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Opinión 20 de diciembre de 2018

Fuerzas Armadas de la democracia

Por Martín Balza, Ex Jefe del Ejército Argentino, Veterano de la Guerra de Malvinas y Ex Embajador en Colombia y Costa Rica

 

A 35 años del retorno a la democracia, es oportuno repasar siquiera brevemente el contexto histórico de entonces. En diciembre de 1983 asumía el Presidente Raúl Alfonsín quien debió conducir la transición más difícil de nuestra historia. La Argentina vivía un tiempo en que todas las esperanzas se cifraban en la restauración del Estado de Derecho y en el alumbramiento de una sociedad tolerante y pluralista.

Se percibía la certidumbre de la definitiva cancelación de un ciclo histórico, que había estado signado por la violencia, el desencuentro, la inestabilidad institucional y el desprecio por las formas republicanas—por los militares, pero también por importantes sectores de la civilidad– y esa sensación esta encarnada profundamente en todos los sectores de la vida nacional. Se quería dejar atrás, definitivamente, los seis golpes de Estado cívico-militares del siglo XX, concretados entre 1930 y 1976, a los que había que sumar más de cuarenta conatos y planteos militares contra el orden constitucional.

Hacia un período funesto

Juan D. Perón fue derrocado en 1955, por una autodenominada “ Revolución Libertadora”. En 1958, Arturo Frondizi fue elegido presidente y también derrocado en marzo de 1962. Al año siguiente asumió la presidencia de la Nación un gentil hombre, Arturo U. Illia, que en junio de 1966 fue ignominiosamente echado de la casa de gobierno. El último y definitivo golpe de Estado cívico-militar se concretó contra la presidenta María E. Martínez de Perón, en 1976.

Ella había sucedido como vicepresidenta a su esposo, que había asumido en 1973 y fallecido en 1974. Este último golpe se autodenominó “Proceso de Reorganización Nacional”, y dio origen al más funesto y degradante periodo de nuestra historia.

Cívico-militares

En síntesis, todo pueblo es hijo de su Historia, de su pasado y no puede separarse de él. Todos los golpes de Estado en nuestro país han sido cívico-militares. Es indudable la participación de las Fuerzas Armadas, pero no olvidemos la incitación ideológica de sectores políticos, empresariales, corporativos, sindicales, periodísticos y culturales, entre otros. Gran parte de la sociedad había perdido, olvidado o marginado el real sentido de la juridicidad.

Las FFAA han aprendido la dura lección del pasado, y como ciudadanos de uniforme internalizaron culturalmente—y concretaron en la década de los’90– la subordinación al poder civil, el respeto por la Constitución Nacional, por las leyes de la República, por la esencia de los valores democráticos y de los derechos humanos, un sistema de educación basado en la búsqueda de la máxima excelencia, el servicio militar voluntario, la presencia activa en Operaciones de Mantenimiento de Paz, el mando por objetivos compartidos y la incorporación de nuevas tecnologías.

Actuar con sentido predictivo

Por ello, fue indispensable enfrentar las cargas de un pasado cuyas heridas se hallaban aún abiertas en el cuerpo de nuestra sociedad y que, recurrentemente, emergía sobre la conciencia colectiva con el peso del dolor y de la angustia de quienes habían perdido a sus seres queridos y no habían encontrado respuesta a su desesperación.

Cargábamos también con las secuelas del lastimoso ejercicio del poder de la última dictadura, cuyos miembros nunca asumieron sus responsabilidades, a pesar de que tenían el total dominio del poder de decisión. No fue un problema menor superar la traumática e irresuelta derrota en Malvinas.

Eso lo concretamos en un contexto internacional y regional pos Guerra Fría, donde se visualizaba que era menos estructurado y previsible que el anterior. Actualmente en el mundo, y la región, se perciben conflictos unos visibles, otros latentes. Aunque apreciemos que algunos aparezcan con rapidez o en forma inesperada o aleatoria, se gestaron antes, y en circunstancias alejadas de las causas aparentes que los provocaron.

En tal sentido, cualquier medida de prevención debe estar respaldada por una real fuerza disuasiva que avale la vocación de paz de nuestro país. Quienes tienen la responsabilidad política de conducir los destinos de la Nación deben actuar con sentido predictivo. No pueden ignorar el estado actual de indefensión, que afecta garantizar la soberanía e independencia de la Nación y su integridad territorial.

Esto se concreta, principalmente, en la desatención y la desinversión a que fue sometido el Instrumento Militar en las últimas décadas, como consecuencia de que todo lo relacionado con las imprescindibles decisiones militares fueron ignoradas o se basaron en consideraciones puramente políticas e ideológicas, con las excepciones del caso. Se impone recordar también que el Estado –por medio de sus gobiernos—debe ejercer el uso legítimo de las FFAA acorde con el sistema jurídico vigente, y no vulnerar el empleo escalonado de la violencia; afectarlas prematuramente en el marco interno sería prematuro, innecesario, desmoralizador y afectaría su profesionalización.

El nuevo siglo encontró a las Fuerzas Armadas plenamente subordinadas al poder civil y con un explícito compromiso con la democracia. Asimismo, han madurado las convicciones democráticas de muchos civiles que, en el pasado eran proclives a golpear la puerta de los cuarteles.

Por todo ello, las Fuerzas Armadas de la Nación son dignas merecedoras de portar las armas que se le han confiado para su defensa.

 



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