Muchos años después, frente a una hoja en blanco -similar al pelotón de fusilamiento- este periodista había de recordar la tarde en que su padre lo llevó a conocer el básquet -que en nada se parece al hielo-.
Sería algún día del ´92, antes o después de los Juegos Olímpicos de Barcelona, en los que brilló el verdadero “Dream Team”. Argentina ni participó del certamen y por ese entonces todos los que se iniciaban en el deporte de la pelota naranja querían ser Jordan o “Magic”. Pero nadie siquiera soñaba con que sus figuras eran alcanzables.
A lo sumo, y con las benevolencias que producía la falsedad del 1 a 1, se podían conseguir las zapatillas de los ídolos o sus pósters. Por esa época se afianzaba la Liga Nacional bosquejada por León Najnudel y en Mar del Plata florecían las “escuelitas”.
La de Kimberley fue una de ellas, con Osvaldo Echevarría a la cabeza. “Este te va enseñar a jugar al básquet”, le dijo el hombre a su hijo de 5 años, mientras le soltaba la mano señalándole a “El Negro”. Y esa misma situación, ese primer pase, tal vez se repetía en numerosas ciudades del país.
Pero era otra Argentina: la del fútbol, la del eterno Diego Maradona preparándose para el Mundial de Estados Unidos. Y lejos estaba el básquet de ser una pasión de multitudes hasta que sobre el final de la década, la situación comenzó a cambiar.
Los Juegos de las Estrellas, la competencia agilizada y formal de la liga, además de la estela de Campana y Milanesio habían producido el fenómeno. Germinaba en aquel tiempo la semilla de la “Generación Dorada”, cuyos integrantes romperían con la idea de los imposibles.
Con una mezcla de talento, inteligencia, sacrificio, constancia, madurez y valentía la nueva Selección Argentina se erigiría a comienzos del milenio como una potencia del básquetbol internacional. El segundo puesto en el Mundial de Indianápolis y el oro en Atenas sorprendieron al deporte y a la sociedad en general, todavía absorta e intoxicada por las cenizas del incendio económico que había dejado la crisis.
El tiempo transcurrió y tanto en 2006 como en 2008 la “Generación Dorada” ratificó que el éxito no había sido circunstancial ni parcial. Y ocurrió lo mismo en Londres 2012, torneo que marcaría una década con la Argentina entre los cuatro mejores del mundo.
Y ni hablar de los triunfos individuales en las escuadras de la NBA, que por apertura de fronteras y méritos propios, se volvió más terrenal. Ginóbili fue la bandera y atrás suyo Scola, Nocioni y Delfino, por caso, siguieron firmemente sus pasos.
También hubo otros. Pero hoy vale nombrarlos sólo a ellos, que en Río volvieron a demostrarle al mundo que vergüenza es no soñar y compitieron una vez más contra los mejores de igual a igual. Cara a cara, como ya aprenden a jugar los que vienen atrás.
Ellos lograron que en este país bares completos observaran expectantes los partidos y gritaran por el equipo, como sucedió el último sábado ante Brasil. También que miles de chicos comenzaran a jugar, con todo lo que eso significa en la infancia.
Nada será igual que antes con la despedida de los últimos exponentes de la “Generación Dorada”, por convención general, el mejor equipo de todas las disciplinas que dio la historia de este país. Ellos acortaron distancias, hicieron crecer el básquet vernáculo de forma ilimitada y escribieron las páginas más lindas de los libros. Son todo lo que cualquiera que picó una pelota quiso ser. La gloria viva e irrepetible del deporte argentino. Muchas gracias por las emociones…
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