Historias de barrio: Golden Elvira
Lo que pasa en el show, queda en el show de stripers.
Por Enriqueta Barrio*
A mediados de los 90 se pusieron de moda los shows de stripers para mujeres.
Como una especie de revancha a los cabarulos que frecuentaban los varones, se trató de imponer la misma lógica para atraer a las mujeres: musculosos, aceitados, bamboleantes, harían subir la temperatura de las féminas revoleando los cabellos y acercando tentadoramente las partes pudendas a casamenteras y egresadas de escuelas de monjas. Todo esto meticulosamente planeado por hombres, claro, que se jactaban de conocer al dedillo “lo que les gusta a las minas”.
El show consistía en un desfile temático con los referentes clásicos del bagaje popular: el estudiante, el mecánico, el bombero, el surfista, el intelectual (dios mío!) y, convengamos que medio traído de los pelos, el comanche. Era una especie de Titanes en el Ring sensual, con personajes que aparecían vestidos y se iban desnudando conforme avanzaba la música, que era elegida con detalle. Por ejemplo el estudiante salía de guardapolvo blanco, anteojos falsos, unos libros en la mano (que después se los pasaba tras bambalinas al intelectual para que hiciera su número) y una regla de treinta centímetros de plástico que revoleaba sugestivamente, como diciendo “ya vas a ver lo que es bueno” y, por supuesto, la canción de los Twist de fondo “Es cortés y muy galante / Educado por demás / En su escala de valores / Lo primero es estudiar …” El pibe, generalmente un joven de alrededor de veinte, se iba despojando de los anteojos, los libros, la regla y el guardapolvo, para quedar en un pequeñísimo calzoncillo, ante los gritos de señoras que podrían ser su mamá o su maestra.
Así pasaban los distintos cuadros coreográficos, por llamarlos de alguna manera, con las canciones menos metafóricas posibles. “Que vengan los bomberos que me estoy quemando” acompañaba el revolear de la manguera de fantasía del bombero; los Beach Boys le daban pie al morocho parafinado devenido en rubio que salía con, podés creer, un barrenador de telgopor. Pero bueno, no era momento ni lugar para ponerse puntillosos ni exigentes con la puesta en escena.
Los grupos de amigas iban creciendo en efervescencia conforme corrían las botellas de champán barato y transpiradas matronas apartaban pudorosamente sus caras del supuesto objeto de deseo que se les ofrecía sin metáfora alguna.
Los muchachos, entrenados por un patovica que había trabajado de lo mismo en Miami, sabían escapar de las manos ansiosas como el calesitero cuando esconde la sortija.
Elvira aceptó ir a la rastra ese sábado, con una especie de intriga culposa, con las compañeras de la perfumería que ya eran habitués del lugar. Se resistió todo lo que pudo argumentando ya no estar para esos trotes, pero ese sábado cumplía años la esposa del dueño y no pudo negarse.
Se puso una camisa de seda fría floreada que tenía un saquito haciendo juego en colores alegres y que la estilizaba bastante. Unos pantalones palazzos que le disimulaban la panza, unas sandalias de taco medio con una flor de aplique en la capellada, aros pastilla de plástico del mismo rosa de las flores de la camisa, peinado con mucho spray y su perfume favorito, Alhambra de Avon… Se miró al espejo y se gustó: “Mirá la veterana como se la banca todavía”, se dijo mirándose por sobre el hombro para verse de atrás.
La iba a pasar a buscar Marcela, la cajera, que tenía un autito al que cuidaba más que a un hijo. Cuando escuchó la bocina impaciente, gritó un saludo general a los miembros de la familia que se perdió tras la puerta y salió sonriente al encuentro de la aventura. “Yo solo me voy a quedar un rato, sentada atrás, mirá si me ve algún conocido”, le dijo a Marcela mientras se acomodaba en el Duna. “¡Pero quién te va a ver!!! Aparte lo que pasa ahí adentro queda ahí adentro, es un código de honor, si no te imaginás, ninguna podría salir más a la calle”, le respondió mientras se prendía un Kool mentolado.
Le latió el corazón emocionado al llegar y ver la cola de mujeres en la puerta. No recordaba ya cuanto hacía que no se ponía en una cola para entrar a un boliche y sintió que era como andar en bicicleta, esas cosas que nunca se olvidan.
