Fue a jugar al fútbol y el árbitro lo secuestró: relato estremecedor de una víctima de la dictadura
Edgardo Gabbin fue torturado en la Base Naval Mar del Plata y permaneció encerrado en un barco invadido por ratas. "Pensé en quitarme la vida", dijo en una entrevista con LA CAPITAL. Su calvario empezó cuando fue detenido por José Bujedo en la cancha de Nación.
Gabbin en cancha de Nación, donde fue secuestrado por el árbitro Bujedo en 1977.
Por Juan Miguel Alvarez
Edgardo Rubén Gabbin ya no era Gabbin. El documento indicaba otro nombre. Su aspecto físico distaba mucho del joven que militaba en Batán tiempo atrás: lucía veinte kilos menos, pelo teñido de rubio y barba rojiza. Por eso, no sospechó las consecuencias por ir a jugar aquel partido de fútbol.
José Francisco Bujedo era un reconocido árbitro de Mar del Plata, el de mayor aprobación hasta que cobró un escandaloso penal a favor de San Lorenzo en un clásico contra Kimberley. Pero no solo era eso: también se desempeñaba como cabo principal en la Armada y durante la dictadura cumplía funciones de inteligencia.
Bujedo (41 años) sabía muy bien quién era Gabbin (23). Había sido su instructor en el servicio militar en 1974. Conocía su condición de desertor de la “colimba” y también su ideología política.
El domingo 9 de enero de 1977, Gabbin aceptó la invitación de sus amigos del barrio para participar del campeonato comercial “Ciudad de Mar del Plata”. Con el bolso en mano, caminó apenas cien metros desde su casa hacia la cancha de Nación. Una vez en el vestuario, se puso la ropa del equipo y salió al campo. Cuando vio al hombre de negro, abrió bien grandes los ojos y entró en calor de inmediato.
Las miradas entre Gabbin y Bujedo se cruzaron después del pitazo inicial. El jugador estaba agitado y nervioso cuando el árbitro detuvo el encuentro y se acercó al línea. “Me sacó la ficha”, pensó mientras consideró la posibilidad de ir al banco de suplentes para fingir una lesión y escapar.
Pero no tuvo tiempo. A pedido de la terna arbitral, el policía que custodiaba fuera de la cancha metió al futbolista dentro del vestuario para retenerlo. Bujedo habilitó un cambio y reanudó el juego sin explicaciones.
Al final del partido, los jueces ni se bañaron. Fueron a buscar al hombre capturado, lo subieron a un Peugeot 504 verde claro y se dirigieron al Monte Varela.
“Sé que usted es Gabbin. Fuimos a ver a su familia en Batán. Estaban sus hermanas menores, Zulma y Cristina. Sus padres lo están buscando. Lo suyo es una pavada, debe solucionarlo. Así que mañana a las 17 vaya a esta dirección para arreglar el tema de su documentación. Si no se presenta, los problemas van a ser más graves”, le dijo Bujedo en tono amenazante.
En el auto presenciaba la conversación el juez de línea Narciso Ángel Racedo, quien acataba órdenes del árbitro en la cancha, pero en la Marina era su superior.
“Me hicieron sentir que ellos mandaban”, rememora Gabbin 46 años después en diálogo con LA CAPITAL. Y reflexiona: “Igual no me pareció tan mala la situación porque ya estaba cansado de vivir escondido”.
Los militares lo llevaron hasta su casa, en Colón y 162, y con su pareja en la puerta, Bujedo le recordó: “No se olvide de ir mañana, Gabbin”.
—¿Cómo, Gabbin?— se asustó Olga Álvarez.
—Tranquila, amor. Me agarraron. Son de la Marina, me van a solucionar el inconveniente del documento— le respondió.
Los compañeros del equipo, preocupados por lo sucedido, fueron a visitarlo. Juntos tomaron unas copas de vino mientras se desataba una intensa lluvia que inundó las calles de la ciudad. Gabbin no vio venir la tormenta. Tampoco tenía forma de eludirla.
Es Sudamérica mi voz
Edgardo Gabbin nació el 22 de marzo de 1953. Desde chico ayudó a su papá en una bicicletería y en su adolescencia y juventud trabajó en las canteras, la construcción y la pesca.
