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Cultura 18 de diciembre de 2020

Historias de Barrio: Un auténtico Quirós

Norita no puede con su genio y envuelve a la familia en una cruzada artística que puede salvarlos para siempre.

Por Enriqueta Barrio (*)

Y un día amanecimos con la Historia del Cuadro. Mi abuela había fallecido unos años antes y había dejado a sus herederos poca cosa. Con un clásico historial de clase trabajadora argentina que pasó por los oscilantes movimientos de su economía, la vejez la encontró con un PH al fondo de tres ambientes, amplio y soleado, frente a una plaza. Y nada más.

Se repartieron algunos adornos, de poco valor económico pero muy lindos, y con ese olor a hogar de abuela que tanto nos gustaba. Entre las cosas que vinieron a casa había un cuadro. De pequeñas dimensiones la obra en sí, rodeada de una especie de pana beigecita, a la que seguía una banda dorada y un marco de lo más común. Eran unos barquitos medio difusos en un puerto, de colores apagados no sé si por el artista, por el tiempo o por la grasa de la cocina, lugar en el que había estado colgado para la época en que mi abuela murió.

Realmente desconocía cómo arrancaba Norita con estos manijazos. Cuál era la chispa que encendía la mecha de un tema puntual que copaba almuerzos y cenas durante días, con afiebradas comunicaciones teléfonicas, discusiones bizantinas, recuerdos, anécdotas, planes y proyectos. Esto pasaba cada dos o tres días, cuando el tema que nos había desvelado desaparecía por completo y quedaba en el baúl de las anécdotas familiares, de donde hoy lo estoy sacando.

Sin embargo, con la Historia del Cuadro pude ver la génesis de la situación. Todo arrancó con un chantapufi que vendía libros y que cada principio de mes pasaba por casa: cobraba la cuota mensual de alguna enciclopedia que habíamos comprado y se quedaba masomenos una hora, contando disparates y haciéndose el sabelotodo, como si fuera el mismísimo Salvat.

Mientras esperaba que mamá trajera la plata, se acercó al cuadro que ahora estaba en el living, arriba de la mesita del teléfono, se levantó los anteojos de pasta cuadrados y miró con detenimiento y el ceño fruncido, achicando los ojos, y largó la frase que desataría la tormenta: “¡Ah, pero tiene un Quirós!!!” Norita que venía contando los billetes, trató de dimular su ignorancia con un “¿Quirós lo pintó? Y ese era famoso, ¿no?”, mezclando en su cabeza a un famoso actor de ese tiempo, Ignacio Quirós, con un escritor portugués de nombre parecido. “Pero claro!!!, exageraba el librero, un maestro del arte pictórico argentino….Cesáreo Quirós…”

Nos reímos por el extraño nombre atribuído al pintor y con su vozarrón nos explicó, mientras ponía “pagado” en una página de una libretita, que antes era muy común ponerle nombres ridículos a la gente, relacionándolos con algún suceso del día del nacimiento. “Claro, aportaba Norita, mi mamá por ejemplo se llamaba Concepción porque nació en 24 de….” Y ahí el vendedor, que solo se escuchaba a sí mismo, arrancó con la historia de una mujer a la que él conocía, que había encontrado un cuadro en el sótano del departamento, de un pintor español del siglo XVIII y con eso había vivido sin laburar el resto de su vida.

Mi hermano cuestionó cómo era posible que un departamento tuviera sótano, pero nadie le dio bolilla. Todos mirábamos la firma, chiquita y borrosa, del tal Quirós en el extremo derecho del cuadro.

“A ver… délo vuelta, Nora. Si es un auténtico Quirós tiene que tener atrás el sello y número de serie”. Mamá lo descolgó y disimuló con rápidos movimientos las telas de araña que se desplegaron al sacarlo. La parte de atrás del cuadro era de un papel madera crujiente, con un alambre retorcido, anudado y vuelto a retorcer, se ve que acompañando los distintos sitios en los que se lo colgó, y, sí, podés creer, un sello redondo y violáceo al medio, justo donde el papel se rasgaba un poco, complicando aún más su lectura. “Es auténtico. Nora, tiene usted un auténtico Quirós. Una joya y una pequeña fortuna”.

