Historias de Barrio: Trabajo Golondrina
Por Enriqueta Barrio
En uno de esos veranos a Andrés se le ocurrió poner un café.
A toda la familia le llamó la atención, porque siempre manifestó no tener la más mínima inclinación al trabajo en ninguna de sus formas, habiendo logrado mantenerse a salvo de las garras de este sistema impiadoso y explotador al que tanto despreciaba, durante toda su vida hasta el momento.
Había desarrollado una estrategia que consistía en tener grandes aires de superioridad intelectual, apoyándose en la cantidad de viajes que efectivamente había realizado y libros que ciertamente había leído. Su presencia de bohemio con clase, cuidada hasta el detalle, lo hacía seducir a un tipo de gente con bienestar económico y alguna confusa inquietud intelectual, que lo invitaba a cenas y reuniones como una atracción snob. Él llegaba con sus anteojos redondos, sus jeans con zuecos, su campera de gamuza y su halo elegante y culto, haciendo quedar a los gordinflones de traje como personajes de cartón. Las mujeres quedaban aleladas y los hombres lavaban sus culpas capitalistas teniendo como amigo a lo que ellos llamaban “un hippie”.
Ándrés, consciente de su papel de bon vivant, se ganaba lo que comía y bebía: contaba anécdotas que le habían ocurrido en Bulgaria durante el comunismo, desglosaba los beneficios de la vida en comunidad y de la libertad sexual y describía extraños preparados alucinógenos que había probado de diversas culturas. Todos a su alrededor lo escuchaban embelesados, envueltos en humo y sirviéndole más whiskey del mejor para que soltara la lengua y los entretuviera más tiempo.
Tenía una risa preciosa y una nariz estilizada que le daba un aire aristocrático; era alto y varonil. Fumaba en pipa muy de vez en cuando y usaba un clásico reloj Omega en la muñeca amarrado con correa de cuero. Todo él olía a cuero y a buen tabaco.
Eran años en los que la distancia cultural entre países europeos y nosotros era muchísimo más grande que ahora. Se sabía poco y nada unos de otros y viajar a Europa era toda una proeza. Entonces Andrés cotizaba entre los intelectualoides del momento y era figurita repetida en vernisages y remates de antigüedades.
La cuestión es que gracias a este tipo de relaciones, había tenido que trabajar poco y nada en la vida y, de golpe, aparecer con que iba a poner un café no para artistas ni charlatanes, como decía su padre, sino para el masivo turista de las playas de Punta Mogotes, sorprendió a todos.
Había recibido un cheque de una línea aérea escandinava que lo resarcía por la pérdida de unas valijas y con eso se dispuso a abrir Dostoievsky, nombre quizá un tanto pretensioso para una panchería, pizzas y licuados a pocos metros de la playa en la que descansaba el plantel de San Lorenzo de Almagro.
Contrató a una avezada cocinera de Corrientes que venía todas las temporadas desde hacía más de treinta años a trabajar a los barcitos de la rambla, y la puso al mando de la cocina. Pronto Norma, que así se llamaba, se convirtió en la capitana de un barco a la deriva, lleno de contradicciones éticas y estéticas, que confundía a los turistas y tenía un destino incierto. La cocinera llegaba tempranísimo y los días más álgidos de la temporada se tiraba en una colchoneta en el sótano del local y ahí dormía algunas horas, roncando acompasadamente junto a las heladeras. Tenía método y oficio, lavaba los vasos con una habilidad asombrosa, dejando impecable todo en minutos.
A los pocos días de estar trabajando, Norma se dio cuenta con qué bueyes araba y que el propietario tenía poca y ninguna idea de que se trataba el negocio, así que sin escándalo ni cuestionar nada, se relajó y dejó que sea lo que dios quiera, mientras a ella le pagaran lo que le correspondía para volverse a Corrientes después de Semana Santa, lo demás la tenía sin cuidado.
El problema era la moza.
