Historias de Barrio: Camino al éxito
En familia, perfilaron una empresa que prometía ser un batacazo.
Por Enriqueta Barrio (*)
En la Argentina de mi vida, era muy común pasar de canillita a campeón y viceversa. Sobre todo viceversa.
Con esa sensación permanente de tener a la Miseria mordiéndonos los talones, y escapándole siempre por poco, mi familia encaró los más insólitos emprendimientos comerciales.
La proverbial energía de Norita se desplegaba en ellos a sus anchas, sobre toda la etapa de la creación y el inicial desarrollo, en los que la empresa en ciernes era tema de eternos debates familiares, investigaciones obsesivas e interminables charlas telefónicas.
Toda esa energía se empezaba a diluir iniciado el proyecto, cuando había que ponerse a laburar propiamente, y todo quedaba en la nada, dejando recuerdos en un aparador, en un cajón o en el galponcito del fondo.
Mi viejo siempre arrancaba reticente, poniendo mil objeciones de lo más sensatas, que eran atrapadas por el Huracán Norita y devueltas en forma de “Me extraña, Miguel Ángel, yo creí que vos eras un tipo con más visión comercial…”. Entonces él terminaba embarcado en el proyecto, no vaya a ser que la pegásemos y lo dejásemos afuera de la gloria prometida.
Una vez apareció no sé como, un mayorista de llaveros que emulaban una pelota número 5 de cuero, con los colores de Argentina y los de los principales clubes de fútbol del país.
La argolla metálica en la que se ponen las llaves, una cadenita y una pelotita que en realidad era de telgopor (como comprobamos al destrozar algunas), forrada con un símil cuero imitando los gajos de los esféricos, como dirían los relatores de fútbol. Había, aparte de los de la Selección, de River, de Boca, Independiente, San Lorenzo, Racing…
El mayorista tenía un amigo en la Aduana (lugar en el que millones de compatriotas insólitamente tenían amigos y conocidos), que le hacía entrar containers repletos de estos llaveros, provenientes de China, sin pagar impuestos ni tasas.
Con lo cual nos podía ofrecer diez mil llaveros a un precio irrrisorio, según aseguraba.
Después, era pan comido venderlos. Kioskeros, almaceneros, mecánicos, fanáticos, todos, se pelearían por sacarnos de las manos la mercancía y convertirnos en millonarios rápidamente.
Al final del camino se nos veía a nosotros paseando por Venecia mientras cientos de vendedores plenos de arrolladora capacidad de trabajo, poblaban la Argentina de llaveritos.
La ecuación era mas o menos así: un peso valía el llaverito, cinco pesos para el vendedor y el resto para nosotros. Cada artículo se vendería al mayoreo a veinte pesos, con lo cual era negocio redondo, nada podía fallar.
El argumento de Argentina-País-Futbolero era inapelable, y, convenciéndonos unos a otros, fantaseando con lo que íbamos a hacer con la guita, llegaron las cajas con los llaveros.
Eran millones, millones.
Apilaron las cajas en el garage y el auto quedó afuera, pero bueno, total, una vez que nos fuera bien íbamos a tirar a la mierda ese Falcon 68 y compraríamos uno nuevo, así que no nos preocupamos.
Como mi viejo había organizado grupos de vendedores en la multinacional en la que había trabajado, con las estrategias del capitalismo más salvaje, sería facilísimo armar los nuevos Grupos de Venta.
Y el resto sería estar en casa a la tardecita, hora en la que los vendedores nos traerían la guita en carretillas, para que después nosotros nos fuésemos a comer a Don Genaro una lasagna demoledora. Lo que se dice un Plan Exitoso.
En el rubro 25 publicó Norita un aviso tratando de que entrara en dos líneas “Vendedor/a c/ exp p/vta mayor. Exc gananc.”
Se presentaron varios pibes, algunos jubilados y muchos desocupados. En esos años muchas empresas se habían ido del país y quedaron boyando hombres de mediana edad, trabajadores calificados, intentando manotear el salvavidas con el que mantener un estilo de vida que se les escapaba.