Sintió una conexión especial con la numerosa comunidad de inmigrantes chilenos instalados en Batán. En las charlas con ellos, forjó su pensamiento político. Colaboró con los opositores al régimen de Augusto Pinochet; incluso llegó a cruzar la cordillera. También estuvo en Ezeiza el día que Juan Domingo Perón regresó del exilio. La lucha obrera pasó a ser su bandera.
En 1974, se incorporó al servicio militar. “Soy peronista”, afirmó cuando le preguntaron si era afecto a alguna ideología. Por eso cree que lo enviaron a cumplir la instrucción a Capital Federal. Allí se topó con Bujedo, quien le enseñó el orden cerrado: cuerpo a tierra, salto de rana, montar rifles, entre otras cosas.
Gabbin decidió regresar a Batán sin permiso. Poco después, fue alistado para continuar la conscripción obligatoria en la ESIM (Escuela de Suboficiales de Infantería), de donde escapó cuando le asignaron la guardia en un puesto junto al alambrado perimetral del predio.
Siguió con su activismo político hasta el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. Debido a las circunstancias, dejó la militancia, falsificó el DNI, transformó su fisonomía y se mudó a un conventillo ubicado en Colón y 162. Sin embargo, su vida cambió por completo la tarde de verano de 1977 que decidió ir a jugar al fútbol.
Puede desaparecer
El lunes 10 de enero, Gabbin salió de su casa vestido con un jean, una remera, un pulóver verde y zapatillas pampero. No sabía que esa ropa iba a ser la única que usaría durante los próximos meses. Luego, subió al colectivo El Libertador (562) y al bajar caminó hasta llegar a la vivienda del barrio San Carlos. Verificó la dirección en el papel, aunque la recordaba de memoria. Respiró profundo y tocó la puerta.
Bujedo no tardó en abrir; era su propia casa. El árbitro lo esperaba junto a otros dos hombres. Los “anfitriones” invitaron a Gabbin a sentarse en el sillón del living y, enseguida, lo esposaron. “¿Qué están haciendo?”, preguntó inquieto el recién llegado. “Es por seguridad, por si intenta irse”, le contestaron. “¿Cómo voy a escaparme si fui yo el que vino hasta acá?”, retrucó desconcertado.
Lo bombardearon con apodos usados por militantes: “La Gallega”, “La India”, “Cachorro”, entre otros. “No tengo idea. Hace mucho que no voy a Batán”, se excusó.
Sin obtener la información solicitada, los captores lo subieron al mismo Peugeot del día anterior, ahora rumbo a la ESIM. Después de una larga espera en la zona de acceso, allí no permitieron su ingreso. Entonces, lo tiraron al piso en el asiento de atrás y cambiaron el destino: la Base Naval.
Llegó de noche a las instalaciones de la Armada Argentina. Lo encapucharon y le pusieron nuevas esposas. “Si las tocaba o me movía, se corría un punto. Se iban cerrando cada vez más y las manos quedaban estropeadas. Era muy doloroso“, recuerda Gabbin.
Caminó varios metros y escuchó el ruido que hacen las puertas de los calabozos al cerrarse. Quedó solo, con la cabeza cubierta. A las pocas horas, fue torturado por primera vez. “Gritaban ‘subversivo, comunista, terrorista, son unos hijos de puta, los vamos a matar a todos'”, relata la víctima.
Búsquenme a orillas del mar
El miércoles 12 de enero, su pareja y su hermano, desesperados, preguntaron por él en la Base Naval. Ella sabía que Bujedo era de la Marina. Sin embargo, la respuesta fue escueta y contundente: “Ningún Gabbin entró acá”.
Pero estaba allí, en medio del horror. “Me sometieron a una sesión de submarino seco (le taparon la cabeza para privarlo de oxígeno). Me interrogaban por cosas que no sabía y la verdad que si las hubiera sabido, capaz las habría dicho porque era terrible. Me dejaron la cara destrozada. Tenía la ropa muy ensangrentada, este ojo por acá abajo”, indica.
