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Opinión 13 de octubre de 2023

¿Habrá un desafío más hermoso, genuino y arduo que descubrir quién es realmente tu hijo?

Por Cecilia Di Genaro

Hay libros que te cambian la manera de percibir el mundo. Un clic en la mente, como le pasa a mi hijo cuando sube de nivel en el Mario Bross, y abre un nuevo camino. “Pasa de nivel” o “desbloquean un nuevo nivel”, dicen él y sus hermanas.

Sarah Ahmed escribió un libro genial que se llama “La promesa de la felicidad” (Caja Negra). Es una especie de Aleph donde se ubican varios de los componentes sobre los que estructuramos nuestro deseo y la persecución de ellos con el fin de ser felices. Cuenta que las formas, en las entendemos esa búsqueda de la felicidad, están regladas y producen una especie de acatamiento general. Incluso los objetivos que nos proponemos a la hora de perseguir la felicidad están reglados: el amor, los motivos por los que nos queremos coger a uno y no a otro, por qué nos enamoramos de alguien, y los ítems de nuestra hoja de ruta o de vida que tenemos que tachar: no estar solas, casarnos, tener una familia, un trabajo que hable bien de nosotras, una casa en cierto barrio, un auto, etc. todo está reglado y hay una sola forma de conseguirlo y de percibirlo. Lo que le interesa a Ahmed es “cómo la felicidad aparece asociada a determinadas elecciones de vida y no a otras, cómo se la concibe como algo que se desprende de determinado tipo de ser… La familia feliz es tanto un mito de felicidad (acerca de dónde y cómo tiene lugar la felicidad) como un potente dispositivo legislativo, un modo de distribuir tiempo, energía y recursos”.

Yo pienso que hay una lógica similar que atraviesa la forma de mirar a nuestros hijos. Parece que hay una sola manera de querer a los hijos, hay una sola manera de admirarlos y de “sentirse orgullosos” sobre sus características de personalidad, sobre los logros que adquieren, sobre cómo van cumpliendo las etapas, sobre su recorrido social en este mundo. Pero, ¿qué pasa con los hijos neurodivergentes? (por si alguien no lo sabe, se trata de personas que tienen un desarrollo neurológico distinto al desarrollo neurotípico).

Cómo hacer cuando el hijo o la hija no tacha en tiempo y forma los objetivos que supuestamente lo hacen merecedor de nuestra alegría, de la luz de nuestros ojos.

Hay una franja, la franja de la “normalidad” en la que hay que entrar a como dé lugar. Porque lo diferente produce miedo. Nos pasa a todos en algún momento del día, cada vez que nos cruzamos con alguien que no se ajusta a lo que esperamos dentro de la regla. Nos alejamos de lo que no entendemos, no tenemos tiempo para intentar comprender, ni queremos saber nada.

Me atrevería a afirmar que la primera secuencia que atravesamos estas madres es esa de echarnos la culpa: qué hice mal, esto pasó durante el embarazo, durante el parto, hay un carga genética que traigo conmigo. Un ejercicio narcisista extremadamente improductivo que, de lo único que habla, es de la importancia que te das a vos misma. Cuanto antes salgas de esa retórica estúpida, más tiempo vas a tener para tu entrenamiento en esto de conocer a tu hije y, de paso, cañazo; estar en el mundo de un modo amoroso.

Como decía en el cartel de la casa de Ashley Wilkes, en “Lo que el viento se llevó”, esa escena anterior al comienzo de la Guerra de Secesión, cuando todo era soñado y cada patrón contaba con un ejército de esclavos: “Cuidá tu tiempo, es la sustancia de la que está hecha la vida“. La cuestión es que todos somos esclavos. Esclavos de la adecuación. Esclavos de la mirada del otro. Esclavos de lo que hay que lograr para después, y solo después, ser felices. Si lográs salirte de tu propio ego, de la identificación narcisista que tenés con tus hijos, si dejás de querer vivir a través de ellos, de transmitirles “tus frustraciones con la leche templada y en cada canción” y de la tensión aguda de la “norma” que recae sobre vos, te pasa algo parecido a lo que le pasa a Neo en Matrix, cuando en lugar de ver a los agentes del mal, comienza a ver los números verdes en movimiento. La verdad de la milanesa. Que no es otra cosa que correrte del podio y empezar a ver a tu hijo. ¿Habrá un desafío más hermoso, genuino y arduo? Saber quién es realmente.

Porque hay al menos dos niveles, como en el Mario Bross, uno que es una trampa donde el camino se trunca y podés quedar suspendida masticando frustración y viéndote fracasar una y otra vez, y otro nivel que es el que te permite seguir abriendo caminos y que habla de la aceptación. La palabra mágica. La pensé mucho hace unos meses cuando murió Sinéad O’Connor, justamente a causa, entre otras cosas, del escenario hostil en el que vivía.

Mi psicóloga Perla, que es muy genial -les paso su número, cuando quieran- me introdujo en este concepto de que los hijos eligen a los padres antes de nacer. Cuando me lo dijo por primera vez me pareció una fábula ridícula. ¡Mirá si mi hijo me va a elegir a mí, con todas mis incapacidades, con este vagón de miedos! Se sabe, no es ninguna novedad: las madres son la reserva moral del mundo y, sin embargo, lo cierto es que nadie tiene idea ni por dónde empezar. Hay tanto condimento mezclado en el curry de este planeta que es la maternidad: hay tanta belleza, basura, suciedad, poesía, instinto o ningún instinto, música, trabajo duro, pensar varias veces al mes “hoy la cagué”, sueño pero no el sueño sudamericano, sueño de dormir, cansancio, nunca estar a la altura, a veces estar a la altura, una vez estar a la altura de las circunstancias.

