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Cultura 15 de julio de 2021

Historias de Barrio: Metro Goldwyn Mayer Presenta…

Omarcito y Gracielita se sacan un peso de encima, mientras resuelven sus vidas con un final suavecito, sencillo, "antihollywood".

Por Enriqueta Barrio (*)

 
El problema es que hemos visto demasiadas películas de Hollywood.

Demasiados “encuentros casuales”, en los que uno de los dos iba distraído con muchas carpetas llenas de papeles entre los brazos y el otro venía apuradísimo y con un café en la mano (siempre van tomando algo por la calle, pareciera que no pueden esperar a llegar adonde sea que vayan); un choque y paf, ahí tenés, un amor que te la voglio dire, para toda la vida, listo, en tu cara Heatcliff.

Demasiados encuentros apasionados, en los que las ropas caían en la alfombra y el varón levantaba en el aire a la mujer como si fuese una pluma, y lo hacían contra una pared ignorando la gravedad, coordinando los movimientos y resolviendo la cuestión en un par de minutos abrasadores.

Demasiadas separaciones temporarias por motivos de lo más fatuos, con llantos que se secan con pañuelos de papel en caja, que acá cuestan una fortuna, llorarías el doble solo al recordar su precio.

Pero al rato una reconciliación emocionante predecía el clímax del romance: cuando el flaco arrodillado abre una cajita de joyería ante la sorpresa de la chica que se tapa la boca con sus dos manos para ahogar un grito, mientras los ojos se le llenan de lágrimas y no puede creer tanta dicha.

Oh, sí.

El genérico del amor romántico, diría mi amiga Marcela, incipiente feminista que trataba a los cincuenta de desandar el camino aprendido a costa de esperar llamados y tirarse las cartas reveladoras de la nada.

Gracielita y Omarcito, diminutivos con los que recorrieron la vida, sin embargo, vivieron su propia película.

Se conocían de muy chicos. Las madres chusmeaban horas en la vereda mientras ellos jugaban a la escondida, ocultándose en los pliegues de los batones de viyela estampada. Ellas se daban cuenta al rato y les lanzaban un “Salgan de ahí, ¡¡¡ché!!!” y ellos se corrían, ansiosos por gritar “Mala para Omarcito!”.

Se divertían en esos encuentros en los que las mujeres se olvidaban del mundo, mientras se referían secretos que juraban no contárselos a nadie, hasta que a la vuelta se encontraban con otra vecina a la que le repetían el juramento y así los chismes rodaban por el barrio.

A ellos no les importaban esas cosas; solo querían jugar.

A los doce masomenos, Graciela se puso, según sus propias palabras, muy tonta. La Edad del Pavo le pegó con todo, y en esos encuentros se quedaba parada con cara de fastidio, mascando chicle y curvando la cintura para sacar la cola, mientras se acomodaba el jopo de moda en ese tiempo. Cada tanto sacaba del bolsillo un brillo de labios a bolilla con sabor a cereza y se lo ponía adivinando los rasgos.

Omarcito mientras tanto, sosteniendo las bolsas de los mandados, miraba pasar las motos con expresión de entendido. Sus facciones estaban en pleno cambio y una nariz desproporcionada y grasa se erigía en su cara como la vela de una carabela.

Con los brazos largos y flacos, con ronchas y raspaduras, codeaba cada tanto disimuladamente a la madre. “¿Vamos?”, le murmuraba impaciente, pero ella lo ignoraba olímpicamente.

Se miraban a la distancia y no se hablaban, avergonzándose de estar haciendo los mandados en lugar de ocuparse de los asuntos importantísimos que fingían tener que atender.

A eso de los veintipico, Omarcito se fue a Europa, a probar suerte. Partió en un barco enorme, el Eugenio C, del que después mandó un par de postales que su madre compartió entre las vecinas, como se compartían antes las fotos, tomando mate y diciendo “Pero mirá el Omarcito… tremendo barco en el que se ha ido!”

Gracielita, en cambio, se quedó en la casa. Entró a trabajar de empaquetadora en la tienda Los Gallegos y eso puso muy contenta a toda la familia y a ella también. Tenía buenas compañeras y le gustaba como le quedaba el trajecito que les hacían usar.

El sueldo no le permitía independizarse, pero tampoco ella lo quería. Era la mimada de la casa, su madre la despertaba con un mate en la mano todas las mañanas y le dejaba el uniforme lavado y planchado en la silla junto a la cama. El padre decía de ella que era muy buena chica y que gracias a dios no fumaba. Salió Gracielita con alguno que otro de los bailes a los que iba con sus compañeras, pero con ninguno se enganchó realmente.

A los seis o siete años de partir, Omarcito volvió a visitar a los viejos, a pasar las fiestas con ellos. ¡Si hubieran visto lo cambiado que estaba! Tenía el pelo largo hasta los hombros y lleno de unos rulos preciosos, usaba unas remeras con cordón al cuello y collares de mostacillas, pantalones que se ensanchaban abajo y un gamulán que provocó la admiración general. Hasta olía distinto, a modernidad y a Led Zeppelin. La nariz exagerada de la adolescencia se había acomodado en la cara y estaba más simpático y dado.

Acá vivíamos en plena dictadura y la mayoría de los muchachos del barrio se cortaban el pelo al ras de la camisa y se dejaban el bigote, con lo que la facha de Omarcito no pasaba desapercibida para nadie.

Algunas vecinas rumoreaban que “se había vuelto pichicatero”, pero la verdad es que el muchacho era amabilísimo y sencillo con todos, y eso hizo que los chismes se disolvieran en el aire.

