Historias de Barrio: Figuritas de cristal
Las suertes dispares que tuvieron Porota y La Negra, dos hermanas que ya descansan juntas en Balcarce, aunque en vida pocas cosas las unieron.
Cisnes de cristal.
Por Enriqueta Barrio (*)
“Ni en la paz de los sepulcros creo”, decía mi viejo que quería que pusieran en su lápida. Así de escéptico, así de impotente frente a los avatares de la vida.
Los problemas se alzaban frente a él y se convertían en olas gigantes de las que no atinaba ni a escapar, y se dejaba revolcar hasta quedar desmayado en la orilla, a la espera de la próxima.
“Y que querés”, me decía, “me criaron para otra cosa”.
Mi papá venía de una familia de clase media con una madre, mi abuela, que no se resignaba a vivir con modestia y quería, según el imaginario popular, cagar más alto de lo que le daba el culo.
Porota, así le decían desde niña, padeció toda su vida tener una hermana a la que veía beneficiada por el destino, en un reparto azaroso en el que ella perdía lo que la otra ganaba.
La Negra, así le decían desde niña a su hermana, se había casado muy joven con un policía de cierta jerarquía que, con el advenimiento de la dictadura, se transformó en diplomático.
Esto era particularmente extraño en el caso de Marchesini (así se llamaba el tipo) que era hombre de pocas palabras, además de enemigo acérrimo del diálogo y el consenso, a los que consideraba impedimentos a la hora de hacer lo que quería, aunque fuesen la razón de ser de la diplomacia.
Pero para lo que sí se dio maña en seguida Marchesini fue para entrar al país, por supuesto sin pagar derechos aduaneros, un montón de artículos de lujo que después revendía.
Se ve que en esas lides sobran las palabras…
Así, La Negra se hizo conocida por vender objetos de cristal muy bellos, tallados a mano, fabricados en Bulgaria o Checoslovaquia, a ricachones relacionados muy estrechamente con el gobierno.
Copas, figuras de animalitos (como los de “El zoo de cristal”), fuentes, frutas transparentes que tenían el sudor estival logrado con burbujas, racimos de uvas, llenaron las habitaciones de la casa que pronto les resultó demasiado pequeña.
Se mudaron entonces a una mucho más grande, en un barrio acomodado al norte de la capital, con pileta de natación y lamarencoche.
Todo esto resultó para Porota, que se había casado con un gris dependiente municipal que no lograba “hacer carrera” dentro de la institución, una puñalada mortal.
Cada viaje, cada ostentación de Marchesini (a las que era bastante afecto, por otro lado), cada joya, cada cambio de coche, generaban en ella un humor bilioso, caliente y amargo, que le nacía en las tripas y le subía a la garganta, ahogándola de odio.
No pudo nunca la pobre Porota dominar este sentir, que crecía conforme aumentaba el capital de su hermana.
Encima, La Negra tomó por costumbre algo que ella consideraba generosidad y la otra humillación: le mandaba cajas de encomienda con los objetos fallados, rajados o cachados que no podía vender.
Porota así armó su casa, con juegos de copas incompletos, carameleras sin tapa y floreros rajados que le amargaron aún más la vida.
Más tarde, y ya no sabiendo qué hacer con la plata, Marchesini y sus hijos se dedicaron a la cría de cerdos.
Efraín y Sergio, primos de mi papá, fueron a colegios bilingües y a universidades empresariales; hablaban con gente que estaba en Nueva York y jugaban al tenis mientras hacían negocios. Eran fríos y duros, criaban a sus numerosos hijos como si fueran una tropa, tenían esposas flacas y bronceadas de mirada triste que vivían a todo trapo.
Conocí la cabaña (así le decían) por Luján en la que criaban a los animales siendo yo muy pequeña, y me sorprendí enormemente al ver que los chanchos eran grandes bestias en el barro que poco tenían en común con los rosados y tiernos de las películas de Disney.
Con esta actividad, los Marchesini terminaron de insertarse en la sociedad remilgada de la zona, y al poco tiempo ya nadie recordaba el origen policíaco del jefe de familia.
Por estos lares, la “alta sociedad” debía muchas veces hacer la vista gorda y saltear linajes y ancestros, si no, no quedaba nadie porque el que no corría, volaba.
La cuestión es que Porota también padeció a sus sobrinos, a los que comparaba con sus hijos a los que consideraba débiles que llegarían, en el mejor de los casos, a ser buenos empleados.
Así, cada cerdo lleno de condecoraciones y premios que ganaba en La Rural de la cabaña Marchesini, era una arruga más en su cara.
Así envejeció, rumiando sus faltantes y acusando en silencio y no tanto a su marido, mi abuelo, por su falta de osadía y coraje para “avanzar en la vida”. Él la escuchaba en silencio, se ponía el saco y se iba a tomar mate a lo de una mujer con la que, dicen las malas lenguas, anduvo toda la vida.
Yo conocí a Porota siendo ella ya bien grande y pude percibir, con la lucidez que da la infancia, todo esto que les cuento. Se notaba que nunca había sido feliz ni por un ratito, sin embargo defendía su altivez a capa y espada; era fría y distante y nada la conmovía.
En el final de su vida, enredada en la oscura maraña del Alzheimer, hablaba todo el tiempo de Marchesini, ya fallecido, amenazando con gritar a los cuatro vientos la manera en la que había hecho su fortuna y “muchas verdades más” que me llenaban de intriga.
Años después me enteré que en algún momento de la historia, hubo entre mi abuela y Marchesini algún escarceo; que Porota se había ilusionado con por fin poner las cosas en su lugar y ser ella la dueña de lo que creía le correspondía.
La Negra, que era bravísima, cerró la historia en un periquete y Marchesini no se atrevió ni siquiera a conversar nunca más con su cuñada.
Las hermanas están hoy en el cementerio de Balcarce, enterradas juntas en una parcelita familiar.
Algunas veces les he llevado flores a sus tumbas solitarias y derruídas por el tiempo, en ese cementerio rodeado de sierras que custodian con sapiencia milenaria el sueño de los muertos.
Las imaginé ahí, una codiciando y la otra anhelando, atrapadas en lo efímero, desperdiciando sus vidas y sus muertes, sin siquiera ver las flores que les acababa de poner en la paz de sus sepulcros, esa paz en la que mi viejo nunca creyó y en la que yo, a veces, tampoco.
(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, [email protected], en Instagram @soylaqueta y en FM 104.5 “Noches de Barrio”.
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