Itinerarios de lectura: Bendita intertextualidad
Con remisiones a Jorge Luis Borges, nos adentramos en los pormenores del recurso de la intertextualidad. Un recorrido por la obra de Cristian Fonollá.
por Nomi Pendzik
El otro día me apareció en Instagram el video de un fragmento de una conferencia de Borges. Le preguntaron qué podía decir de la intertextualidad que late en su obra, y él, después de sorprenderse por la palabreja, contestó que no conocía ese neologismo, y agregó: “Diría que no he podido evitarla, seguro, por todo lo que escribo. Pero sin ninguna intención, sin mala intención, desde luego”. Entrevistadora y público lanzaron una unísona carcajada. ¡Justo él, que era el rey de la intertextualidad!
Bromas aparte, el concepto -que Borges no inventó, aunque sí cultivó magistralmente- resulta muy interesante para analizar.
La rae define a la intertextualidad como la “relación que un texto establece con otro u otros mediante procedimientos variados”, o bien la “utilización de textos ajenos en uno propio de manera explícita o implícita.” El lingüista y semiólogo ruso Mijail Bajtín dijo alguna vez que todas las obras “huelen a otras obras anteriores”. Y es cierto: el único que crea de la nada es Dios; los demás abrevamos en alguna fuente que ya ha sido creada antes que nosotros, o inventada por algún contemporáneo. Pero hay olores y olores. Hay obras en las que se adivina apenas una brisa perfumada, y otras que expresamente copian hasta los nombres de los aromas creados por otros. La intertextualidad, entonces, implica la conexión más o menos velada, entre un texto y otro preexistente. Muchas veces supone también un homenaje -o una crítica, cuando se trata de una parodia, como el caso paradigmático del Quijote- hacia determinado autor, hacia determinado texto o personaje.
Hay varias formas de lograr esa conexión. La cita es una de ellas, y traza un vínculo evidente: transcribimos textualmente lo que otro ha dicho, como en los epígrafes, por ejemplo. Así, las palabras del otro iluminan el texto desde su puerta de entrada. También se puede citar dentro del texto mismo. Un personaje que diga algo así como “Decidí tomar ese trabajo: más vale pájaro en mano…”, introduce dentro de su parlamento palabras de otro. Incluye un refrán, es decir, una frase que él no ha inventado, porque forma parte de la sabiduría popular. E incluso, al no concluirlo, da por sentado que sus oyentes o sus lectores conocen el final del dicho y no es preciso completarlo.
La alusión es otro procedimiento, aunque menos explícito, para mostrar el contacto con otros textos. Requiere de un lector avispado que sepa descubrir esa relación, o develar a quién o a qué se alude. Pongamos por caso, el título de la novela La ley primera, de Cristian Acevedo, remite a unos versos del Martín Fierro que dicen: “Los hermanos sean unidos / porque esa es la ley primera”.
Otra manera de lograr que un texto huela a otros es inspirarse en el estilo de un determinado autor: tomar sus temas habituales, su modo de adjetivar, las palabras más representativas de su léxico particular, usar sus mismos recursos. Y, sin embargo, a partir de allí, crear un producto completamente nuevo y original.
Esto lo consigue magníficamente Cristian Fonollá en el relato inédito que leeremos.
Desde el epígrafe ya vislumbramos una influencia poderosa –Borges– y una temática inquietante -la identidad. En cuanto nos adentramos en el cuento, resuenan en nosotros ecos de tiempos arcaicos. Y, a medida que leemos, intentando desentrañar esa oscura madeja que ignoramos si es vigilia o sueño -el protagonista no lo sabe todavía, lo develamos junto a él-, también nos deleitamos al descubrir las alusiones y los guiños que su autor ha sembrado por todas partes. No sólo las menciones que van componiendo en nosotros una sospecha de quién es el narrador, sino también los temas del doble, del tiempo y la eternidad tan caros a Borges, y sus vocablos y recursos favoritos.
Sin embargo, al llegar al final, descubrimos además que -gracias a la intensa escritura de Cristian y a las remisiones intertextuales con que revistió su texto- lo central del relato no consiste ni en identificar los elementos intertextuales ni en conocer al narrador. El planteo es superador del problema de la intertextualidad o de la identidad: se trata de algo todavía más trascendente. Tan trascendente como saber cuán profundo puede ser el dolor, cuán persistente la pesadilla, cuán inmensa la eternidad del infierno.
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Salvarlo
“No hay uno que no sea un ejecutor, a sabiendas o no, del plan que trazó la Sabiduría” (“La secta de los Treinta”, J. L. Borges).
