Historias de Barrio: Almacén y verdulería “La Soñada”
Es la historia de los Capelli, una familia que pasó de la tierra prometida a una realidad algo más opaca.
Por Enriqueta Barrio (*)
El matrimonio Capelli había vivido en esa esquina, la misma, desde siempre.
Llegaron de Italia muy jóvenes, en un barco enorme, asustados y llenos de esperanza y recalaron por casualidades de la vida allí, donde nació Arnoldo Capelli y fue un bebé precioso y rollizo, como les gustaban los bebés a las tías en esos años. Solo tenía en común con el Don Arnoldo que yo conocí, la pelada lustrosa y el carácter de mierda.
Allí, al crecer, llevó a vivir, contra la voluntad de la vieja Capelli, a la preciosa Zaida a los dieciocho años, embarazada y dueña de una firmeza y autoridad que la acompañó de por vida. Con sus ojos árabes cargados de misterio y sensualidad, la joven embrujó al joven e inexperto Arnoldo, que debió suspender sus planes de jugar en la primera de River para hacerse cargo de su familia y, sobre todo, para evitar que Zaida y su madre se sacaran los ojos.
Era un choque de culturas proverbial: la tana Capelli, que hablaba retorcido a pesar de estar en Argentina desde hacía más de sesenta años, creyente y religiosa a más no poder, se disputaba el reino de ese mundo de tres dormitorios con la turca (así se generalizaban acá una variedad de culturas lejanas y desconocidas) Leija, voluptuosa y desenfadada, a la que pocas cosas le gustaban menos que limpiar.
La vieja Capelli, como le decíamos en el barrio, le prendió literalmente a cada santo una vela, rogándoles que sacaran de su casa a esa víbora. Prometió, hizo novenas, donó plata para sumar un banco con el nombre familiar a la iglesia, lloró sobre estampitas, se bañó en agua bendita, pero nada. Se ve que en los cielos tenían ocupaciones más urgentes, porque Zaida estaba cada vez más rozagante, con sus caderas llenas y sus pechos tensos que distraían a los clientes del mercado.
Porque la familia se sostenía con los ingresos del negocio que ocupaba la esquina de San Lorenzo y Tucumán, un local grande en el que había carnicería, verdulería, panadería y almacén. El viejo Capelli lo había instalado con gran esfuerzo y concentración, tanto que se murió de un bobazo en pleno “Rodrigazo”, pensando que perdería todo. Sin embargo, la reciente viuda supo enderezar la nave y el mercadito pasó la tormenta, una de las cientas por las que pasó el país.
Zaida se levantaba tarde, ocupaba el baño largo rato, desayunaba relajadamente y bajaba al negocio un rato antes de la hora del cierre del mediodía. La vieja Capelli se la chocaba a cada paso y la presión le subía un punto cada vez que la veía manotear un paquete de papas fritas o abrirse una gaseosa.
-Te tenés que cuidar más cuando estás en estado- le decía con la bilis ardiendo.
Zaida ni la escuchaba o fingía no hacerlo, consciente de la bronca contenida de su suegra, a la que tildaba de “vieja amarreta”, “tana muertadehambre” y otras linduras. Su poder crecía a medida que lo hacía su panza de embarazada, y osó recibir a un par de proveedores con gran desenvoltura.
A Arnoldo, Zaida le vino de perillas. Acostumbrado desde pequeño a mover las neuronas y el traste poco y nada, el avance de su mujer le servía de oasis. Participaba lo menos posible en las discusiones, a las que llamaba desdeñosamente “cosas de minas” y mientras no se matasen, todo bien.
Cuando la espuma de la pasión bajó y la pereza le ganó al deseo, se resignó a ver cómo Zaida, de sangre impaciente, coqueteaba a troche y moche, pero no le importó. “No se puede tener todo en la vida”, se consoló.
La vieja Capelli miraba con desesperación el carácter débil de su hijo, al que acusaba de pelandrún y buenoparanada. Fue por esto que Arnoldo tuvo un impulso emprendedor, el único de su vida: corrió estanterías y heladeras, rajó al carnicero y en su lugar armó lo que él llamó pomposamente “El Futuro”. Este espacio consistía en cuatro o cinco computadoras en las que los pibes del barrio jugaban a unos juegos en red. Ni Zaida ni su suegra entendían de que se trataba, y por no contradecirlo “una vez en la vida que se le ocurre mover el culo” (como decían ambas cariñosamente), dejaron que le diera para adelante.