Sobre aquellos días, describe: “Hacía mis necesidades en un balde. Me daban mate cocido y pan. Una de las veces que me sacudieron, tomaba y vomitaba. Me tiraban agua a la mañana para despertarme y me dejaban desnudo”.
También fue golpeado por una “patota” a rostro descubierto. “Tenían pañuelos rojos, gorros rojos y uniformes de combate camuflados. Estuve hurgando para ver a qué división pertenecían de acuerdo a la indumentaria y nunca logré identificarlos”, cuenta con extrañeza.
Una tarde le entregaron su ropa planchada y las zapatillas limpias. “Fue como si me hubieran devuelto la vida, como si recuperara mi dignidad. Porque me trataban como un objeto”, reflexiona.
Dos guardias lo llevaron a un café ubicado en la intersección de las calles 12 de Octubre y Edison. Era una trampa: esperaban que algún compañero lo fuera a saludar. “Me vio un conocido que se dio cuenta o no me reconoció, pero no se acercó”, dice aliviado.
En otra oportunidad, lo movieron a una oficina ubicada a unos 500 metros dentro del mismo establecimiento. Le quitaron las esposas y lo colgaron de unas arandelas sujetas a la pared mientras le mostraban fotos de otros militantes. Por una ventana, vio pasar a dos personas capturadas y muy lastimadas, así como una casa de tejas que reconoció años después durante los juicios contra militares.
Se quedó varios días en ese lugar, a pocos metros de la escuela de buceo. Escuchaba el sonido del mar y de niños jugando. De un lado de la pared, la alegría; del otro, el espanto.
Libertad era el asunto
A principios de marzo, fue trasladado a Buenos Aires en un Citroën AMI 8 rojo. Desde que llegó al lugar de detención que estaba en la calle Antártida Argentina 643, pensó en huir. Un abogado que se encontraba allí le dijo que la única forma posible era mediante una grave lesión que lo obligara a atenderse en un hospital.
Una mañana, cuando los compañeros de celda salieron a tomar mate cocido, dejó caer una cama cucheta sobre su pie derecho. Se fracturó dos dedos y fue llevado al hospital naval. Sin embargo, para su desilusión, fue encadenado y vigilado todo el tiempo.
Si bien no logró escapar, obtuvo un beneficio. Como le pusieron un yeso en el pie, no fue aceptado en el centro de detención y fue enviado a Mar del Plata, donde cumplió una especie de prisión domiciliaria. Viajó en tren acompañado por dos militares que cada día verificaban su presencia en su casa.
Después de un mes, los mismos guardias lo recogieron y lo llevaron de vuelta a Buenos Aires. Y, desde allí, fue derivado a Puerto Belgrano.
Para entonces creía que lo peor había pasado. Estaba muy equivocado.
Ando por este mundo sobreviviendo
Gabbin extendió su calvario en el buque ARA 9 de Julio amarrado en la Base Naval Puerto Belgrano. “Ahí pensé en quitarme la vida”, asegura con lágrimas en los ojos.
Lo encerraron solo, en un camarote sucio, sin luz natural, con manchas de sangre e infectado de ratas. No sabía si era de día o de noche. Los guardias no le hablaban; solo lo sacaban con la capucha para bañarse.
“Cuando me traían la comida, las ratas se amontonaban en un rincón. Entonces doblaba una manta”, relata conmovido. Y durante unos segundos busca fuerzas para continuar: “Ponía migas de pan para que subieran, las apretaba y sentía el chillido de las que podía matar”.
“Me volvieron loco las ratas, hasta el día de hoy. Yo siento cualquier ruidito y pienso que andan por encima mío”, cuenta sobre aquel sufrimiento que lo marcó para siempre.
Padeció casi un mes en esas condiciones y fue enviado al cuartel base en Punta Alta, donde convivió con algunos prisioneros militares sancionados por delitos menores.
Después de un año bajo la tierra
Por fin, el 17 de febrero de 1978 le concedieron la libertad con los documentos firmados del servicio militar, los mismos que había ido a buscar 403 días antes a la casa de Bujedo.
