Hombre al agua! ¡Qué importa! La nave no por esto se para. Sopla el viento, la sombría nave tiene trazada su ruta que es preciso seguir. Y pasa. El hombre desaparece, luego vuelve a aparecer; se sumerge y se remonta a la superficie; grita, pide auxilio, tiende la mano, nadie le oye; la nave, temblando impedida por el huracán, atiende solo a su maniobra; ni los marineros ni los pasajeros ven al hombre sumergido; su miserable cabeza no es más que un punto en la enormidad del vacío. Lanza gritos desesperados desde las profundidades. ¡Qué espectro el de aquella vela que se aleja! Él la mira y la remira frenéticamente. Ella se aleja, se ofusca, se achica. Él estaba allí hace un momento, formaba parte de la dotación; él iba y venía sobre el puente como tantos otros; tenía entre ellos su parte de respiración y de luz; era un viviente. Ahora ¿qué ha pasado por él? Ha resbalado, ha caído, ha terminado. Está en los senos del agua monstruosa. No siente bajo sus pies más que la huida y el derrumbamiento. Las olas rasgadas y rotas por el viento le envuelven terriblemente; el espantoso vaivén del abismo se lo lleva; todos los andrajos del agua se agitan alrededor de su cabeza; un inmenso populacho de olas escupe sobre él; mil confusas cavernas le devoran; cada vez que se hunde, entrevé nuevos precipicios llenos de obscuridad; espantosas y desconocidas vegetaciones le asen y anudan los pies tirando de ellos; él siente abismarse, formar parte de la espuma; las olas se lo arrojan unas a otras; bebe la amargura; el lacio océano se goza en ahogarle; la enormidad juega con su agonía. Parece que toda aquella agua es odio.
Él lucha, por lo tanto. Intenta defenderse, procura sostenerse, se esfuerza, nada. Él, aquella pobre fuerza agotada en un instante, combate lo inagotable.
¿Dónde está la nave? Allá a lo lejos. Apenas visible entre las pálidas tinieblas del horizonte. Las ráfagas soplan; todas las espumas le abruman. Levanta los ojos y no ve más que la palidez de las nubes. Asiste agonizando a la inmensa demencia de los mares. Es ajusticiado por aquella locura. Oye ruidos extraños al hombre, que parecen venir de más allá de la tierra y de no se sabe qué espantosas exterioridades.
Hay pájaros en las nubes; de igual manera que ángeles sobre las miserias humanas; pero ¿qué pueden hacer por él? Esto: volar, cantar y llorar, y él agoniza.
Se siente envuelto a un tiempo por esos dos infinitos, el océano y el cielo; uno es una tumba, y el otro un sudario.
La noche desciende, cuántas horas que nada, sus fuerzas se agotan; la nave, aquel punto lejano en que hay hombres, se ha borrado; y él está solo en el formidable abismo crepuscular; se hunde, se entumece, se retuerce y siente debajo de él los vagos monstruos del infinito. (…)
Implora al espacio, a la honda, al alga, al escollo; todo es sordo a sus gritos. Suplica a la tempestad misma; la tempestad imperturbable no obedece más que al infinito.
A su alrededor, la obscuridad, la bruma, la soledad, el tumulto tempestuoso y ciego, los pliegues indefinidos de las feroces olas. En sí mismo, el horror y el cansancio. A sus pies, el abismo. Ni un punto de apoyo. Se imagina el tenebroso acaso del cadáver entre la ilimitada obscuridad. El frío sin roce le paraliza. Sus manos se crispan y se cierran apretando la nada. Vientos, nubes, torbellinos, resoplidos, estrellas, ¡todo inútil! ¿Qué hacer? Abandonarse desesperado; que ha tomado el partido de morir, y se deja llevar, deja hacer, suelta la presa; y helo rodando para siempre en las lúgubres profundidades.
¡Oh marcha implacable de las sociedades humanas! ¡Pérdidas de hombres y de almas en su carrera! ¡Océano en el cual se precipita todo lo que deja caer la ley! ¡Desaparición siniestra de todo socorro! ¡Muerte moral!
El mar es la inexorable noche social en la cual lanza la penalidad sus condenados. El mar es la miseria inmensa.
El alma, abandonada a semejante precipicio, puede convertirse en cadáver. ¿Quién la resucitará?
Heroísmo de la obediencia pasiva
La puerta se abrió.
