Historias de Barrio: La punta del ovillo
Recuerdos de tardes devanando lanas.
Ilustración: Andrea Kowch
Por Enriqueta Barrio
Me gustaba cuando nos sentábamos una frente a la otra y la ayudaba a ovillar lana.
Poniendo yo los bracitos en ángulo recto, ella desarmaba la madeja y me usaba de soporte. “Separalos”, me decía, y yo casi ni respiraba hasta que terminaba la maniobra, manteniendo la lana en tensión, lo suficientemente estirada para que no se enredara. Mamá se paraba enfrente y empezaba a ovillar, moviendo sus brazos como si fuesen alas, formando elipses impecables mientras sus manos rítmicamente giraban, en cierta danza hipnótica que me fascinaba.
Un gran silencio se extendía entonces sobre nosotras, interrumpido muy cada tanto por un “Levantalos” de ella, cuando el cansancio me hacía bajar la guardia.
Yo aprovechaba para mirarla.
Aprender sus rasgos, caminar por sus arrugas, admirar la suavidad de su pelo, que se ensortijaba pertinaz; recorrer el dorado vello que rodeaba sus lóbulos, en los que el sol se estrellaba, haciéndolos transparentes y rosados, recorridos por venitas muy finas, como arroyos en un mapa de la escuela. El cuello, un poco fláccido, blando, guardaba su olor entre sus pliegues. No se parecía a nada, era olor a ella, simplemente. Aunque se bañara, se pusiera crema y se perfumara, olía siempre a ella. Una rosa replica su olor en miles de rosas; la vainilla y la canela huelen siempre a vainilla y a canela; sin embargo, el olor de ella era solo de ella, y nunca más será olido.
Pero hoy, al recordarla devanando lana, puedo percibir claramente ese olor que emanaba de su piel fina y suave, quizá un poco alimonado… pero no, personalísimo.
Y nuestras mentes volaban en esos momentos. Yo, en mis fantasías infantiles, mis miedos, mis ansiedades. Ella pensando en alguno de nosotros. Lo sé porque cada tanto, a las perdidas, me hacía alguna pregunta o algún comentario: “¿Habrá llegado el nene a la clase de piano?”, sabiendo que yo no tenía respuesta a sus inquietudes.
Cuando tomábamos ritmo, parecía que bailábamos una danza de esas que se bailaban en las fiestas de los reyes, sincronizando movimientos, dibujando mariposas en el aire. Era hermoso.
El ovillo crecía y crecía.
En esos ovillos acostumbraba mamá luego, en la época de las vacas flacas, a esconder billetes enrollados, manteniéndolos a salvo de las ansias depredadoras de mi padre cuando se le dio por el juego. Años después encontramos en uno de lana color celeste, un billete de un millón de australes y sufrimos por las cosas que podríamos haber hecho durante los pocos meses en los que tuvo valor.
Porque la verdad es que mucho que digamos no tejía.
Le gustaba comprar lanas, eso sí; algunas esponjosas y etéreas con las que proyectaba envolvernos, pero después se olvidaba, y hacía un pulóver, con suerte, por año. Todos iguales, con el mismo cuello redondo y un poco desbocado, “para que les pasen bien por la cabeza”.
Nos los probaba a mitad de proceso, apoyando las agujas en la espalda, y haciéndonos levantar los brazos, como gaviotas antes de despegar, estirando el tejido hasta los sobacos; “quedate quieta”, me decía, “ponete derecha”
Yo me quedaba quieta, sintiendo sus manos familiares en la espalda. Y me ponía derecha, como me pongo ahora al recordarla, añorando tanto esas tardes devanando lana, una frente a otra, sin decirnos nada.
Ilustración: Andrea Kowch
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