La vida de La Ñata, entre el dolor, los golpes y el olvido.
Por Enriqueta Barrio (*)
La Ñata había tenido lo que se dice una vida sufrida.
Era una de esas personas a las que le habían pasado todas, con las que el Destino se había ensañado especialmente, poniendo sucesivamente a prueba su fortaleza, hasta que el alma se le hizo callo y la piel, corteza.
Nació en el campo, en una gran familia en la que desde chicos se entraba al circuito productivo, desconociendo la palabra cariño y, mucho menos, protección.
Saltó a un casamiento salvador al que tomó como venía y sin pensar; la palabra “romance” ni se asomó por ahí. Con cierta rudeza y sin esperar nada a cambio, cumplía con sus deberes maritales, como quien cumple con las tareas domésticas. Para ella El Hombre era casi un animal, y así era lo que de él esperaba.
La ropa limpia, la comida hecha y no hacerlo quedar mal frente a los otros. No parecía tan difícil.
Sin embargo, El Hombre siempre encontraba fallas o errores que le hacían perder los estribos: un par de medias sin remendar, unos minutos de atraso al regresar, una marca de vino equivocada en la mesa, y se armaba la podrida: a cinturonazo limpio ponía, según él, las cosas en su lugar.
La familia y los vecinos conocíamos esta situación, y aunque todos conveníamos en que El Hombre era una porquería, nadie decía nada; así se hacía por esos años. Ni sus hermanos (algunos de los cuales le vieron los ojos en compota), lo encararon alguna vez, y estaban convencidos de que lo correcto era no meterse en la vida de los otros.
Nunca supimos si la Ñata sufría, si lo odiaba o lo quería, si alguna vez conversaron.
Tomaba la vida como venía, se acomodaba la ropa y se lavaba la cara después de la paliza, y seguía con sus quehaceres, diciendo en voz baja mientras regaba las plantas: “Quéselevacer, El Hombre es de mala bebida”.
En verano trabajaba de mucama en un hotel de poca clase cerca de la terminal, y con la misma dureza de carácter, limpiaba la mugre de otros, que no tenían el menor miramiento en convertirse en cerdos. “Quéselevacer, los turistas son roñosos”, decía mientras llevaba la ropa de cama al lavadero.
En esos días El Hombre la recibía siempre borracho, la acusaba de puta, la fajaba, y se iba a dormir. Era una especie de deporte: la Ñata se agarraba la cabeza para evitar los peores golpes y él desataba a la bestia hasta que el sueño era más fuerte que las ganas de pegar.
En el medio de la vida tuvo dos hijos, un varón y una mujer. Ambos eran de contextura delicada y pestañas largas, con algunas pecas desparramadas por la piel blanca.Al varón lo mandó a vivir con una prima a Buenos Aires, al otro día en que El Hombre le tajeó la espalda a cuerazos.
No derramó una lágrima y lo subió al micro con un paquete en el que transpiraba un sándwich de milanesa. Le acomodó el pelo con su mano áspera y esperó a que se fuera. Nunca se iba a olvidar de las pestañas largas del nene, con una lágrima pendiendo, saludándola con la manito blanca a través de la ventanilla. “Quéselavacer, es lo mejor para él”, se dijo mientras volvía a su casa, sin saber que recién lo volvería a ver quince años después.
La nena anduvo bien hasta la adolescencia, pero después, cuando “se hizo señorita”, se volvió asustadiza y oscura: “Tiene problemas nerviosos”, decían en el barrio al verla pasar, sin levantar la mirada, apurada como si la persiguieran.
Cuando El Hombre se murió (“Quéselevacer, no era mal hombre, era de mala bebida, eso sí”), quedaron La Ñata y la nena solas en el mundo, pero tampoco en paz.
La piba le hizo pasar las de Caín, con sus rarezas y obsesiones, que iban desde salir en malla una noche en pleno invierno, a un principio de incendio en la cocina.
La Ñata la internaba y la desinternaba, la llevaba al médico, le molía las pastillas para escondérselas en la comida, la peinaba y la retaba, sin renegar nunca de su suerte, sin enojarse ni entristecerse de más ni de menos.
Una tarde de junio llegó el hijo de Buenos Aires, con un sobretodo beige, en un Falcon bordó. Entró unos minutos a la casa en la que nació y salió con La Ñata, su hermana y unas bolsas llenas de ropa. Cerró la puerta con llave y se la guardó en el bolsillo.
Sin mirar a los vecinos que conversaban en la vereda de enfrente, se las llevó, según supe después, a un instituto en Miramar, una mezcla de geriátrico y psiquiátrico en las que las dejó para siempre.
La Ñata murió a los ochenta y pico, y la hija no soportó la tristeza y se metió al mar sin saber nadar unos días después.
La casa de la Ñata se vendió a una familia de chaqueños que la remodelaron de pies a cabeza.
Me traje de la vereda una maceta, hecha con una lata de aceite de tres litros con malvones que la Ñata cuidaba con esmero, aunque sé que a ella no le hubiera importado.
“Las plantas se mueren”, me hubiera dicho, “quéselevacer”.
(*) Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, enriquetabarrio@gmail.com.