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Cultura 11 de diciembre de 2020

Historias de Barrio: Tan sola

Las adivinanzas de cuando era chica y el devenir del desamor.

Por Enriqueta Barrio (*)
Que mala pasada le había jugado el Destino.

Acá estaba, hacía más de una hora, sentada en una silla dura de plástico, aguardando que alguien la llamara, en esta sala de espera pelada y triste.

Sola.

En la pared colgaba ese cuadro que está en todos lados, el del gauchito al que le rueda una lágrima por la mejilla. Por dios, pensó, no le falta nada a esto.

Recordó que cuando era chica había un, digamos, “método de adivinación infalible” que te decía cuántos hijos ibas a tener en tu vida y el sexo de cada uno.

Había que separar el pulgar del resto de la mano lo más posible y estirar el brazo horizontalmente. Su hermana tomaba una cadenita con dije de la caja de madera que estaba sobre la mesa de luz. Sofocando las risas (parece que la concentración era fundamental si se buscaba una respuesta certera), la devenida en pitonisa subía y bajaba la cadena en el hueco que se hacía entre el pulgar y la palma, rítmicamente, evitando cualquier contacto con el objeto que alterara su trayecto. Una vez que la cadena acumulaba la “suficiente energía”, su hermana la mantenía quieta unos segundos sobre el dorso de la mano, conteniendo la respiración.

Si la cadena empezaba a moverse describiendo círculos, fija que sería madre de una nena. Si lo hacía, en cambio, en línea recta, sería la orgullosa mamá de un varoncito. Durante el proceso, repetido hasta el hartazgo, se generaban ardientes discusiones con su hermana, en las que ponía en duda su neutralidad: “¡¿Ves?! ¡La movés vos! ¡Te estoy viendo!”… Sonrió tristemente mientras recordaba. Ocho hijos le auguró ese día la cadenita, cinco varones y tres mujeres. Y a la novena vez quedó clavada en el lugar sin moverse en lo más mínimo, diciendo hasta acá llegó mi amor.

Tenía la boca seca y la sensación de que todo alrededor era oscuridad, negro.

La cadenita se olvidó de mostrarle lo que era el desamor, la soledad y el miedo que la embargaban en ese lugar anónimo, sin placas ni anuncios en su exterior, al que solo se llegaba por recomendación de alguna otra que había estado antes allí, como ella, temblorosa y con las manos heladas.

De repente el silencio de rompió y, como viniendo de otro mundo, retumbó en la sala de espera su nombre.

-¿Carolina Rosales sos vos?, le preguntó una chica muy joven de guardapolvo rosa.

-Sí, dijo ella sin voz.

-Vení por acá. Sacate la ropa y andá poniéndote este camisón.

Cerró sin ruido la puerta que daba a la sala de espera, y lo último que vio fue al gauchito en la pared, pobrecito, llorando como lloraba ella, ante tanta soledad y desamparo.

 

(*)  En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, [email protected], es Instagram @soylaqueta.