Pero, insisto por si a alguien le sirve este consejo, la palabra clave es aceptación, es la llave correcta, la que te hace ganar el viaje de egresados en el programa de Silvio Soldán: la llave gira, el alumno gira su cabeza, mira a sus compañeros, se van a Bariloche gratis, suena la canción de fiesta, todos se abrazan. La dificultad reside en que hay que desaprender las formas y los motivos por los que nos enseñaron a amar, a admirar, o en el peor de los casos a quedarnos tranquilas.

Hay que derribar la “regla” para poder aceptar al otro. Y esta herramienta sirve para la vida porque la aceptación es el deporte más difícil de todos, nos cuesta incluso practicarla con las personas que más queremos, con o sin desafíos en el desarrollo. Esto nos hermana. Aunque parezca una locura, nos pasamos la vida tratando de hacer que el otro cambie, en lugar de aceptarlo y tener la madurez suficiente para saber que nuestras elecciones hablan más de nosotros que del otro. Pero desaprender esas reglas y razones por las que creemos que amamos, por las que planeamos milimétricamente pagar la hipoteca que nos garantice vínculos codiciados dentro de esta cultura, es la única forma de poder hacer a un lado ese ruido que no nos deja ver al otro, que no nos deja conocer al otro.

Mi mejor amigo, Fabián, me regaló “El maestro ignorante“, de Jacques Rancière (el Zorzal). En este libro hay un concepto hermoso que se llama “la igualdad de las inteligencias”. En realidad, la idea es del pedagogo francés Joseph Jacotot. Rancière cuenta cómo el maestro se exilia en Holanda, tras la Revolución Francesa y posterior restauración monárquica. Ahí donde él no hablaba el idioma, ni sus alumnos hablaban francés. Entonces, ¿cómo enseñar? Decide darles un libro, la versión bilingüe del Telémaco. Los alumnos estudian la obra y para su sorpresa, terminan entendiendo el francés. Jacotot saca una conclusión: cuando el explicador asume su rol de superioridad sobre el alumno, termina bloqueando su singularidad. Con lo cual, el verdadero rol de los maestros, y yo diría de todo aquel que está al cuidado de otros, es ayudarlos a ampliar su percepción del mundo, hacerles saber que todos somos iguales a la hora de crear, pensar, imaginar y aprender, que es lo contrario a la vanidad y que le permite a un otro poder reconocerse y pelar lo que trae adentro. Sería algo así como abrir una puerta, nunca partiendo de la base de lo que el otro no sabe, sino habilitando eso que habita en cada ser, que es un misterio indescifrable que sale a la luz en la medida que el resto le cede un espacio amable para animarse a hacerlo.

Al fin de cuentas, todos podemos ser nuestro propio maestro. Explica Rancière que este ejercicio es político porque se realiza de manera colectiva (al igual que la maternidad y la paternidad, ¿qué duda cabe?) en tanto y en cuando se trata de una lucha colectiva por abrir caminos para que luego cada uno pueda hacer su propio recorrido, sabiendo que ni siquiera el maestro más capo sabe hasta dónde puede llegar cada alumno.

Dice el autor: “Quien plantea la igualdad como objetivo por alcanzar a partir de la situación no igualitaria la aplaza de hecho al infinito. La igualdad nunca viene después, como un resultado a alcanzar. Debe ubicarse antes…. No hay ignorante que no sepa una infinidad de cosas, y toda enseñanza debe fundarse en este saber, en esta capacidad en acto. Instruir puede, entonces, significar dos cosas exactamente opuestas: confirmar una incapacidad en el acto mismo que pretende reducirla o, a la inversa, forzar una capacidad, que se ignora o niega, a reconocerse y a desarrollar todas las consecuencias de este reconocimiento. El primer acto se llama embrutecimiento; el segundo, emancipación”.

Cuando elegís ser madre, yo diría, que nuestro deber primero es desaprender y abrir puertas. Ahora, es muy difícil desaprender esos mandatos y crear nuevos si no lo hacemos entre todos. Es hora de cambiar esos parámetros que lo único que naturalizan son formas diversas de frustración y tristeza, y la flecha va en esa dirección. Porque ya todos se sienten en condiciones de amar a sus hijos putos. Ya nadie esconde a su tía lesbiana. A nadie le importa si alguien prefiere llamarse “Tuco”, antes que “Noelia”. Yo quiero ser la Messi de la aceptación y un molinete abre puertas porque, junto con el tiempo, es la verdadera sustancia de la que está hecha no la vida, sino una buena vida que valga la pena ser vivida. Y es un ejercicio de nunca acabar: querer al otro tal como es sin pedirle que se ajuste a normas que para lo único que sirven es para no tener miedo. No tener miedo del otro: esa moda me interesa, te lo digo con franqueza. Entonces, que se agrande la lista con los locos, los neurodiversos, los incorrectos, los que no encajan en nada, los que miran raro, los que tienen más tics que una licuadora, los que están tan tristes, los que no saben qué hacer con tanta euforia, los indisciplinados, los que se mueren de timidez, los que no logran que su ira deje de ser gesto para transformarse en palabra, los que viven la dimensión poética de su existencia de una forma socialmente inadaptada. Rufus canta: “only the people that love may fly”. Es casi una poción bíblica, una profecía, una certeza primordial. Aquel que no se esfuerce por aceptar a un otro está condenado a vivir en un mundo más frío que una colonia de pingüinos. Feliz día para todas y todos los que se aventuren a pasar de nivel.

(*): Periodista, comunicadora y gestora cultural.



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