Iris, se llamaba. Era una joven bailarina de ballet contemporáneo, con una enorme melena rizada, menuda y morena, que había venido a vacacionar al mar, confiada en ser la compañera de Andrés en ese sentimiento tan loco llamado Amor, como decía emocionada al llegar.
La chica hacía lo que podía. A la intención inicial de trabajar descalza para tener más contacto con la energía de la Madre Tierra, la debió relegar frente a la evidencia abrumadora de las descargas eléctricas que recibía de la heladera de las gaseosas; a sus deseos de estar más cerca de su amado también, porque Andrés la dejaba a las seis de la mañana en el café y se volvían a ver a eso de las siete de la tarde, cuando él llegaba con una bolsa con dos kilos de naranja para jugo y harina de centeno para que Norma hiciera unos panes. Iris reclamaba un poco, pero los aires de ofendido y cuestionado en su libertad de Andrés , más las acusaciones de planteos pequeñoburgueses, la dejaban sin palabras ni defensas.
Él le cobró la estadía en su departamento haciéndola laburar de sol a sol y la pobre piba se volvió a Caballito con cinco kilos menos y habiendo tomado sol dos horas en toda la temporada, además de la certeza de no querer volver a ver a Andrés nunca más en su vida.
La relación entre Norma e Iris era a todas luces imposible. Era el choque, brutal y de frente, de dos culturas, dos civilizaciones completamente distintas, que no se entendían en lo más mínimo y ambas creían que la otra estaba loca. Para Iris, Norma era un animal de carga, que solo entendía de lo pragmático, de cosas que no servían para nada, de actividades propias de las almas embrutecidas por el trabajo forzoso. Para Norma, Iris era un estúpida malcriada que no conocía las reglas elementales de la supervivencia y le llamaba la atención que hubiera llegado a los veinte años sin que se la hubiera comido una rata o la hubiera pisado un auto.
La sincronía laboral resultaba tediosa y complicada. Andrés tuvo que mediar un par de veces para que no se matasen, acusando a una de no respetar a la clase trabajadora como la verdadera dueña del poder productivo y a la otra de no respetar a la señora del patrón y callarse la boca porque donde manda capitán no manda marinero.
Cuando él llegaba al café con el crepúsculo, inmediatamente iba tras el mostrador y cambiaba la música: sacaba la estación de radio de moda y ponía un casette de José Larralde que arrancaba con las desventuras de un huérfano en la pampa grande. “Nació guacho….” Anunciaba el poeta en los parlantes mientras una suave melodía con la guitarra criolla lo acompañaba en el recitado. Los turistas se miraban desconcertados, se reían disimuladamente para terminar fastidiándose y yéndose a otro lugar más alegre, acorde a las olas y el viento, zucundúnzucundún.
Norma revoleaba los ojos y seguía marcando papas fritas mientras Iris dibujaba garabatos en el aire con sus largos brazos de bailarina, siguiendo el ritmo cadencioso de la música. Andrés se prendía la pipa en una mesa de la vereda y se horrorizaba con la vulgaridad del público, que pasaba arrastrando las ojotas, cargados hasta las muelas de barrenadores, termos, heladeritas y reposeras. “Qué les vas a hablar a estos de la revolución…”, decía para sus adentros mientras ponía algunos sahumerios en lugares estratégicos del local y el humo del incienso y el patchouli le sacaba el apetito a los clientes.
A pesar de parecer una utopía, Dostoievsky llegó a terminar la temporada. Casi en realidad, porque dos días antes del final, más precisamente el viernes santo, previo a la Pascua, increíblemente en feriado, cayó el Ministerio de Trabajo en inspección y, al ver a la cocinera durmiendo en el sótano y a la moza sin contrato ni sueldo, clausuró con tres meses de atraso el único emprendimiento comercial que tuvo Andrés en su vida.
“¡Burócratas!”, les gritó a los inspectores mientras le bajaban la persiana. “¡Pichicatero!” le devolvió la gentileza el funcionario, mientras tapaba la barba del ruso en el cartel con la definitiva faja de clausura de Dostoievsky Café.
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