Fue la caída del impero Capelli, y menos mal que no lo vio el viejo, queenpazdescanse, porque se hubiera vuelto a morir.
Arnoldo instaló todo “el sistema” con la supervisión de un vecino, el Raulo, que se daba bastante maña con la cibernética y lo inauguró una tarde de enero en la que todo el mundo estaba en la playa, menos tres o cuatro vagos que esperaban ansiosos escapar de sus obligaciones escolares y disfrutar de los juegos.
Y ahí lo tenés al grandulón: parado atrás de pibes de catorce años que se enfervorizaban matando zoombies, alentándolos y dándoles indicaciones, riendo a carcajadas y gritando exaltado.
Se copó con los jueguitos de tal manera que olvidó todo lo demás, incluso de cobrar las horas a sus rivales, que aprovechaban la ocasión para afanarse medio almacén. Les preparaba sánguches a los chicos al mediodía, con tal de que lo dejaran jugar con ellos, y se pasaba el día entero frente a la computadora, con auriculares en su sien y micrófono en la boca, espantando a los clientes que se cansaban de esperar ser atendidos y se iban al chino que astutamente abrió a media cuadra.
Zaida se relajó cada vez más. Atendía poco y nada a su hijo, que aprendió desde pequeño a arreglárselas solo, vistiéndose y yendo a la escuela sin compañía, mientras su papá participaba en campeonatos inventados y su mamá dormía.
La vieja Capelli no soportó más, y después de un ACV que la dejó unos meses postrada, partió de este mundo viendo cómo su negocio se desmadraba: las cajas se acumulaban en los rincones y las ratas se hacían un festín con los quesos que quedaban olvidados en el mostrador.
Los clientes nos jugábamos la vida en cada compra, salteándonos fechas de vencimiento y cadenas de frío, pero como Arnoldo se quedaba jugando con sus amiguitos hasta tarde, solía ser el único lugar abierto para las compras de último momento.
Las persianas del otrora hermoso lugar se fueron rompiendo paulatinamente y el local se iba oscureciendo conforme se apagaba su esplendor. Arnoldo acumuló líquido en pesadas bolsas bajo sus ojos cansados de tanta pantalla y tristeza cuando los pibes se fueron del negocio a jugar a la play con sus amigos, dejándolo solo y aburrido con sus aparatos ya pasados de moda. Siguió atendiendo el almacén más por inercia que por otra cosa, arrastrando los pies cuando le pedían cosas un poco alejadas de su mano, enfundado en una joguineta manchada y sin forma. No sabía lo que tenía ni lo que debía, y los proveedores se aprovechaban de su apatía para encajarle productos a punto de vencer o con envases averiados y tiraba los billetes enroscados en el cajón de la caja sin acomodarlos ni asegurarse los importes, por la sola fiaca de mover los dedos.
Zaida expandió sus caderas a lo largo de los años hasta que no le permitieron caminar y esos ojos árabes y sensuales que a tantos habían conquistado, se tornaron amarillentos bajo los párpados hinchados, con expresión lasciva y harta.
El pobre pibito creció como pudo. A los catorce dejó la escuela y se juntó con una runfla de vagos en la vereda del negocio, vaciando los cajones de cerveza a cuenta de la casa, hasta que se lo llevó la policía una tarde calurosa de enero mientras su madre lloraba en la vereda y los vecinos murmurábamos en las esquinas repitiendo frases como “Y que querés, con la vida que tuvo…”
Arnoldo no se levantó una mañana ni abrió las puertas del negocio y vio que podía seguir viviendo casi desde la cama. Y ahí se quedó nomás.
El local se fue descascarando conforme pasaban los años y las persianas oxidadas se cubrieron de poesía popular acerca de la sexualidad de determinado equipo de fútbol y el estado de sus partes anatómicas. Hasta el sol parecía esquivar esa esquina, y el frentibrill ennegreció hasta parecer ahumado.
Con sorprendente hidalguía, aún permanece sobre el dintel de la puerta, el cartel que el viejo Capelli colgó en el año 63, fileteado a mano con artesanal delicadeza, rezando “Almacén y verdulería La Soñada”, título romántico que el tano ideó en el barco que lo trajo a estas hermosas tierras, llenas de promesas.
(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, [email protected], en Instagram @soylaqueta y en FM 104.5 “Noches de Barrio”.
Foto: Michael De Brito
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