Se abrió vivamente, por completo como si alguien la hubiese empujado con resolución y energía. Entró un hombre.
A este hombre lo conocemos ya. (…) Entró, dio un paso y se quedó parado, dejando tras sí la puerta abierta. Llevaba su morral a la espalda, el garrote en la mano; su expresión era ruda, atrevida, fatigada y violenta la mirada. El fuego de la chimenea le alumbraba. Estaba horrible. Era una siniestra aparición. (…)
—Heme aquí. Me llamo Jean Valjean. Soy un presidiario. He pasado en presidio diez y nueve años. Estoy libre desde hace cuatro días y me dirijo a Pontarlier, donde voy destinado. Cuatro días que camino desde Tolón acá. Hoy he hecho doce leguas a pie. Esta tarde al llegar a la población, he estado en una posada de la cual he sido echado a causa de mi pasaporte amarillo, que había ya presentado a la Alcaldía, como era mi deber. He ido a otra posada. Se me ha dicho: ¡Vete! En una y otra parte me han repetido lo mismo. Nadie quiere recibirme. He ido a la cárcel, el portero no me ha querido abrir. Me he metido en la barraca de un perro, y el perro me ha mordido y me ha echado, como si fuera un hombre. Hubiérase dicho que sabía quién yo era. He salido al campo para dormirme a la luz de las estrellas; no hay estrellas esta noche. Temiendo que iba a llover y que no hubiese un buen Dios que impidiera la lluvia, he vuelto a entrar en la ciudad, para buscar el hueco de una puerta. Allá, en la plaza, iba a echarme sobre una piedra; una buena mujer me ha enseñado esta casa y me ha dicho: “Llamad ahí”. He llamado. ¿Qué casa es esta? ¿Una posada? Tengo dinero; el de mis alcances. Ciento nueve francos y quince sueldos, que he ganado en presidio con mi trabajo de diez y nueve años. Yo pagaré, no importa, tengo dinero. Estoy rendido, doce leguas a pie, tengo hambre. ¿Queréis que me quede?
—Señora Magloria —dijo el obispo—, poned en la mesa otro cubierto (…) y sábanas limpias en la cama de la alcoba. (…)
El obispo trabaja
Al día siguiente (…), cuando iban los dos hermanos a levantarse de la mesa, llamaron a la puerta. (…)
Tres hombres traían agarrotado a un cuarto. Los tres eran gendarmes: el cuarto, Jean Valjean. (…)
Monseñor Bienvenido se había adelantado con toda la prisa que le permitían sus años.
—¡Ah! ¡Vos aquí! —exclamó mirando a Jean Valjean—. Me alegro de veros. Pero yo os había dado también los candeleros, que son de plata como lo demás, y de los que podréis sacar muy bien doscientos francos. ¿Por qué no os los habéis llevado con los cubiertos?
Jean Valjean abrió los ojos mirando al venerable prelado con una expresión que ninguna lengua humana pudiera pintar. (…)
—Siendo así —repuso el sargento—, ¿le podemos dejar en libertad?
—Naturalmente —respondió el obispo. (…)
Jean Valjean estaba como quien va a desmayarse.
El obispo se le acercó y le dijo en voz baja:
—No olvidéis nunca jamás que me habéis prometido emplear el valor de esta plata para haceros bueno y honrado.
Jean Valjean, que no tenía el menor recuerdo de haber prometido nada, seguía admirado. El obispo había acentuado mucho aquellas palabras al pronunciarlas. Entonces repuso solemnemente:
—Jean Valjean, hermano mío, ya no pertenecéis al mal, sino al bien. Es vuestra alma la que yo compro; yo la separo del espíritu del mal para entregársela a Dios.
(*) Para leer las anteriores notas de la columna “Itinerarios de lectura” de Nomi Pendzik, hacer clic acá.

Lo más visto hoy
- 1La quinta de los jesuitas en Mar del Plata donde se alojó Jorge Bergoglio « Diario La Capital de Mar del Plata
- 2Un whisky marplatense fue premiado en uno de los concursos más importantes del mundo « Diario La Capital de Mar del Plata
- 3Golpeó salvajemente a su hijastra y la dejó cuadripléjica « Diario La Capital de Mar del Plata
- 4Cómo estará el clima este viernes en Mar del Plata « Diario La Capital de Mar del Plata
- 5Una letra adulterada en una patente, la clave detrás de la venta de autopartes « Diario La Capital de Mar del Plata