Me descubrí en el desierto. El cuello y las tripas me punzaban, como si me hubieran lacerado una siesta intemporal o un castigo divino. Un templo a Apolo arrojaba la última sombra sobre un mendigo echado. El mendigo me tendió su mano cóncava.
No lo inquietaron ni mi presencia ni mi rostro: recién entonces reparé en que mi ropa consistía en un harapo no tan distinto al suyo, y al mendigo quizá le diera igual un rostro que otro o quizás había confundido mi rostro con el de alguien más.
Vertí en su mano lo que contenía mi bolsa; sí, acababa de descubrir que yo tenía una bolsa. Y conté (la limosna no se cuenta) cerca de treinta siclos de plata. Como agradeciéndome, el mendigo señaló, duna abajo, un sendero custodiado por una estatuilla de arenisca; acaso de Tiberio. Recordé una superstición que lo exhorta a uno a recorrer el camino que señalaren los pobres.
Procedí.
A lo lejos, alcancé a oír el arameo indescifrable, la cadencia dulce, la indestructible misericordia. Entonces me retumbó en el pecho un íntimo deber desconocido.
—Este sueño es curioso —pensé en voz alta, caminando rumbo al valle donde se discernían cada vez más las siluetas que yo, sin saber por qué, andaba buscando? No hablo esa lengua, no reconozco esas voces, pero aun así me resultan familiares. Sea como fuere, algo me dice que estoy a tiempo.
¿A tiempo de qué?
A mitad del sendero, noté que esas voces hablaban mi lengua: yo lograba entender ciertas palabras que no diluía la distancia.
—Algo anda mal —musité, y detuve el paso.
Y mi propia entonación me sonó foránea, ajena a mí mismo. ¿Acabo de hablar en otra lengua sin proponérmelo, como si mi lengua madre fuera otra? ¿Entiendo aquellas voces no porque ellas hablen mi idioma, sino porque yo mágicamente hablo el suyo?
Intuí que mi propósito se parecía a la salvación, pero por la retaguardia me invadió los oídos un clamor de hierro y de fuego y de palos que marchaban plurales y unánimes.
¡Me han descubierto! ¡Saben a lo que vine, cosa que yo mismo ignoro!
Urgido por el miedo o el deber, huyo sin mirar atrás, arribo al valle, invado el huerto, empujo a los congregados, llego hasta él —él por quien vine, él a quien misteriosamente conozco—, y cuando lo miro cara a cara (¡por fin cara a cara con él!), él me acerca su boca, que aún huele a pan y aceite.
Y entonces, ¡oh Dios!, algo me impele a besarlo en los labios.
Y lo beso.
Y, en ese beso, la vida y el sueño y la muerte y la vigilia se intercalan como hojas de un mismo libro. Y degusto una música que nunca ha sonado en la tierra, pero cuya melodía puedo seguir en mi mente. Y siento el amor y la justicia y el olvido y la venganza. La traición. El perdón. La eternidad, que no es colmar el tiempo, sino abolir el tiempo; la memoria y el porvenir; la pagana astrología del rey Sumu-Abum y la recta ciencia del santo Albrecht von Bollstädt; el vaticinio y el cumplimiento del vaticinio. La enseñanza, la única enseñanza. Y también siento ese laberinto que es el tiempo, a punto de derrumbar, en este singular segundo, sus propios muros y pasillos, y desnudar finalmente su enigma, que es el único enigma. Y sobre todo siento la inminencia de descubrir, de una vez y para siempre, irreversiblemente, con terror o con esperanza, quién soy yo.
Aquel clamor de hierro y de fuego y de garrotes no estaba persiguiéndome: lo he guiado yo. Y ahora el clamor cobra forma: es el ejército de espadas y de antorchas del Sanedrín. Yo no di treinta siclos de plata en limosna: me los gané como oscura recompensa. No me laceraron el cuello ni el vientre ninguna siesta intemporal ni ningún castigo divino: yo mismo habré de redimirme por lo que acabo de cometer, cuando comprenda su trascendencia —si es que alguna vez la comprenderá alguien—, y me ahorcaré o me reventaré las tripas, para coronarme, al fin, con la redención de la muerte— si es que todavía no estoy muerto, si es que alguna vez moriré.
El beso se esfuma en un suspiro, acaso presiento una lágrima.
Y él, con su cadencia dulce, con su indestructible misericordia, me susurra al oído:
—Ya me has asesinado, amado discípulo, y repetirás la traición y el suicidio por toda la eternidad.
Y las tropas irrumpen detrás de mí.