El tipo dijo estas palabras con tanta seguridad, con tanta certeza, que nos quedamos con la boca abierta, yendo nuestras miradas del cuadro a mamá y de mamá al librero. ¿Sería que finalmente cambiaría nuestra suerte? ¿Estaríamos a punto de pegar el esquivo batacazo? ¿Podríamos, de una vez por todas, pasar al frente y espantar la miseria que nos venía garroneando los talones desde hacía años? “¿A qué le dice usted una pequeña fortuna?”, inquirió Norita poco amiga de las cifras ambiguas. “Y, esto, calculelé, en una galería importante de Nueva York o Milán capaz le dan varios palos…no sé, hay que ver como está en esos días el mercado del arte, pero sí, un par de millones tranquilamente…”, aseguraba el librero poniendo cara de experto mientras se anudaba una raída bufanda escocesa al cuello.

Comenzaba ahí, ni bien se cerraba la puerta y Norita se daba vuelta con los ojos llenos de ilusión, la vorágine en la que todos, inevitablemente, quedábamos inmersos, como girando en un centrifugado en el que había llamados a Zurbarán (una galería de arte de Buenos Aires de los más renombrada), consultas a parientes, búsquedas en libracos, hipótesis de negocios y compras con lo obtenido de la venta del cuadrito, que parecía mirar con miedo desde la pared.

“Sí, señorita, yo la llamé recién, desde Mar del Plata y se cortó. ¿Cada cuanto me decía usted que se hacen los remates?“, “Traé, Enriqueta, el tomo de la Q…sí, el que dice O-P-Q… ¡Acá está! Cesáreo… pintor argentino… blablabla, mirá dice que Lugones lo llamó El Pintor de la Patria… Miguel Ángel, mirá lo que heredé de mamá… ¿ves?… vos que decís que siempre fuiste a pérdida conmigo?”, decía Norita exultante.

“¡¿Cuándo dije yo que iba a pérdida con vos?! Bueno, aunque ahora que me lo decís, la verdad….” sonreía papá mientras me guiñaba un ojo. Él ya estaba acostumbrado a los manijazos de Norita, a los que les adjudicaba razones hormonales y químicas, y trataba de mantenerse a salvo del huracán, pero esta vez no iba a poder.

Repitiendo las frases del chamuyero vendedor como si fueran de Alberdi, usándonos de testigos irrefutables, con la documentación de la Enciclopedia Salvat Ilustrada, el sello ilegible en el dorso del cuadro… “¿Qué más querés, Miguel Ángel? ¿Me tengo que ocupar de tasarlo y venderlo yo también? ¿No alcanza con que aporte a la familia una pequeña fortuna, además me tengo que ir YO, que trabajo todos los días, crío a cuatro chicos, a Buenos Aires a vender el cuadro?”

Y así nos encontró la madrugada subidos al Falcon, con un papel con las direcciones de tres galerías de arte en las que, sin duda, nos sacarían el cuadro de las manos, peleándose entre ellas para ver cuál nos hacía más millonarios.

Viajamos papá y yo en el asiento entero de adelante y, atrás, envuelto en muchas capas de papel de diario, el cuadro, que sin duda debería estar desconcertadísimo frente a los súbitos cuidados y miramientos. Le sacamos a mamá bastante plata para el viaje, con la excusa de que íbamos a volver forrados en guita, y paramos seis o siete veces a comer algo antes de que abrieran las galerías.

Mamá le recomendó a papá que me mantenga hidratada, era enero en Buenos Aires, y yo aproveché la sugerencia para clavarme cinco chocolatadas, que me dejaron la panza como piedra. Hicimos todo el viaje riéndonos de como íbamos a actuar frente a los vecinos una vez ricos, planeando comilonas y compras. Lo pasamos buenísimo, fuera del ojo de Norita, cometiendo travesuras, fundamentalmente gastronómicas, tema en el que éramos mi viejo y yo dilectos socios.

Por supuesto que el cuadro no valía nada. Claro que el sello era de la empresa de mudanzas La Argentina y el número era el de teléfono de esta empresa y no el de serie de la obra de arte catalogada. Desde ya que el Quirós del cuadro era con Z, Quiróz; y el famoso era con S. Obviamente que no tenía nada que ver con el Quirós al que hacía referencia Lugones, que pintaba gauchos y paisajes camperos, jamás una marina.

“Y buéh, dijo mi viejo mientras se servía más rabas en el Buffet Libre de la calle Lavalle, yo también… no aprendo más eh… le sigo el tren en cada plan japonés a tu vieja…”

Volvimos por la Ruta 2, que aún no era autopista, justo en el recambio turístico: tardamos catorce horas y no nos sobró un peso. No volvimos a colgar el cuadro arriba de la mesita del teléfono, para que no nos recordase lo bueno que hubiera sido que nuestras vidas cambiasen, así, a golpe de fortuna, de una vez por todas, solo por tener un cuadrito, un auténtico Quirós.

(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, [email protected]



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