Historias de Barrio: Crisantemos
La obsesión de Norita por una flor que, de cerca, da miedo.
Por Enriqueta Barrio (*)
En el aniversario de la muerte de la Señorita Nora, mi mamá. En una época a Norita se le dio por los crisantemos. De color violeta (o púrpura, como le gustaba decir, haciéndose la Graciela Borges) y amarillos, poblaron desaforadamente canteros, macetas y luego floreros de toda la casa. Eran horribles.
Gordos y desproporcionados, de lejos tenían buen ver (como la novia de un amigo), pero a medida que te acercabas percibías su tamaño real y daban miedo. Un poco pasa eso con los girasoles. Los ves desde el auto en la ruta y son divinos, te le parás al lado y asustan.
Los crisantemos estos llegaban a medir más de un metro y medio y eso les daba un aire onírico, parecían producto del ácido lisérgico. Norita los amaba y le contaba a todo el mundo que databan de mil quinientos años antes de Cristo y que en China había una ciudad que se llamaba “Ciudad de los Crisantemos” o Ju Xian; aunque cada vez que hacía este relato cambiaba el nombre chino de la ciudad, y pasaba a ser Hu Chin, Ju Chian y así, hasta que un día le mandó King Kong y reventó en el aire nuestra carcajada.
Qué flor espantosa. De la familia de los claveles, flor devaluada si las hay, la rosa de los pobres, reemplazaban su poca delicadeza y dudoso perfume con una durabilidad necesaria, por ejemplo, en los frascos de los cementerios, donde uno va una vez por semana (buéh, ponele, antes se acostumbraba).
Norita festejaba como niña que floreciesen en abril y mayo, cuando el resto de las flores emprendían la retirada hasta la próxima primavera. Era ahí, en otoño, que los crisantemos de casa engordaban como planetas; los tallos robustos y duros casi había que hacharlos para que pasaran al florero. En el agua resistían enhiestos más o menos una semana. A partir de ahí caía algún pétalo displicentemente. Duros, como una uña curva, el resto iba abandonando la flor y anunciando el principio del fin.
La flor agonizante soltaba lánguidamente el polen amarillo y sin vida. Ese era el momento de sacarlos y tirarlos, por fin, a la basura. Los tallos, babeantes, salían del agua viscosa, y con los pelos de punta los tiraba a la basura queriendo no oler, qué flor de mierda, mientras corría el agua a borbotones y se llevaba esa esputsa al fin del mundo.
Por supuesto, al tiempo se le pasó el berretín y nunca más se habló de los crisantemos. Esto era muy común en casa, épocas de apogeo seguidas de una decadencia y finalmente el olvido, como con algunos amores. Es más, no volví a ver ningún crisantemo por más de veinte años. Hasta su velorio, cuando los vi llegar, como si todo fuera un sueño, cabeceando sobre la tarjeta que decía “Tus compañeras de la Escuela Provincial Número 2″… los crisantemos y la putamadrequelosparió.
(*) Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, [email protected].