Entraron. “Las chicas” estaban peligrosamente sentadas en primera fila, y les habían guardado dos lugares casi al borde del escenario. En la mesita redonda había un balde de hielo con una botella adentro que Estelita, la asesora de Coty, se encargó de servir, quejándose de que chorreaba todo por no tener un repasador que envolviera la botella como en los lugares finos. Hacía calor. Parece que no prendían los ventiladores para que el público consuma más bebidas, estrategia muy usada en los boliches por esos años, que incluía cortar gentilmente el agua de las canillas de los baños.
A la tercera copa, Elvira sintió que las mejillas le quemaban y el palazzo se le pegaba a los muslos. Se sacó el saquito y lo metió enrollado en la cartera, “Total esto no se arruga”, pensó.
Finalmente se apagaron las luces del salón y salió al escenario un presentador de dudoso sentido del humor, pero que todas las asistentes recibieron como si fuera un Rolling Stone. El ambiente estaba caldeado, las chicas querían emociones fuertes.
Empezó el espectáculo y Elvira oscilaba entre la vergüenza ajena, la propia, el aturdimiento, el mareo y el calor. Intentó abanicarse con la lista de precios que estaba en la mesa, pero este gesto llamó la atención de “El Intelectual” que lo entendió como un sofoco de pasión y se le sentó encima moviéndose convulsivamente. Se acercó a su oreja y le dijo para que solo ella escuchara: “No te preocupes, no te voy a hacer nada”. Elvira respondió con una risa tonta mientras pensaba que ese aceite con el que estaba untado el muchacho le iba a dejar la camisa a la miseria.
Las compañeras de la perfumería se desternillaban de risa ante el cuadro, al que se ve que consideraban hilarante. Por fin el muchacho se levantó de su regazo y subió al escenario a hacer unas lagartijas que enloquecieron a la audiencia y ella respiró aliviada.
Solo pensaba en irse. En como levantarse y atravesar el salón repleto de mujeres desorbitadas, como franquear la puerta, tomar aire fresco, subirse a un taxi, llegar a su casa y dejar atrás el aturdimiento y el sofoco.
Mientras calculaba la retirada, apareció en escena el último número de la noche: El Comanche, al ritmo de una canción del grupo homónimo que se refería a la amada como “Tonta”. Directamente del Gran Cañón del Colorado, dijo el presentador al anunciarlo.
Sin embargo, el que salió a escena coronado con una estela de plumas que llegaba al suelo y envuelto en un taparrabos dorado, blandiendo una lanza amenazadoramente, no venía de ningún país del norte.
Era Omarcito, el hijo de la Negra Sartore, su vecina, un morocho tranquilo que quién lo hubiera dicho, pensó Elvira, que fuese tan musculoso. El joven la reconoció de inmediato y le puso cara de “queselevaahacer, de algo hay que vivir”, mientras balanceaba las caderas haciendo el pasito de moda.
Elvira no lo comentó con ninguna de las chicas, estaban muy adelante y la música muy fuerte como para conversar.
Cuando terminó el espectáculo, se ilusionó con la huida deseada, pero apareció el mozo con la torta de cumpleaños y la euforia rotó a la esposa del patrón, que emocionada más por el alcohol que por otra cosa, pidió tres deseos cerrando fuerte los ojos.
Mientras Estelita cortaba y repartía la torta, Elvira vio con el rabillo del ojo salir a Omarcito por una puerta lateral, ya vestido de civil, con una bolsa en la que dedujo que llevaría el breve disfraz de comanche, porque asomaban unas plumas.
Se acercó sonriente, preguntándole con picardía qué andaba haciendo por ahí, que raro que no se encontraban en el almacén de Di Paoli. Rieron juntos y, asombrosamente, Elvira no sintió vergüenza, ni propia ni ajena.
“¿Volvemos al barrio?””, le preguntó Omarcito simpático. “¿A La Perla o al Cañón del Colorado?” le dijo ella con esa picardía que los años no habían opacado. “Donde mejor nos deje el 531” propuso el comanche y rieron felices caminando hacia la parada del colectivo bajo la noche estrellada.