G20: sigamos confiando en el hombre, pese a los hombres
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por José Narosky
Más allá de cualquier consideración sobre los resultados de la reunión de los máximos mandatarios del mundo en nuestro país, quisiera destacar que cualquier oportunidad de reunión de líderes globales es una oportunidad especial para que el planeta reciba una mejora sustancial, como el fruto de posibles acuerdos.
Prueba de ello es la historia de la prohibición de armas químicas.
Lamentablemente, el mundo se debate con la sombra de una guerra. Hace unos meses, Corea del Norte, por ejemplo, reiteraba experiencias con misiles de largo alcance de distintos tipos, uno de los cuales tendría la posibilidad de contener armas químicas, mientras que desde los Estados Unidos advertían que tenían lista una eventual respuesta.
Muchos científicos han usado su inteligencia específicamente para crear dolor. Me refiero a los que idearon armas biológicas, fueran éstas letales o incapacitantes.
Porque no existe una ciencia asesina, pero hay inequívocamente, científicos asesinos.
En abril de 1915, durante la Primera Guerra Mundial, Alemania las utilizó por primera vez como armas de guerra, hecho que se repitió posteriormente en otros conflictos entre distintos países.
Pero hay una fecha, 7 de diciembre de 1989, que nos permite abrigar la esperanza de que haya quedado como una jornada histórica para la humanidad.
Porque ese día, más de 120 naciones, la Argentina inclusive, firmaron un tratado para abolir totalmente las armas químicas.
El intento tenía un antecedente. Fue un protocolo firmado en 1925 en Ginebra que quedó lamentablemente como un proyecto fallido. La iniciativa la tuvo la famosa Liga de las Naciones, antecesora de las Naciones Unidas.
Es que el esclarecimiento requiere tiempo y esfuerzo. En cambio, la oscuridad, se expande sola… Pero hubo un agregado positivo al convenio de 1989.
Cuatro años después, en París, 143 países resolvieron en un Congreso que no sólo se suprimiría el uso de armas químicas, sino que se establecían mecanismos de control para evitar su fabricación, en forma de inspecciones a cualquiera de las naciones firmantes.
En cuanto a las armas químicas, las más “suaves” son las llamadas incapacitantes, que intoxican y llegan hasta paralizar al individuo afectándolo, a veces, por años.
Las más dañinas son las letales, que afectan el tejido celular y que producen en todos los casos la muerte de quien las aspira, aunque fuese en dosis muy pequeñas.
Si se aspira mucho, se tendrá la “suerte” de morir en pocos minutos. Si la dosis es pequeña, la terrible agonía puede durar cuatro o seis horas.
Mencionaré solamente el nombre de tres de estas armas “letales”. Una, es Cianuro de Hidrógeno, que penetra por los pulmones y bloquea el ingreso de oxígeno al torrente sanguíneo.
Resultado final, lo reitero, la muerte.
Se usó en Alemania en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, con el nombre de Zyklon B.
Otro gas mortífero es el Fosgeno, hecho con fósforo, que llena los pulmones de líquido y ahoga lentamente a la víctima.
Y el más famoso, es el gas mostaza, que ocasiona terribles quemaduras masivas, pero afecta especialmente los ojos y los pulmones.
Es evidente que mientras la ciencia avanza, el hombre retrocede.
Quizá, con el devenir del tiempo podamos celebrar no sólo la desaparición de las armas químicas, sino también la supresión de las guerras.
Porque éstas no matan solamente hombres, matan también almas, dado que no existen soldados sin heridas. Y aunque parezca un absurdo, en las guerras, la crueldad es casi un deber.
(*): Escritor y poeta. Especial para NA.
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