Gabbin viajó en tren a Ingeniero White y luego tomó el colectivo Pampa con destino a Mar del Plata. La sonrisa se le borró de la cara cuando llegó a la terminal. Allí lo esperaba su secuestrador, el árbitro. “No pise más Batán, nosotros sabremos lo que está haciendo”, lo intimidó. “No, yo quiero vivir en paz”, respondió quien pretendía dejar atrás todo aquello. “Le digo porque la próxima va a ser distinto”, advirtió Bujedo.
Gabbin retomó su vida con miedo. Cambió varias veces el lugar de residencia y pasó mucho tiempo sin ver a su familia. A Batán regresó recién en 1980. “Mi mamá y mis hermanas me buscaban. Pero yo no les quería llevar problemas”, afirma.
Durante años prefirió no contar el horror vivido. “Sabían que estuve detenido, no que fui torturado. Mis ‘viejos’ eran grandes. Mi papá, un italiano conservador y muy sufrido. Yo no era el hijo deseado: me gustaba salir, joder, hablar de cuestiones de aquella época. Me decían ‘no sigas agitando en las fábricas, en las canteras’ y no daba bola. ‘La onda’ era ir a reclamar. Me sentía un poco culpable por no haber hecho caso”, admite.
Tras el regreso de la democracia, volvió a su actividad militante. La agrupación Hijos recuperó un registro de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires. Gabbin figuraba en una lista con 30 nombres y el suyo era el único que no estaba tachado. “Mi pregunta es por qué yo no. Para mí eso es un tormento“, expresa.
Todo está guardado en la memoria
No fue sino hasta el 2007, en los Juicios por la Verdad, cuando pudo liberarse de su carga emocional: “Había construido una pared alrededor mío, tratando de dejar todo eso en el pasado. Tenía un trabajo estable y estaba bien. Pero un día, Paula Cirelli, hermana de un desaparecido, me preguntó: ‘¿Por qué no vas a declarar? Hacelo por ellos’. Mi pareja me incentivó para que me presente y me envió a un psiquiatra. Empecé a recordar a los compañeros, las cosas que habíamos vivido. Y eso me quebró“.
Justo dos días antes de contar su historia ante el tribunal, recibió una carta de la Casa del Fomentista con la firma de Bujedo, su vicepresidente. La invitación a una charla fue interpretada como una forma de intimidación y un mensaje velado para que tuviera cuidado con lo que iba a decir. Por esta razón, pidió que su primera declaración no sea pública.
Durante la investigación de los delitos, Gabbin hizo inspecciones visuales en la Base Naval. Reconoció las salas de torturas y las mazmorras donde había estado detenido. “Quedé como si me hubieran dado un golpe. Mil pensamientos pasaron por mi cabeza en cuestión de segundos. Me vi ahí adentro. Revivir todo eso es una mierda, pero lo hice por los que no están“, confiesa.
Bujedo llegó a ser suboficial de Infantería de Marina, presidió la sociedad de fomento del barrio San Carlos, ocupó la banca abierta del Concejo Deliberante y escribió el libro “Aprendiendo sobre fútbol” editado por el Emder, que tenía entre sus objetivos “inculcar hábitos de vida democrática”.
El exárbitro fue detenido y procesado en 2011 por delitos de lesa humanidad. En febrero de 2016 fue sentenciado a ocho años de prisión por privación ilegal de la libertad agravada por mediar violencia y amenazas, imposición de tormentos agravada por haber sido cometidos en perjuicio de un perseguido político, de los que resultó víctima Gabbin. Pero en septiembre obtuvo la libertad tras haber cumplido dos tercios de la condena en prisión preventiva.
Bujedo falleció a los 84 años, en agosto de 2019, dos meses después del vencimiento de su pena.
En la misma causa, denominada “Base Naval 3 y 4”, otros nueve militares fueron juzgados con prisión perpetua por los crímenes cometidos contra 123 personas.
“Ellos tuvieron la oportunidad que les dio la democracia, la que no le concedieron a mis compañeros“, reflexiona Gabbin. Y dice: “Para nosotros, las cicatrices internas van a quedar para siempre“.
Producción audiovisual: Diego Romero
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