Gracielita lo vio entrar a la tienda una tarde y no se animó a saludarlo. Las manos se le humedecieron y le costó envolver la tela que llevaba una señora en el papel rosado. Quién iba a decir que Omarcito se iba a poner así, pensó mientras lo recordaba sacándose los mocos en la cola de la panadería.

Se lo cruzó unos días después en el almacén de la Pochi. Él entró sonriendo, burlándose de sí mismo con mucha gracia, diciendo “¿Aceptan pesetas en este boliche?”, generando la carcajada general.

Gracielita se escondió atrás de las bolsas de papas fritas y chizitos, había salido de entrecasa y no quería que la viera así, sin arreglar.

Pero fue en vano, los ojos alegres de Omarcito la encontraron tras los salados y se le iluminó la cara.

“¡¡¡Hola, Gracielita!!! ¡¡¡Qué lindo verte!!!”, dijo sincero. Ella se empujó a salir y le dio un beso sin atreverse casi a levantar los ojos. Hablaron unos minutos mientras la Pochi cortaba el fiambre: él le contó que estaba aprendiendo a trabajar el vidrio soplado y ella que empaquetaba en la tienda. Los dos sintieron algo cruzar entre ellos, pero no se animaron a agarrarlo y lo dejaron pasar.

Omarcito volvió a “las Europas”, como decía su madre, después del verano y Gracielita se puso de novia con Osvaldo Granelo, empleado de la sección contaduría, un muchacho buenísimo que estaba terminando su carrera para recibirse de contador público. Cuando esto ocurrió, se casaron y se fueron a vivir al fondo de la casa de los padres de ella, donde con esfuerzo y entusiasmo construyeron un departamentito. Gracielita estaba contenta y al poco tiempo quedó embarazada.

Omarcito apareció recién diez años después, con una sueca con la que se había casado, altísima, rubia y muy simpática; y con tres hijas también rubias.

Estaba cambiado: se había cortado el pelo, usaba anteojos de sol caros y un Rolex enorme en la muñeca, pero seguía siendo simpatiquísimo.

El cambio de la moneda favorecía a los que tenían dólares, y con lo que allá comían un día, acá podía hacer asadazos para todos los vecinos durante una semana. La sueca se sorprendió con la cantidad de comida que se ponía a la mesa, con la amabilidad de todos y la relación casi familiar que se tenían entre los vecinos.

Estos al principio estaban un poco intimidados ante tanto rubio, pero se fueron soltando y no faltó alguno que intentara manguearle unos dólares a Omarcito porque tenía en vista un negoción, a lo que él le respondió dándole una tarjeta con un número de teléfono eterno, en Brottby, Sweden, con un “Dale, vos llamame y vemos”, que dejó al emprendedor sin saber si alegrarse o no.

Gracielita con Osvaldo y sus hijos, una parejita de chicos tranquilos y bien educados, fueron a un par de asados. Ella miraba de reojo a la sueca, a la que veía exótica y osada en el vestir, usando prendas que acá ni existían. Se sentía paisana y en desventaja, pero se sobrepuso a fuerza de simpatía.

En uno de los asados se cruzaron en la cocina: él había ido a buscar hielo y ella estaba revolviendo el cajón de los cubiertos buscando el cuchillo de Osvaldo para comer asado, sin el que no podía hacerlo de ninguna manera.

Se gustaron y se acercaron de más. Ella sintió su olor a Europa, a perfume caro y le dieron unas ganas bárbaras de besarle el cuello. Él la sintió latina, morena y ardiente y le dieron unas ganas bárbaras de tocarle las tetas.

Se animaron un poco y les encantó, pero tuvieron que volver a la mesa, el asado se enfriaba y Osvaldo sin poder cortar…

Se encontraron otra vez unas noches después, en el almacén de la Pochi, para variar.

Ella había aprendido la lección y se había puesto un solerito escotado y unas sandalias de taco que la mostraban en el esplendor de la madurez. Omarcito no dudó, pararon un taxi en la esquina y con las bolsas del almacén esperando en la silla de la habitación del hotel alojamiento, hicieron derretir la muzarella que Gracielita llevaba para la pizza a pura pasión.

Los dos suspiraron aliviados: sabían desde que se escondían entre las viyelas de los batones de sus madres, que ellos iban a terminar así, sintieron que se sacaban un peso de encima con la historia y que ya podían seguir tranquilos por la vida, cada uno en lo suyo, con un recuerdo dulce en la memoria.

Él le dejó una tarjeta con un número eterno en Brottby, Sweden y le dijo que alguna vez lo llamara y ella le acarició los rulos con ternura, prometiendo hacerle una pastafrola la próxima vez que él visitase Argentina. Él le había contado que era una de las cosas que más extrañaba estando allá.

Se despidieron en la esquina, confundiéndose entre risas las bolsas del almacén y cada uno volvió a su vida para siempre.

Claro, como hemos visto tantas películas de Hollywood, querríamos que la historia cerrara con decisiones drásticas y besos apasionados con el atardecer de fondo, mientras la música va in crescendo.

Pero no, queselevahacer, esto es el barrio de Pompeya, en Sudamérica, donde los finales felices son suavecitos y sencillos, dejando en los corazones amorosos recuerdos para siempre, en los que no ruge el león de la Metro Goldwyn Mayer y las cosas ocurren en el almacén de la Pochi, mientras ella corta fiambre, haciendo como si no se diera cuenta de nada de lo que pasa tras el mostrador.

 

(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, mail: [email protected] e Instagram @soylaqueta



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