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Cultura 28 de noviembre de 2016

Flores en el mar

Por Sebastián D'Ippolito (*)

La caña de pescar señala al cielo cargado. La tanza sin anzuelo se sacude con el viento y sobre la roca, una cajita de plástico con un cuchillo oxidado. Parado en la punta de la escollera, el viejo Dante recuerda. Las voces le llenan la cabeza, el olor a madera podrida le envuelve la garganta gastada.

Mar, siempre mar. No había otro lugar donde poner la mirada y todos los días eran lo mismo. Agua turbia, olas que lo obligaban a agarrarse de la baranda, a sentarse con la cabeza entre las piernas y aguantar el vómito. Con apenas cinco años ya se creía un hombre grande. Sobre todo a la noche, cuando se enfrentaba a las ratas que querían meterse dentro del camarote. A puro escobazos las alejaba de la panza de su madre, de su hermano que venía en camino.

Hacía más de treinta días que habían zarpado de Italia y él quería saber algo del lugar hacia donde estaban yendo. ¿Estarían también sus amigos jugando en la calle? ¿Irían todas las mañanas a ordeñar la cabra? ¿Y el perro Pepe? Pero cada vez que le preguntaba algo a su madre, ella siempre le hablaba de un mundo mejor. Le explicaba que su padre los esperaba desde hace meses ahí, sembrando flores al final del mar, decía y señalaba el horizonte.

Dante recuerda la multitud que había en el puerto de Buenos Aires ese 22 de marzo de 1930. Todavía puede ver a la gente vestida de negro, cubriéndose del sol con el diario y moviéndose rápido, como las hormigas cuando anticipan la llegada del temporal. Y todos hablaban algo raro, casi inentendible. Su madre estiraba el cogote para ver más lejos, y él se le agarraba fuerte a la pollera para no perderse.

La Boca se parecía mucho a Génova. Los adoquines en las calles, las veredas angostas, las casitas de colores. La pensión en la que paró junto a su madre no era mucho mejor que el sucucho del barco. Pero todas las mañanas una señora gorda con delantal les preparaba el desayuno, con pan, manteca y azúcar.

Después de diez días, finalmente el teléfono de la recepción sonó para ellos. Dante recuerda cómo le temblaban las piernas a su madre. El aparato fijo en la oreja, la voz segura, fuerte y las rodillas que se le movían como dos cascabeles flojos.

Mar del Plata estaba cerca y para llegar sólo tenían que tomarse un tren. Dante se pasó las ocho horas colgado de la ventanilla, babeando de cara al viento. Su madre no paraba de repiquetear el piso con el taco del zapato.
La terminal de trenes era un galpón con una mezcla de olor a papa y carbón, techo de chapa oxidado, una ventanilla con rejas y un empleado vendiendo pasajes.

Su padre, que siempre fue un tipo serio, de pocas palabras y abrazos, los esperaba arriba de un Ford nuevo con el motor encendido. El asiento trasero en el que Dante iba sentado era amplio, de un cuero brilloso que hervía con el sol. Todavía puede ver a su padre pasando los cambios, fumando un cigarro largo y hablando del nuevo trabajo: la siembra de rosas, la venta de gladiolos y los tulipanes en flor. Al costado, su madre se encogía de hombros y sonreía. Dante la miraba y pensaba que ya deberían haber llegado a ese mundo del que ella tanto le hablaba.

La bruma se pone espesa y el cielo amenaza con las primeras gotas. El viejo Dante saca una flor del saco y la tira al mar. Después dobla la caña en tres partes, cierra la cajita de plástico y se va pensando lo mismo que todos los domingos. Otra vez le dirá a su mujer y a sus hijas que no ha pescado nada, o que pobres pescaditos, que los devolvió al mar para que puedan seguir su viaje.

(*) Relato ganador del concurso Valijas con Historia, organizado por la Dirección General para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos de General Pueyrredon. Se puede acceder a todos los relatos participantes del concurso en la web oficial del concurso, www.mardelplata.gob.ar