Varios de ellos se postularon para vender llaveritos, llegando a la entrevista con sus trajes que empezaban a ser viejos, llenos de formalidades empresariales completamente inútiles y que hacían más patética la escena.
Norita les tomaba los datos en un cuaderno, y con su letra de maestra agregaba datos para después recordarlos: “Ex encargado de Aragone”, “Ex recepcionista de cancha de paddle”, “Ex cajero de Osh Kosh”, y así.
Yo era chica en esos años y no comprendía lo triste de la situación, y permanecía sentada junto a Norita durante las entrevistas, escuchando las historias y esperando que apareciese algún postulante lindo de quien enamorarme.
La cuestión es que quedó constituido un grupo de alrededor de diez personas que se reunieron en el living de casa el sábado por la mañana, para recibir una “charla motivacional” que daría mi viejo, con la intención de sacar leones a la calle, ávidos de gloria, en esta selva de cemento, gris y empobrecida.
Pero Miguel Ángel no acostumbraba a madrugar los sábados, y hubo que sacarlo a empujones de la cama diez minutos antes del cónclave, al que llegó lagañoso y con la marca de la almohada en la nuca. No era precisamente El lobo de Wall Street.
Al Equipo de Ventas no se lo veía mejor, digamos la verdad.
Entre inexpertos y derrotados formaban un grupo destinado irremediablemente al fracaso, y los libros de superación personal de los norteamericanos hacían agua por los cuatro costados en esta realidad austral.
Mi hermana y yo les repartimos bolsitas con diez llaveros a cada uno, para que usaran de muestra en los comercios.
Norita les asignó las zonas de venta, sin considerar distancias ni estrategias, y salieron a la calle poco convencidos, y ofuscados por tenerse que pagar de su bolsillo el colectivo y con menos fe que antes de la charla.
Claro, papá en un momento se había cebado con su discurso y aprovechó para contar cómo Italia se había levantado de las ruinas “gracias a cinco empresas que se pusieron el país al hombro, y que básicamente no eran nada.…Cinzano…¿qué es el Cinzano?…nada, una hierba cualquiera que crece al costado de las rutas, y con eso hicieron una bebida que se vende en el mundo entero”, y de ahí a hablar de la Segunda Guerra Mundial (uno de sus temas favoritos) y terminar debatiendo con uno de los vendedores sobre si Stalin había sido o no peor que Hitler.
Cuando el resto de los vendedores empezó a inquietarse, papá volvió al discurso arengador sin escalas, proponiéndoles que salieran y “se comieran a los chicos crudos”, ante el desconcierto de algunos, que empezaron a pensar “Uh, en que kilombo me estoy metiendo”.
Ese día lo pasamos planeando, como siempre, comilonas e inversiones. Marcelino preguntaba, ansioso como siempre: “¿Me van a poder comprar un Scalextric?, ¿Mamá, me van a poder comprar un Scalextric?” y a la décima vez mi viejo le contestó “Cien Scalextric te vamos a comprar! Cien!”, mientras mi hermano ponía cara de fascinación.
La cuestión que a las siete de la tarde sonó el timbre y llegó el primero de los vendedores. Traía un pedido de un kiosco de al lado del cementerio, de veinte llaveritos, y preguntaba si se podían pagar en dos veces.
A los quince minutos llegó una de las vendedoras, con varias promesas de compra pero ninguna certeza.
Y nadie más.
El resto se fue a su casa después del entrenamiento de papá con toda razón, y regaló los llaveros de muestra a sus chicos.
Durante años pulularon por todos los rincones de la casa los malhadados llaveritos futboleros, hasta los usamos para decorar un árbol de navidad, y mientras los colgábamos soñábamos con lo que nos traería Papá Noel.
“Ojalá sea un Scalextric”, insistió desde el suelo Marcelino, que todavía no entendía de batacazos fallidos.
(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora,
[email protected], en Instagram @soylaqueta y en FM 104.5 “Noches de Barrio”.
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